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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (17 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Un libro yacía tirado en el suelo, casi a sus pies. El joven lo recogió y lo abrió.

La escritura del archimago era apretada y angulosa. La clara inclinación hacia la izquierda de la escritura reveló a

Raistlin que el hombre era un solitario que prefería su propia compañía a la de los demás. El joven se desilusionó al ver que el libro no era de hechizos. Estaba redactado en Común con unos giros idiomáticos que parecían apuntar a la jerga utilizada por los mercenarios, los soldados profesionales.

Leyó la primera página y su desilusión desapareció.

El libro daba detalladas instrucciones de cómo ejecutar conjuros sobre armas convencionales, tales como espadas y hachas de guerra. Raistlin calificó el libro como un ejemplar de inmenso valor; al menos, para él. Lo apartó a un lado y cogió otro. Este sí era un libro de hechizos, probablemente conjuros muy elementales, ya que no tenía guardas mágicas ni prohibiciones en el inicio. El joven desentrañó unas cuantas palabras sueltas, pero la mayoría le eran totalmente desconocidas. El libro le sirvió para recordarle lo mucho que todavía le quedaba por aprender.

Lo miró con amargura y frustración. Había sido desechado por el gran archimago, para quien los conjuros que contenía no merecían su interés y, sin embargo, él era incapaz de descifrarlos.

—Te estás comportando como un necio —se reprendió—.

Cuando este archimago tenía mi edad no sabía, ni con mucho, tanto como yo. Algún día leeré este libro. Algún día yo también lo dejaré a un lado.

Puso el ejemplar encima del primero y continuó investigando otros.

La tarea lo absorbió de tal modo que perdió la noción del tiempo. Sólo fue consciente de que la tarde estaba muy avanzada cuando cayó en la cuenta de que tenía que acercarse los libros a la nariz para poder leerlos. Estaba a punto de salir a buscar unas velas cuando Lemuel llamó a la puerta.

—¿Qué queréis? —preguntó, irritado.

—Disculpa que te moleste —dijo Lemuel tímidamente mientras se asomaba por la rendija abierta—, pero tu hermano dice que se hará pronto de noche y que deberíais marcharos.

Raistlin recordó entonces dónde estaba y que era un huésped en la casa de este hombre. Se incorporó de un salto, confuso y avergonzado. Uno de los valiosos libros resbaló de su regazo y cayó al suelo.

—¡Perdonad mi rudeza, señor! Estaba tan interesado, esto es tan fascinante, que olvidé que no me encontraba en mi casa...

—¡Oh, no tiene importancia! —lo interrumpió Lemuel, que sonreía plácidamente—. No le des más vueltas. Me recordaste a mi padre, ¿sabes? Me hiciste volver al pasado y, por un momento, he vuelto a ser un chiquillo. ¿Encontraste algo de utilidad?

Raistlin señaló tres grandes montones de libros que había ido apilando junto a la silla.

—Todos estos. ¿Sabéis que hay un relato de la batalla contra los minotauros en Silvanesti? Y ésta es una descripción de cómo utilizar los conjuros de guerra de manera eficaz, sin poner en peligro a las propias tropas. Estos tres son ejemplares de hechizos, y todavía no he revisado el resto. Os ofrecería comprároslos, pero sé que no tengo medios para hacerlo. —Contempló tristemente las pilas de libros mientras se preguntaba con desesperación cómo se las arreglaría para ahorrar algún día el dinero suficiente.

—Oh, llévatelos —dijo Lemuel, agitando la mano con despreocupación en derredor del cuarto.

—¿Cómo? ¿De verdad, señor? ¿Habláis en serio? —Raistlin tuvo que agarrarse al respaldo de la silla para sujetarse—.

No, señor —dijo, recuperándose—. Eso sería demasiado.

Nunca podría compensaros.

—¡Bah! Si no te los llevas, tendré que cargar con ellos, y casi no me quedan cajas. —Lemuel hablaba de abandonar su casa con mucho desparpajo; pero, mientras intentaba hacer esta pequeña broma, miraba a su alrededor con tristeza—.

Acabarán guardados en un ático y se los comerán los ratones. Preferiría que se les diera un buen uso. Además, creo que le gustarías a mi padre. Eres el hijo que habría querido tener.

Unas lágrimas ardientes humedecieron los ojos de Raistlin.

La fatiga por los tres días de viaje, en el que se incluían no sólo las horas pasadas en los caminos sino también las dedicadas a subir las montañas de la esperanza y a descender a los valles de la decepción, lo habían debilitado. La amabilidad y la generosidad de Lemuel lo desarmaron completamente.

Le faltaban palabras para darle las gracias y sólo fue

capaz de quedarse en pie sumido en un gozoso y humilde silencio, parpadeando para contener el llanto que le cegaba los ojos y le hacía un nudo en la garganta.

—Raist... —La voz anhelante de Caramon subió por el hueco de la escalera—. Está anocheciendo y tengo mucha hambre. ¿Te encuentras bien?

—Necesitarás una carreta para llevarte todo esto a casa —comentó Lemuel.

—Tengo... Mi amigo... Una carreta... En la feria... —Parecía incapaz de construir una frase coherente.

—Estupendo. Cuando la feria acabe, ven aquí con la carreta.

Tendré todos los libros empaquetados, listos para que los cargues y te los lleves.

Raistlin desató del cinturón la bolsita del dinero y la puso en la mano de Lemuel.

—Cogedlo, por favor. No es mucho y no cubre ni una ínfima parte de todo lo que os debo, pero me gustaría que lo aceptaseis.

—¿De veras? —Lemuel sonrió—. Entonces, de acuerdo, aunque no es necesario, fíjate bien. No obstante, recuerdo que mi padre dijo en una ocasión que los objetos mágicos tenían que venderse, nunca darlos de regalo. Que el dinero pase de unas manos a otras rompe cualquier vínculo que el propietario anterior pudiera tener con ellos, los libera para el siguiente usuario.

—Y, si por casualidad pasáis algún día por Solace —dijo Raistlin, que echó una última mirada a la biblioteca mientras Lemuel cerraba la puerta—, os daré esquejes y renuevos de todas las plantas que tengo en mi jardín.

—Si son tan excelentes como la nueza negra —contestó Lemuel de corazón—, entonces me habrás pagado con creces.

12

Ya se había hecho de noche cuando los hermanos llegaron al recinto ferial, que estaba situado a unos dos kilómetros fuera de la empalizada de la ciudad. No les fue difícil orientarse; las fogatas, tan numerosas como luciérnagas, señalaban los campamentos de los vendedores con su luz cálida e invitadora. La feria estaba llena de gente, aunque ninguno de los puestos se encontraba abierto ni lo estaría hasta el día siguiente. Seguían llegando comerciantes con sus carretas traqueteando por el camino marcado de rodadas.

Saludaban a gritos a los amigos e intercambiaban chanzas agradables con los rivales mientras descargaban sus mercancías.

Muchos de los puestos del recinto eran permanentes. Los habían construido los comerciantes que asistían a la feria con regularidad, y permanecían cerrados con tablas claveteadas el resto del año. El de Flint era uno de ellos, un pequeño puesto con su protector techo. Tenía unas puertas con bisagras que al abrirse permitían que los clientes tuvieran una buena vista de las mercancías, las cuales se colocaban en expositores y estanterías para darles más realce. Un pequeño cuarto trasero servía como dormitorio.

Flint disfrutaba de una ubicación ideal, a mitad de camino del recinto, cerca de un tenderete de brillantes colores que pertenecía a un elfo fabricante de flautas. Flint protestaba mucho sobre la ininterrumpida música de flauta que salía de la tienda, pero Tanis señalaba que la melodía atraía a los clientes hacia esta dirección, así que el enano se guardó para sí sus refunfuños. Cada vez que Tanis sorprendía a Flint siguiendo el ritmo de la música con el pie, el enano juraba y perjuraba que ese pie se le había quedado dormido y que lo único que hacía era intentar reanimarlo.

Había entre cuarenta y cincuenta vendedores, además de varios establecimientos de esparcimiento: cervecerías, puestos de comida, osos bailarines, juegos de azar pensados para despojar de su dinero a los incautos, funámbulos, malabaristas y juglares.

Dentro del recinto, aquellos comerciantes que ya habían llegado habían descargado y colocado las mercancías, dejándolas preparadas para el atareado día que les esperaba al día siguiente. Finalizada la tarea, disfrutaban del tiempo libre descansando cerca de las fogatas, comiendo y bebiendo o paseando por el recinto para ver quién había llegado y quién no, intercambiando chismes y odres de vino.

Tanis había facilitado a los gemelos instrucciones para encontrar el puesto de Flint; unas cuantas preguntas planteadas a los comerciantes condujeron a los dos hermanos directamente a su destino. Allí encontraron a Kitiara paseando arriba y abajo delante del puesto, que estaba cerrado durante la noche, con las puertas atrancadas.

—¿Dónde os habéis metido? —demandó con irritación, puesta en jarras—. ¡Hace horas que os estoy esperando! Todavía tenéis intención de ir al templo, ¿no? ¿Qué habéis estado haciendo?

—Estuvimos... —empezó Caramon. Raistlin le dio un codazo—. Eh... echando un vistazo a la ciudad —terminó el mocetón, que se puso colorado hasta las orejas, y ello habría bastado para descubrir su mentira si Kitiara no hubiera estado demasiado preocupada para advertirlo.

—No nos dimos cuenta de que era tan tarde —añadió Raistlin, cosa que era verdad.

—Bueno, ya estáis aquí y eso es lo que importa —dijo Kit—. Ahí tienes otra ropa para que te cambies, hermanito, dentro de esa tienda. Y date prisa.

Raistlin encontró una camisa y un par de pantalones de cuero que pertenecían a Tanis. Las dos prendas eran demasiados grandes para el joven, más delgado que su

dueño, pero servían para un caso de emergencia. Se ajustó los pantalones a la cintura con el ceñidor de su túnica, ya que de otro modo se le habrían caído hasta las rodillas. Se ató el largo cabello en la nuca y lo metió bajo un sombrero de ala caída que era de Flint, tras lo cual salió de la tienda; lo recibieron las risillas y las risotadas de Caramon y de Kitiara.

Las perneras del pantalón de cuero le irritaban las piernas, acostumbradas a la libertad de movimientos bajo la cómoda túnica; las mangas de la camisa no dejaban de resbalar sobre sus delgados brazos, y el sombrero se le caía sobre los ojos continuamente. Pero, en conjunto, Raistlin estaba satisfecho con el disfraz. Dudaba que ni siquiera la viuda Judith pudiera reconocerlo.

—Bien, vámonos —instó con impaciencia Kit, que echó a andar hacia la ciudad—. Ya llegamos tarde.

—¡Pero si todavía no he comido nada! —protestó Caramon.

—No hay tiempo. Será mejor que te acostumbres a saltarte unas cuantas comidas, jovencito, si es que quieres ser soldado. ¿Crees que los ejércitos dejan las armas para coger las sartenes?

Caramon parecía horrorizado. Sabía que el oficio de soldado era peligroso, que la vida como mercenario era dura, pero jamás se le había pasado por la cabeza que no pudiera comer. La profesión con la que había soñado desde los seis años de repente perdió gran parte de su atractivo. Se paró en el pozo y echó dos grandes tragos con la esperanza de acallar los retortijones de su estómago.

—No me eches la culpa si los gruñidos de mis tripas asustan a las serpientes —le dijo en voz baja a su gemelo.

—¿Dónde están Tanis, Flint y los demás? —preguntó Raistlin a su hermana mientras desandaban el camino, de vuelta a Haven.

—Flint se fue al Gnomo Chiflado, su cervecería favorita.

Sturm salió ya hacia el templo, al no saber si vosotros dos nos honraríais con vuestra presencia o no. El kender desapareció, y en buena hora. —Kit nunca disimulaba que consideraba a Tas una molestia—. Gracias a él, pude librarme de Tanis. Supuse que no queríais que nos acompañara.

Caramon lanzó una mirada infeliz a su gemelo, que frunció el ceño y sacudió la cabeza, pero el mocetón estaba demasiado molesto e hizo caso omiso de la sutil advertencia de su hermano.

—¿Qué quieres decir con eso de librarte de Tanis? ¿Cómo?

—Le conté que había venido un mensajero con la noticia de que a Tasslehoff lo habían metido en prisión —repuso

Kit, encogiéndose de hombros—. Tanis prometió al oficial de la guardia que se hacía responsable del kender, así que no tuvo más remedio que ir a ocuparse del asunto.

—Allí está el templo, donde brilla esa fuerte luz —señaló Raistlin con la esperanza de que su hermano se diera cuenta de la indirecta y olvidara el tema—. Sugiero que giremos por esta calle —propuso, indicando la calle de los Mesoneros.

—Pero ¿está en prisión Tas? —insistió Caramon.

—Si no lo está ya, pronto lo estará —respondió Kit con una sonrisa y un guiño—. No dije una gran mentira.

—Creía que te gustaba Tanis —comentó Caramon en voz queda.

—¡Oh, vamos, Caramon, crece de una vez! —replicó, exasperada, la mujer-—. Por supuesto que me gusta Tanis, más que cualquier otro hombre que conozco. ¡Pero que me guste un hombre no significa que tenga que llevarlo pegado a mí a todas horas! Además, tienes que admitir que Tanis es un tanto aguafiestas. En una ocasión capturé vivo a un goblin y quise divertirme un poco, pero Tanis dijo que...

—Creo que éste es el templo —intervino Raistlin.

El templo de Belzor era un edificio grande e impresionante, construido con granito extraído de las cercanas montañas Kharolis y transportado hasta Haven sobre narrias tiradas por bueyes. Al haberse levantado con precipitación carecía de gracia o belleza. Era de planta cuadrada, desproporcionadamente bajo y rematado con una tosca cúpula.

El edificio no tenía ventanas. Unas burdas figuras esculpidas de cobras de anteojos adornaban las paredes de granito. El edificio se había diseñado para servir a unos propósitos muy funcionales: como casa de varios clérigos y sacerdotisas que trabajaban en nombre de Belzor y como lugar donde celebrar ceremonias para honrar a su dios.

Unos veinte clérigos se alineaban en dos filas en el exterior del templo, formando un pasillo por el que encaminaban a los fieles y curiosos hacia la puerta abierta. Los clérigos sostenían antorchas encendidas y se mostraban amistosos y sonrientes, invitando a todos a entrar y presenciar el milagro de Belzor. A cada lado de la puerta se habían instalado seis grandes braseros de hierro con las patas forjadas a semejanza de serpientes retorcidas. Estaban llenos de carbón sobre el

que, por el olor, se había espolvoreado incienso. Las llamas ardían con fuerza, lanzando al aire nocturno chispas y humo impregnado de un olor excesivamente intenso.

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