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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (4 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Para empezar, creó a los kenders —agregó Flint con voz lúgubre—.

Y, por si eso fuera poco, a los enanos gullys. A mi modo de ver, creo que Reorx es, como yo, un viajero. Hay otros mundos a los que tiene que atender y parte hacia allí.

Igual que él, dejo mi casa durante el verano, pero siempre regreso en otoño. Y mi hogar sigue aquí, esperándome. Nosotros, los enanos, sólo tenemos que esperar a que Reorx vuelva de sus viajes.

—Nunca lo había enfocado de ese modo —dijo Sturm, impresionado por la noción—. Quizás es la razón por la que Paladine abandonó a nuestra gente, porque tenía otros mundos de los que ocuparse.

—Yo no estoy tan seguro de ello —adujo Raistlin, pensativo—.

Sé que esto puede parecer absurdo, pero ¿y si en lugar de marcharos de vuestra casa resulta que un día despertáis y os encontráis con que ha sido la casa la que os ha dejado?

—Esta casa seguirá estando aquí mucho después de que yo haya desaparecido —rezongó Flint, pensando que el joven estaba haciendo un comentario desdeñoso sobre su trabajo.

—No me refería a eso, señor —aclaró Raistlin con un atisbo de sonrisa—. Sólo me preguntaba si... A mí me parece... —Hizo una pausa para encontrar las palabras que expresaran exactamente su idea—. ¿Y si los dioses no se han ido en ningún momento? ¿Y si están aquí, esperando simplemente a que nosotros regresemos a ellos?

—¡Bah! Reorx no estaría desperdiciando su tiempo ganduleando, sin darnos a los enanos algún tipo de señal. Somos sus elegidos, ¿sabes? —afirmó Flint con orgullo.

—¿Y cómo sabéis que no os ha dado alguna señal, señor?

—inquirió fríamente Raistlin.

La pregunta puso en apuros al enano. Desde luego, él no lo sabía de cierto. Hacía años que no había vuelto a su tierra, a las colinas. Y, a despecho de que viajaba por esta región de punta a cabo, no había tenido realmente mucho contacto con otros enanos. ¡A lo mejor Reorx había regresado, en efecto, y los enanos de Thorbardin guardaban en secreto su vuelta!

—Sería muy propio de ellos, malditas sean sus barbas y sus barrigas —masculló.

—Y, hablando de barrigas, ¿nadie tiene apetito? —preguntó de modo lastimoso Caramon—. Yo me muero de hambre.

—Eso es imposible —manifestó, tajante, Sturm.

—Pues claro que sí —protestó Caramon—. No he comido nada desde el desayuno.

—Me refería a lo que ha dicho tu hermano —repuso Sturm—. Paladine no puede estar en el mundo presenciando las penalidades que los míos se ven forzados a soportar y no interceder.

—Por lo que he oído, los tuyos presenciaron con bastante tranquilidad las penalidades padecidas por quienes estaban bajo su dominio —replicó secamente Raistlin—. Quizá se debiera a que eran responsables de casi todas ellas.

—¡Eso es mentira! —gritó Sturm mientras se incorporaba de un salto y apretaba los puños.

—Vamos, vamos, Sturm, Raist no quería decir... —empezó Caramon.

—¿Insinúas que los caballeros solámnicos no estuvieron implicados activamente en la persecución de los hechiceros? —preguntó Raistlin con fingida sorpresa—. Entonces supongo que, simplemente, los magos se hartaron de vivir en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y por eso huyeron de allí temiendo por sus vidas.

—Raist, estoy seguro de que Sturm no tenía intención de...

—Algunos lo llaman persecución. ¡Y otros extirpar de raíz al Mal! —adujo Sturm, sombrío.

—Es decir, ¿que equiparas la magia con el Mal? —inquirió Raistlin con una calma que no presagiaba nada bueno.

—¿Acaso no es lo que piensa la mayoría de la gente sensata? —contestó bruscamente Sturm.

—No creo que hayas dicho eso en serio, ¿verdad, Sturm? —Caramon se había puesto también de pie y tenía apretados los puños.

—En Solamnia tenemos un refrán: «Si te escuece...»

Caramon lanzó un torpe puñetazo a Sturm; éste lo esquivó y respondió con otro que alcanzó a su oponente en la boca del estómago. Caramon se tambaleó al tiempo que soltaba un resoplido, y Sturm aprovechó el impulso para echarse sobre él mientras descargaba más puñetazos. Los dos jóvenes cayeron sobre el arcón de madera, que se desbarató, y la loza que guardaba se hizo añicos, pero ellos siguieron dándose de puñetazos en el suelo.

Raistlin no se movió de su asiento junto a la chimenea, limitándose a contemplar la escena con tranquilidad mientras sus finos labios esbozaban una sonrisa. A Flint le perturbó su frialdad hasta el punto de quedarse paralizado un momento en lugar de parar la pelea. Raistlin no parecía preocupado ni alarmado ni impresionado. El enano habría pensado que el joven había provocado el incidente por divertirse si no fuera porque no parecía que estuviera disfrutando con el espectáculo. Su sonrisa no era jocosa, sino ligeramente despectiva, y su actitud denotaba desdén.

—Esos ojos suyos me ponen la piel de gallina —le diría más tarde Flint a Tanis—. Hay algo en él que apunta una gran sangre fría; ya sabes a lo que me refiero.

—No estoy seguro de entenderlo. ¿Quieres decir que ese joven provocó deliberadamente que su hermano y su amigo se enzarzaran agolpes?

—Bueno, no exactamente —reflexionó el enano—. La pregunta que me hizo fue sincera, de eso no me cabe duda. Empero, tenía que saber cómo afectaría a un solámnico una conversación sobre dioses y todas esas puntadas sobre la magia. Y, si existe un caballero andante aunque no lleve armadura, ése es el joven Sturm que, como solemos decir, nació con la espada a la cadera.

»Pero ese tal Raistlin... —El enano sacudió la cabeza—.

Tengo la impresión de que le gustó saber que podía hacer que se pelearan a pesar de ser muy buenos amigos.

—¡Eh, vosotros! —gritó Flint al caer de repente en la cuenta de que iba a quedarse sin muebles si no ponía fin a la refriega—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¡Me habéis roto los platos! ¡Dejadlo ya! ¡He dicho que basta!

Viendo que los dos jóvenes no le hacían caso, el enano tomó cartas en el asunto. Una rápida y diestra patada en la rótula lanzó rodando a Sturm, que empezó a mecerse atrás y adelante con gesto de dolor mientras se aferraba la rodilla y se mordía los labios para no gritar.

Flint agarró un puñado del largo y rizoso cabello de Caramon y le propinó un brusco y fuerte tirón. El joven aulló e intentó, sin éxito, soltarse del enano. Flint tenía una mano de hierro.

—¡Miraos! —dijo el enano con desprecio a la par que propinaba otro tirón de pelo a Caramon y lanzaba una segunda patada a Sturm—. Parecéis dos goblins borrachos.

¿Quién os enseñó a luchar? ¿Vuestra abuelita? Los dos me sacáis más de un palmo de estatura, puede que dos en el caso del joven gigantón, y aquí estáis, tirados en el suelo con el pie de un enano sobre vuestro pecho. Levantaos, los dos.

Avergonzados y con los ojos lacrimosos por el dolor, los dos jóvenes se incorporaron lentamente. Sturm se sostenía sobre un solo pie, sin decidirse a apoyar el peso en la rodilla magullada. Caramon apretó los ojos y dio un respingo mientras se frotaba el cuero cabelludo y se preguntaba para sus adentros si no tendría una buena calva.

—Lamento lo de los platos —farfulló.

—Sí, lo lamento sinceramente, señor —dijo Sturm de corazón—. Os resarciré por los daños, desde luego.

—Yo haré algo más que eso. Pagaré lo que se ha roto —ofreció Caramon.

Raistlin no dijo nada, porque ya estaba contando y apartando dinero del ganado en la feria.

—Y tanto que lo pagaréis —manifestó Flint—. ¿Qué edad tenéis?

—Veinte —respondió Sturm.

—Dieciocho —dijo Caramon—. Raistlin también tiene dieciocho.

—Y piensas convertirte en un caballero —comentó el enano, mirando a Sturm. Sus ojos se volvieron hacia el otro joven—.

Y tú, muchachote, supongo que pretendes ser un gran guerrero y poner tu espada al servicio de algún noble, ¿no es así?

—¡Exacto! —Caramon estaba boquiabierto—. ¿Cómo lo sabéis?

—Te he visto por la ciudad, llevando ese espadón. Y mal colocado, todo sea dicho de paso. Bien, pues aquí estoy para dejaros claras unas cuantas cosas a los dos: con que los caballeros echen una ojeada a tu persona y a tu modo de luchar, Sturm Brightblade, se pondrán a reír hasta caerse de espaldas.

Y en cuanto a ti, Caramon Majere, no podrías ofrecer tus servicios como espadachín ni a mi anciana abuela.

—Sé que tengo mucho que aprender, señor —respondió, envarado, Sturm—. Si viviera en Solamnia, sería escudero de un noble caballero y aprendería mi oficio de él. Pero no es ése el caso. Estoy exiliado aquí. —Su tono era amargo.

—En Solace no hay nadie que pueda enseñarnos —protestó Caramon—. Esta ciudad es demasiado tranquila.

Nunca ocurre nada. Podríamos tener al menos un ataque de goblins, para animar las cosas.

—Muérdete la lengua, jovencito. No sabes valorar lo que tienes. En cuanto a lo del instructor, lo estás mirando.

—Flint se golpeó con el pulgar en el pecho.

—¿Vos? —Los dos jóvenes no parecían muy convencidos.

—Os planté el pie encima, ¿no? —dijo el enano, atusándose la barba con complacencia—. Además —añadió, alargando el dedo hacia Raistlin y dándole un golpecito en las costillas que hizo brincar al joven—, quiero charlar con el lector de libros de sus puntos de vista sobre muchos asuntos.

Nada de dinero —añadió el enano al advertir la mirada que intercambiaban los gemelos y adivinando lo que estaban pensando—. Podréis pagarme haciendo algún trabajo para mí. Y podéis empezar yendo a la posada para comprobar qué ha pasado con ese condenado kender.

Como si sus palabras lo hubieran conjurado, la puerta se abrió bruscamente, impulsada por el «condenado» kender.

—Traigo la sidra y una empanada de hígado que alguien no quería, y... ¡Oh, vaya! ¡Lo sabía! —Tasslehoff contempló tristemente los pedazos de loza y el arcón roto.

»¿Ves lo que pasa, Flint, cuando no estoy yo? —manifestó mientras sacudía el copete con aire circunspecto.

3

Al regreso de los viajes estivales de Flint, la inverosímil amistad entre los jóvenes humanos, el enano y el kender floreció como la mala hierba en la estación lluviosa, según palabras de Tasslehoff. Flint se ofendió porque lo llamara «mala hierba», pero admitió que Tas tenía razón. El gruñón enano siempre había sentido debilidad por la gente joven, en especial por los que no tenían amigos y estaban solos.

Había entablado una relación amistosa con Tanis el Semielfo cuando conoció al joven en Qualinesti, donde vivía; era un huérfano que ninguna de las dos razas veía como perteneciente a la suya. Para los elfos, Tanis era demasiado humano y viceversa. Lo habían criado en la casa del Orador de los Soles, el cabecilla de Qualinesti, y creció con los hijos del orador. Uno de ellos, Porthios, odiaba a Tanis por su condición demasiado. Pero ésa era otra historia. Baste decir que Tanis se había marchado del reino elfo hacía algunos años y acudió a pedir ayuda a la primera persona —la única— que conocía en el mundo fuera de Qualinesti: Flint Fireforge. Tanis era un negado en cuanto se refería a trabajar el metal, pero tenía buena cabeza para los números y un aguzado sentido para el negocio. Pronto descubrió que Flint estaba vendiendo sus mercancías muy por debajo de su valor. Se estaba timando a sí mismo.

—La gente estará bien dispuesta a pagar más por un trabajo artesanal de alta calidad —le había dicho al enano, que se aterrorizó al pensar que podría perder su clientela—. Ya lo verás.

Resultó que Tanis tenía razón y Flint prosperó, para gran asombro del enano. Los dos se convirtieron en socios. Tanis empezó a acompañar al enano en sus viajes estivales, alquilaba la carreta y los caballos, instalaba el puesto en las ferias locales, acordaba citas con la gente acomodada para mostrar la mercancía de Flint en privado.

Entre ambos nació una profunda y firme amistad, y Flint le pidió al semielfo que se mudara a su casa, pero Tanis adujo que la casa del enano era un poco pequeña e incómoda para alguien de su talla. No obstante, el hogar del semielfo se encontraba muy cerca, construido entre las ramas de un vallenwood. Sus únicas disputas —y en realidad no eran tal sino una controversia— se debían a los viajes periódicos de Tanis a Qualinesti.

—Vuelves hecho unos zorros de ese sitio —argumentaba Flint sin andarse por las ramas—, y estás de mal humor durante una semana. No te quieren ver por allí, eso lo han dejado bien claro. Trastornas sus vidas y ellos trastornan la tuya, así que lo mejor que puedes hacer es limpiarte el barro de Qualinesti de tus botas y no regresar jamás.

—Tienes razón, por supuesto —admitía Tanis, pensativo—.

Y cada vez que me marcho de allí juro que no volverá nunca. Pero hay algo que tira de mí. Cuando oigo la música de los álamos en mis sueños, sé que ha llegado el momento de regresar a casa. Y Qualinesti es mi casa. Eso no pueden negármelo por mucho que les gustaría poder hacerlo.

—¡Bah! ¡Eso es el elfo que hay en ti! —resoplaba Flint—.

¡Música de los álamos! ¡Boñigas de caballo! Yo no he vuelto al hogar desde hace cien años, y no me habrás oído dar la murga con la música de los nogales, ¿verdad?

—No, pero te he oído hablar con añoranza de un buen aguardiente enano —lo pinchaba Tanis.

—Eso es completamente distinto —replicaba Flint sagazmente—.

Ahí estamos hablando del fluido vital. Me sorprende que Otik no parezca ser capaz de realizar la receta. Se la he dado en varias ocasiones, pero debe de ser por estos hongos locales, o lo que los humanos consideran hongos.

A despecho de los argumentos de Flint, Tanis partió ese otoño para Qualinesti y estuvo ausente durante la fiesta de Yule. Las fuertes nevadas cayeron sin pausa, de manera que empezó a temer que no estaría de regreso hasta la primavera.

Flint siempre se había sentido un poco solo cuando Tanis no estaba, aunque el enano se habría cortado la barba antes de admitirlo. La aparición de Tasslehoff y su imprevisto traslado a la casa aliviaba un poco esa soledad, aunque, también en este caso, Flint se habría cortado la barba antes de admitir tal cosa. La animada charla del kender ahuyentaba el siendo, aunque el enano siempre le ponía fin, irritado, Cuando descubría que empezaba a estar demasiado interesado.

Adiestrar a los jóvenes humanos a componérselas en una Lucha le daba a Flint una sensación de verdadero logro. Les enseñó los pequeños trucos y habilidades aprendidas en toda una vida de enfrentamientos con ogros y goblins, ladrones y salteadores, y otras amenazas que arrostraban quienes viajaban por las peligrosas calzadas de Abanasinia. Le gustaba esta sensación de satisfacción tan semejante a crear una pieza excepcional de orfebrería.

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