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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (41 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Raistlin casi se echó a reír.

—¡Bienvenido seas a la poca vida que me queda, archimago!

Siguió tendido en el suelo, con la mejilla apoyada en la fría piedra. ¿Deseaba sobrevivir? La Prueba se había cobrado un precio muy alto, uno del que quizá nunca conseguiría recuperarse.

Su salud había sido siempre precaria y, si sobrevivía, su cuerpo sería como cristal quebradizo que se mantendría de una pieza sólo merced a su gran fuerza de voluntad.

¿Cómo iba a vivir así? ¿Quién cuidaría de él?

Caramon. Caramon cuidaría de su débil gemelo.

Raistlin contempló fijamente la luz roja y titilante de Lunitari.

No podía imaginar una clase de vida así, dependiendo de su hermano. Era preferible la muerte.

Una figura se materializó en las sombras del corredor, una figura que iluminó la luz de Solinari.

«Se acabó —pensó—. Esta es la prueba final. Un reto al que no sobreviviré.»

Casi agradeció que los magos acabaran con su sufrimiento.

Tendido en el suelo, indefenso, observó la oscura figura que se iba acercando. Por fin llegó junto a él. Sentía la presencia de un ser vivo, el latir de un corazón. Notó que se inclinaba sobre él y, en un movimiento reflejo, cerró los párpados.

—¿Raist?

Unos dedos frescos se posaron sobre su carne febril.

—¡Raist! —sollozó la voz—. ¿Qué te han hecho?

—Caramon —dijo el joven mago, pero no oyó sus propias palabras. Tenía la garganta lacerada, en carne viva, por el humo y el vómito.

—Voy a sacarte de aquí —dijo su hermano.

Unos fuertes brazos pasaron bajo el cuerpo de Raistlin. El joven mago percibió el familiar olor a sudor y cuero, oyó el conocido crujir de la armadura, el golpeteo de la espada contra la piedra.

—¡No! —Raistlin intentó apartarse y empujó el macizo pecho de su gemelo con una débil y temblorosa mano—.

¡Déjame, Caramon! ¡Mi Prueba no ha terminado! ¡Déjame! —Su voz era un graznido ininteligible que se ahogó en una violenta arcada.

Caramon levantó a su hermano y lo acunó entre sus brazos.

—Nada merece la pena este sufrimiento, Raist. Descansa.

Pasaron bajo la mano plateada y, a su blanca luz, Raistlin vio lágrimas, húmedas y relucientes, en las mejillas de su gemelo.

Hizo un último intento.

—¡No me dejarán salir, Caramon! —Boqueó con esfuerzo para coger aire suficiente para hablar—. Intentarán detenernos. Sólo estás consiguiendo ponerte también tú en peligro.

—Que vengan —repuso Caramon, sombrío. El guerrero siguió corredor adelante con pasos firmes, sin prisa.

Raistlin se dejó llevar, impotente, con la cabeza apoyada en el hombro de Caramon. Por un instante se permitió sentirse reconfortado por la fuerza de su hermano, pero al instante estaba maldiciendo su propia debilidad, maldiciendo a su gemelo.

«¡Terco! —dijo para sus adentros Raistlin, sin fuerzas para pronunciar las palabras en voz alta—. ¡Obstinado y grandísimo tonto! Ahora moriremos los dos. Y tú, naturalmente, morirás protegiéndome. ¡Incluso en la muerte estaré en deuda contigo!»

En ese momento oyó a su hermano lanzar una exclamación ahogada y notó que aflojaba el paso, de modo que levantó la cabeza.

Al final del corredor flotaba la cabeza sin cuerpo de un viejo. Raistlin escuchó unas palabras susurradas:

Si tu coraza está hecha de escoria...

Un profundo rugido resonó en el pecho de Caramon. Era su grito de guerra.

—¡Mi magia puede destruirlo! —protestó el joven mago cuando su gemelo lo dejó en el suelo con delicadeza. Era mentira, ya que no tenía fuerza siquiera para sacar un conejo de un sombrero, pero no estaba dispuesto a dejar que su hermano combatiera sus batallas, sobre todo contra el viejo. El era quien había hecho un trato y quien había sacado beneficio de él, de modo que también debía ser él quien pagara el precio.

—¡Hazte a un lado, Caramon!

El guerrero no respondió y caminó hacia Fistandantilus, obstruyendo el campo visual de Raistlin.

El joven mago apoyó las manos en la pared y se incorporó poco a poco, con esfuerzo, hasta ponerse de pie. Estaba a punto de emplear las pocas fuerzas que le quedaban en un grito de advertencia a su hermano, pero no llegó a lanzarlo, pues la voz quedó ahogada en un jadeo de incredulidad.

Caramon había soltado sus armas y ahora, en lugar de la espada, sostenía en una mano una varita de ámbar, mientras que en la otra, la del escudo, empuñaba unos mechones de pelo de animal. Frotó entre sí los dos objetos al tiempo que murmuraba unas palabras mágicas. De la varita salió disparado un rayo que zigzagueó pasillo adelante y se descargó sobre la cabeza de Fistandantilus.

La cabeza soltó una carcajada y se abalanzó contra Caramon, que no se inmutó y siguió con las manos levantadas.

Volvió a musitar palabras arcanas y se disparó un segundo rayo.

La cabeza del viejo explotó en una llamarada azul. Un débil grito de frustración y rabia sonó en algún plano distante, pero murió repentinamente.

El corredor estaba vacío.

—Ahora saldremos de aquí —dijo con satisfacción Caramon mientras guardaba la varita y el puñado de pelo en un saquillo que colgaba de su cinturón—. La puerta está un poco más adelante.

—¿Cómo... cómo lo has hecho? —preguntó, estupefacto, Raistlin, que se apoyaba en la pared para sostenerse.

Caramon se detuvo, alarmado por la intensa y salvaje mirada de su gemelo.

—¿Hacer qué?

—¡La magia! —gritó, fuera de sí, Raistlin—. ¡El conjuro!

—Ah, eso. —Caramon se encogió de hombros y esbozó una sonrisa tímida, casi de disculpa—. Siempre he podido hacerlo. —Su expresión se tornó seria, solemne—. Casi nunca necesito recurrir a la magia, teniendo la espada y esas cosas, pero estás muy malherido y no quería perder el tiempo luchando contra el espectro con esas armas convencionales.

No te preocupes, Raist. Por mí, puedes seguir considerándote el especialista en esa simple disciplina. Como te he dicho antes, casi nunca necesito utilizarla.

«¡Imposible! —se dijo Raistlin para sus adentros, esforzándose para razonar con claridad—. Caramon no puede haber adquirido en unos momentos lo que a mí me ha costado años de estudio. ¡No tiene sentido! Algo raro pasa...

¡Piensa, maldita sea! ¡Piensa!»

No era el dolor físico lo que le nublaba la mente, sino ese otro dolor interno, tan conocido, que lo despedazaba por dentro con sus emponzoñadas garras. Caramon, el fuerte, el bueno, el amable, el franco, el honrado. El amigo de todos.

No como Raistlin, el enfermizo, el enclenque... El Taimado.

—La magia era todo cuanto tenía, lo único mío de verdad —dijo Raistlin, hablando claramente, pensando claramente por primera vez en su vida—. Y ahora también me lo has quitado.

Valiéndose de la pared como apoyo, Raistlin levantó las manos y unió los pulgares. Empezó a murmurar unas palabras, las que invocarían la magia.

—¡Raist! —Caramon retrocedió—. Raist, ¿qué estás haciendo? ¡Oh, vamos, me necesitas! Cuidaré de ti, como he hecho siempre... ¡Raist, soy tu hermano!

—¡Yo no tengo ningún hermano!

Bajo la fría y dura capa de roca bullía y burbujeaba la envidia como lava fundida. Las sacudidas resquebrajaron la roca, y los abrasadores celos, al rojo vivo, fluyeron por su cuerpo y brotaron a través de sus dedos extendidos. El fuego estalló, rugiente, y envolvió a Caramon.

El guerrero gritó mientras intentaba extinguir las llamas a golpes, pero no había modo de escapar a la magia. Su cuerpo se retorció, se encogió con el fuego, se convirtió en el cuerpo de un viejo marchito. Un viejo vestido con Túnica Negra de cuyo cabello y barba salían volutas de humo.

Fistandantilus, extendida la mano, caminó hacia Raistlin.

—Si tu armadura es de escoria —musitó—, encontraré la grieta.

Raistlin no podía moverse ni defenderse. El conjuro había consumido hasta el último vestigio de su energía.

Fistandantilus llegó ante él; los negros ropajes del viejo eran jirones de tinieblas, su carne estaba putrefacta, los huesos se veían a través de la piel. Tenía las uñas largas y afiladas, como las de un cadáver, y en sus ojos brillaba el radiante calor que antes anidaba en el alma del joven mago, el mismo calor que había hecho volver a la vida al muerto. Un talismán con un rubí colgaba del cuello descarnado.

La mano del viejo tocó el pecho de Raistlin, acarició su carne, hostigadora, martirizante. Fistandantilus hundió la mano en el pecho del joven y aferró su corazón.

Al igual que el soldado moribundo cierra las manos crispadas en torno al mango de la lanza que le ha atravesado el cuerpo, Raistlin asió la muñeca del viejo y ciñó los dedos a su alrededor con fuerza, un cepo que ni la propia muerte podría aflojar.

Atrapado, Fistandantilus bregó para soltar los dedos de Raistlin, pero no podía liberarse mientras mantuviera aferrado el corazón del joven.

La blanca luz de Solinari, la roja de Lunitari y la negra de Nuitari —una luz que Raistlin podía ver ahora— convergieron en su borrosa visión, contemplándolo fijamente como un ojo.

—Podrás tomar mi vida —dijo el joven mago, manteniendo su presa en torno a la muñeca de Fistandantilus al igual que éste aferraba su corazón—, pero a cambio me servirás.

El ojo parpadeó y se apagó.

7

¿Mató a su propio hermano? —Antimodes repitió la información que Par-Salian acababa de darle, y lo hizo con incredulidad.

Antimodes no había tomado parte en la Prueba de Raistlin; tanto el maestro como el mentor de un iniciado tenían prohibido participar en ella. Antimodes se había encargado de las de otros jóvenes magos; la mayoría lo había hecho bastante bien y todos la habían superado, mas ninguna había sido tan dramática como la de Raistlin. El archimago había lamentado no poder presenciarla; hasta que oyó esto.

Ahora estaba conmocionado y profundamente afectado.

—¿Y se le dio la Túnica Roja? Amigo mío, ¿estás en tu sano juicio? ¡No concibo un acto más perverso!

—Mató una imagen ilusoria de su gemelo —hizo hincapié Par-Salian—. Tú también tienes un hermano, ¿me equivoco? —preguntó con una sonrisa significativa.

—Sé a lo que te refieres y, sí, ha habido veces en que me habría gustada ver a mi hermano envuelto en llamas, pero hay un largo trecho entre pensar una cosa y llevarla a cabo.

¿Sabía Raistlin que era una ilusión?

—Cuando le hice esa pregunta —contestó el jefe del Cónclave—, me miró a los ojos y dijo en un tono que jamás olvidaré: «¿Acaso importa?».

—Pobre joven —suspiró Antimodes—. Pobres jóvenes, debería decir, ya que el otro gemelo presenció su propio fratricidio.

¿Realmente era necesario hacer eso?

—Así lo consideré. Aunque parezca extraño y a pesar de ser el más fuerte físicamente de los dos, Caramon depende mucho más de su hermano que Raistlin de él. Tenía la esperanza de que con esta demostración se cortara ese malsano vínculo, que Caramon se convenciera de que necesita construir su propia vida. Pero me temo que mi plan no ha tenido éxito. El joven ha exonerado completamente a su hermano aduciendo que Raistlin estaba herido, que no estaba en su sano juicio en ese momento y que, por lo tanto, no era responsable de sus actos. Y ahora, para complicar más las cosas, Raistlin es más dependiente que nunca de su gemelo.

—¿Cómo está de salud?

—Nada bien. Vivirá, pero sólo porque su espíritu es fuerte, mucho más que su cuerpo.

—Así que finalmente hubo un encuentro entre Raistlin y Fistandantilus, y el joven accedió al trato. ¡Ha entregado su energía vital a ese horrendo parásito!

—Hubo un encuentro y un trato —reiteró cautelosamente Par-Salian—. Pero creo que esta vez Fistandantilus no consiguió lo que esperaba.

—¿Y Raistlin no recuerda nada?

—Nada en absoluto. Fistandantilus debe de haberse ocupado de que sea así. No creo que quiera que el joven lo recuerde.

Puede que Raistlin accediera al trato, pero él no murió como les ocurrió a los otros. Algo lo mantuvo vivo y desafiante. Si alguna vez lo ocurrido vuelve a su memoria, creo que será Fistandantilus quien estará en grave peligro.

—¿Y qué cree el muchacho que le ocurrió?

—La propia Prueba destrozó su salud, le dejó unas secuelas en el corazón y los pulmones que lo atormentarán durante el resto de su vida. Lo achaca al combate contra el elfo oscuro, y yo no consideré oportuno sacarlo de su error. Si le hubiera dicho la verdad, no me habría creído.

—¿Consideras factible que alguna vez descubra la verdad?

—Sólo cuando llegue a conocer la verdad sobre sí mismo, si es que llega a hacerlo. Tiene que afrontar y admitir la oscuridad que lleva dentro de sí. Le he proporcionado los ojos indicados para hacerlo, si es que quiere: las pupilas en forma de reloj de arena de la hechicera Raelana. De ese modo, contemplará el paso del tiempo en todo aquello que mire. Ante esos ojos, la juventud se marchita, la belleza se aja, las montañas se deshacen en polvo.

—¿Y qué esperas conseguir con esa tortura? —demandó Antimodes, furioso, pensando que realmente el Cónclave se había excedido.

—Resquebrajar su arrogancia, enseñarle a tener paciencia.

Como ya he dicho, darle la habilidad de ver dentro de sí en caso de que mire hacia su interior. Habrá poca felicidad en su vida —admitió Par-Salian, que agregó—, pero presagio que tampoco la habrá para nadie en Ansalon. Sin embargo, lo compensé por lo que consideras mi crueldad.

—No he dicho que...

—Ni necesitas hacerlo, amigo mío. Sé lo que opinas. Le he entregado a Raistlin el Bastón de Mago, uno de nuestros artefactos más poderosos. Aunque pasará bastante tiempo antes de que el joven descubra su verdadero poder.

—De modo que ahora ya tienes tu espada. —La acritud de Antimodes era evidente: no quería que lo apaciguaran.

—El metal aguantó el fuego —repuso gravemente Par- Salian—, y salió templado y válido, con un excelente filo.

Ahora el joven tendrá que practicar, deberá aguzar las aptitudes que necesitará en el futuro y aprender otras nuevas.

—Ningún miembro de Cónclave lo tomará de aprendiz si piensa que está vinculado de algún modo con Fistandantilus.

Ni siquiera los Túnicas Negras. No se fiarían de él.

¿Cómo va, pues, a aprender?

—Sospecho que encontrará un maestro. Una dama ha puesto su atención en él, con un enorme y profundo interés.

—No será Ladonna, ¿verdad? —inquirió Antimodes, ceñudo.

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