¿Qué es el cine? (39 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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El ladrón de bicicletas
.

XXIII. DE SICA, DIRECTOR
[76]

Tengo que confesar al lector que los escrúpulos paralizan mi pluma ante la cantidad de razones imperativas que deberían hacerme desistir de presentar a De Sica.

En primer lugar, porque hay mucho de presunción por parte de un francés al querer enseñar a los italianos algo sobre su cine en general, y en particular, sobre quien es quizá su director más importante; pero sobre todo porque a esta inquietud teórica previa se añaden en este caso algunas otras objeciones particulares. Cuando he aceptado imprudentemente el honor de presentar aquí a De Sica, tenía sobre todo presente mi admiración por
Ladrón de bicicletas
y no conocía todavía
Milagro en Milán
. Habíamos visto en Francia
El limpiabotas
e
I bambini ci guardano
, pero por maravilloso que sea
El limpiabotas
, que nos reveló el talento de De Sica, hay en él, al lado de hallazgos sublimes, algunas indecisiones de aprendiz. El guión no deja de caer algunas veces en la tentación del melodrama, y la puesta en escena tiene una elocuencia poética, un lirismo del que actualmente parece que De Sica quiere alejarse. En resumen: el estilo personal del director estaba todavía encontrándosela sí mismo. La maestría total y definitiva se afirma en
Ladrón de bicicletas
, de la misma manera que este film nos parece resumir todos los esfuerzos de los que le precedieron.

Pero, ¿se puede juzgar a un director por un film? Un film prueba suficientemente el genio de De Sica, pero no nos indica necesariamente las formas que adoptará en el futuro. Como actor, De Sica no es un recién llegado al cine, pero se le debe considerar, sin embargo, como un «joven» director, como un realizador de porvenir. A través de semejanzas profundas que trataremos de comprender,
Milagro en Milán
es un film bien diferente, por su inspiración y su estructura, a
Ladrón de bicicletas
. ¿Cuál será su próximo film? ¿No nos revelará quizá la importancia de filones que han quedado como menores en las dos obras precedentes? En resumen: pretendo de hecho hablar del estilo de un realizador de primera fila, basándome tan sólo en dos obras de las que además una parece desmentir la orientación de la otra. Es realmente poco para quien no confunde la actividad del crítico con la del profeta. Me resulta fácil explicar mi admiración por el
Ladrón
y el
Milagro
, pero otra cosa bien distinta es pretender extrapolar de esas dos obras los trazos permanentes y definitivos del talento de su autor.

Sin embargo, eso lo hubiéramos hecho con mucho gusto a propósito de Rossellini, partiendo solo de
Roma, città aperta
y
Paisa
. Lo que hubiéramos podido decir (y lo que de hecho hemos escrito en Francia) corría fatalmente el riesgo de tener que ser matizado y corregido por los films siguientes, pero no desmentido. Y es que el estilo de Rossellini es de una familia estética totalmente diferente. Fácilmente pone de manifiesto sus leyes. Corresponde a una visión del mundo que se traduce inmediatamente en estructuras de la puesta en escena. Si se quiere, el estilo de Rossellini es ante todo una mirada, mientras que el de De Sica es ante todo una sensibilidad. La puesta en escena del primero se enfrenta con su objeto desde el exterior. No quiero decir, entiéndase bien, sin comprenderlo o sin sentirlo, sino que esta exterioridad traduce un aspecto ético y metafísico esencial de nuestras relaciones con el mundo. Para entender esta afirmación no hay más que comparar el tratamiento del niño en
Germania, anno zero
y en
El limpiabotas
o
Ladrón de bicicletas
. El amor de Rossellini por sus personajes les envuelve en una conciencia desesperada de la incomunicabilidad de los seres; el de De Sica hace resplandecer, por el contrario, a los mismos personajes. Son lo que son, pero iluminados desde el interior para la ternura que él pone en ellos. De ahí se sigue que la puesta en escena de Rossellini se interpone entre su materia y nosotros, no como un obstáculo artificial, sino como una distancia ontológica infranqueable, una debilidad congénita del ser que se traduce estéticamente en términos de espacio, en formas y en estructuras de la puesta en escena. De que la sintamos como una ausencia, como una negativa, como una desaparición de las cosas, y por tanto y en definitiva, como un dolor, nace el que sea más fácil tomar conciencia, el que sea más fácil reducirla a un método formal. Rossellini no puede cambiar si no realiza antes una revolución moral personal.

Por el contrario, De Sica es uno de esos directores que parecen no tener otro propósito que traducir fielmente su guión, y cuyo talento entero procede del amor que ponen en su tema y de su comprensión íntima. La puesta en escena parece modelarse ella misma como la forma natural de una materia viva. Aunque a partir de una sensibilidad muy diferente, y con una preocupación formal muy visible, un Jacques Feyder, en Francia, pertenece también a esta familia de realizadores cuyo método parece consistir tan sólo en servir honestamente su argumento. Es cierto, y volveremos sobre ello, que esta naturalidad es ilusoria, pero su existencia aparente no facilita la tarea de la crítica; divide la producción del cineasta en tantos casos particulares, que cada nuevo film puede volver a ponerlo todo en duda. De ahí que haya una gran tentación de no ver más que un oficio allí donde se busca un estilo; de descubrir tan sólo la generosa humildad de un hábil técnico ante las exigencias del argumento, en lugar de la huella creadora de un verdadero autor.

La puesta en escena de un film de Rossellini se
deduce
fácilmente de las imágenes, mientras que De Sica nos obliga a inducirla de un relato visual que parece no tenerla.

En fin y sobre todo, el caso de De Sica es hasta ahora inseparable de la colaboración con Zavattini; más importante todavía que la de Marcel Carné con Jacques Prévert en Francia. La historia del cine no presenta quizá ejemplo más perfecto de simbiosis entre el guionista y el director. El hecho de que Zavattini haya colaborado en otros muchos films (mientras que Prévert ha escrito muy pocos guiones aparte de los de Carné) no cambia las cosas, sino todo lo contrario; todo lo más, permitirá deducir que De Sica es el realizador ideal de Zavattini, el que lo comprende mejor y más íntimamente. Tenemos ejemplos de Zavattini sin De Sica, pero no de De Sica sin Zavattini. Es, por tanto, bastante arbitrario que pretendamos distinguir qué es lo que pertenece propiamente a De Sica, sobre todo cuando acabamos de considerar su humildad, al menos aparente, ante el guión.

Debemos, por tanto, renunciar a separar contra natura lo que el talento ha unido tan estrechamente. Que De Sica y Zavattini nos perdonen, y también el lector que no se interesa por mis problemas de conciencia y espera a que, finalmente, me tire al agua. Entiéndase, sin embargo, para tranquilidad de mi conciencia, que sólo pretendo hacer unas aproximaciones críticas que el porvenir se encargaría de poner en tela de juicio, y que no son más que el testimonio personal de un crítico francés en 1951, sobre una obra llena de promesas y cuyas cualidades son particularmente rebeldes al análisis estético. Esta profesión de humildad no es una precaución oratoria ni una fórmula retórica. Pido que se piense en primer lugar que refleja la medida de mi admiración.

Es merced a la poesía como el realismo de De Sica encuentra su sentido; porque en arte, en el principio de todo realismo hay una paradoja estética que resolver. La reproducción fiel de la realidad no es arte. Se nos repite que el arte es elección e interpretación. Es por lo que hasta ahora, las tendencias «realistas», en el cine como en las otras artes, consistían solamente en introducir más realidad en la obra; pero este suplemento de realidad no era más que un medio —más o menos eficaz— de servir una intención perfectamente abstracta; dramática, moral o ideológica. En Francia, el «naturalismo» corresponde precisamente a la multiplicación de las novelas y de las piezas de teatro con tesis. La originalidad del neorrealismo italiano, con relación a las principales escuelas realistas anteriores y a la escuela soviética, consiste en no subordinar la realidad a ningún apriorismo. Incluso la teoría del
Kinoglass
de Dziga-Vertof no utilizaba la realidad bruta de los documentales más que para ordenarla sobre el espectro dialéctico del montaje. Desde otro punto de vista, el teatro, incluso realista, dispone la realidad en función de estructuras dramáticas y espectaculares. Ya sea para servir los intereses de una tesis ideológica, de una idea moral o de una acción dramática, el realismo subordina a existencias trascendentes su mayor recurso a la realidad. El neorrealismo no conoce más que la inmanencia. Es tan sólo de su aspecto, de la apariencia de los seres y del mundo, de donde pretende deducir
a posteriori
las enseñanzas que encierran. El neorrealismo es una fenomenología.

Sobre el plano de los medios de expresión, el neorrealismo va por tanto contra las categorías tradicionales del espectáculo, y, en primer lugar, contra las de la interpretación. En su concepción clásica, que procede del teatro, el actor expresa algo, un sentimiento, una pasión, un deseo, una idea. Su actitud y su mímica permiten a los espectadores leer en su rostro como en un libro abierto. Con esta perspectiva, se ha llegado a la convicción implícita, entre el espectador y el actor, de que las mismas causas psicológicas producen el mismo efecto físico, y que se puede, sin ambigüedad, ir de la una al otro. A eso se le llama propiamente «actuación».

Las estructuras de la puesta en escena se deducen de ahí: el decorado, la luz, el ángulo y el encuadre de la toma de vistas serán, de acuerdo con el comportamiento del actor, más o menos expresionistas. Han de contribuir a confirmar el sentido de la acción. La descomposición de la escena en planos y el montaje de éstos equivale a un expresionismo en el tiempo, a una recomposición del suceso según una temporalidad artificial y abstracta: la duración dramática. No hay apenas uno solo de todos estos datos generales del espectáculo cinematográfico que el neorrealismo no haya puesto en tela de juicio.

En primer lugar, la interpretación. Al intérprete le pide
ser
antes de expresar. Esta exigencia no implica necesariamente el renunciar al actor profesional, pero es normal que tienda a sustituirlo por el hombre de la calle, escogido únicamente por su comportamiento general, de tal manera que su ignorancia de la técnica teatral es más una garantía contra el expresionismo de la «interpretación» que una condición positivamente necesaria. Para De Sica, Bruno era una silueta, un rostro, unos andares.

Los del decorado y la toma de vistas. El decorado natural es al decorado construido lo que el actor amateur al profesional. Por otra parte, tiene como consecuencia suprimir, al menos parcialmente, las posibilidades de composición plástica mediante la luz artificial que permiten los estudios.

Pero es quizá la estructura del relato la que resulta más radicalmente trastrocada. Hay que respetar la verdadera duración del suceso. Los cortes que la lógica exige podrían ser, todo lo más, descriptivos; la planificación no debe añadir nada a la realidad que subsiste. Si participa en el sentido del film, como en el caso de Rossellini, es porque los vacíos, los huecos, las partes del suceso que se permite que ignoremos son de una naturaleza concreta: piedras que faltan en el edificio. Tampoco en la vida sabemos todo lo que les pasa a los otros. La elipsis es, en el montaje clásico, un efecto de estilo; en Rossellini es una laguna de la realidad, o más bien, una laguna del conocimiento, que es por naturaleza limitado.

Así, el neorrealismo es antes una posición ontológica que estética. Por eso, la aplicación de sus atributos técnicos a la manera de una receta culinaria no consigue reconstruirlo necesariamente. Así lo prueba la rápida decadencia del neorrealismo americano. Y en la misma Italia no es cierto que todos los films sin actores, inspirados en la crónica de sucesos y rodados en exteriores, sean mejores que los melodramas tradicionales y espectaculares. Se puede llamar, por el contrario, neorrealismo a un film como
Cronaca di amore
, de Michelangelo Antonioni, porque a pesar de los actores profesionales, de la arbitrariedad de la intriga policíaca, de ciertos decorados lujosos y de los vestidos barrocos de la heroína, el realizador no ha recurrido a un expresionismo exterior a los personajes, sino que funda todos sus efectos sobre su forma de existir, de llorar, de andar y de reír. Están prisioneros en el dédalo de la intriga como esas ratas de laboratorio que se ven obligadas a pasar por un laberinto.

Supongo que se me opondrá la disparidad de estilos de los mejores directores italianos. Y sé también cuánto les molesta el término neorrealismo. No conozco más que a Zavattini que confiese ser neorrealista sin reparo. La mayor parte rechazan la existencia de una nueva escuela realista italiana que les englobe a todos. Pero se trata de un reflejo de creador con relación a los críticos. En tanto que artista, el director tiene más conciencia de sus diferencias que de sus rasgos comunes. El término neorrealismo ha sido echado como una red sobre el cine italiano de la posguerra, y cada uno pretende romper por su cuenta los hilos con los que se pretende cogerle. Pero a pesar de esta reacción normal, que tiene la ventaja de forzarnos a reflexionar cada vez sobre una clasificación crítica, demasiado cómoda, creo que hay buenas razones para mantenerla, aunque sea contra los mismos interesados.

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