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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (7 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Son muchas piezas para que las lleve uno solo.

Deslizó tímidamente su mano en la suya.

El roce de la joven fue como una llamarada que le recorriera el cuerpo, muy semejante al fuego de la magia, sólo que más abrasadora. Este fuego consumía, mientras que el otro acrisolaba.

Bajaron uno al lado del otro por la larga rampa hasta el suelo. La zona estaba todavía en penumbra, ya que el sol apenas empezaba a filtrarse a través de los brillantes renuevos.

Miranda y Raistlin recogieron las piezas de tela lentamente, sin prisa. El joven dijo que esperaba que el rocío no hubiera dañado las telas. Miranda respondió que esa mañana no había habido rocío en absoluto y que un buen cepillado sería suficiente para dejarlas bien.

El la ayudó a doblar los largos paños, sujetando por un extremo mientras ella los envolvía por el otro. Cada vez que la tela quedaba enrollada, las manos de ambos se tocaban.

—Quería hablar contigo —manifestó Miranda, alzando la vista hacia él en uno de esos momentos en que estaban juntos, con la pieza de tela entre ambos. Los ojos de la chica, relucientes a través de un velo de pestañas rubiorrojizas, resultaban encantadores—. Salvaste a la hija de mi hermana.

Todos te estamos muy agradecidos.

—No tiene importancia —protestó Raistlin—. ¡Lo siento, no quería decir lo que dan a entender esas palabras! La pequeña es muy importante, por supuesto. Lo que quería decir era que lo que hice yo no tuvo importancia. Bueno, tampoco es eso. A lo que me refería era...

—Sé lo que querías decir —lo interrumpió Miranda, que le cogió las manos entre las suyas.

Dejaron caer la pieza de tela. Ella cerró los ojos y le ofreció los labios. El se inclinó sobre la muchacha.

—¡Miranda! ¡Ah, ahí estás! Deja de entretenerte, jovencita, y trae esas telas. Las necesito para el corpiño de la señora Fuentes.

—Sí, madre. —Miranda se agachó y recogió precipitadamente la tela, sin molestarse en enrollarla. Sujetando la pieza entre sus brazos, susurró suavemente, falta de aliento:

—Vendrás a visitarme alguna tarde, ¿verdad, Raistlin?

—¡Miranda!

—¡Ya voy, madre!

La joven se marchó en medio de un revuelo de faldas y telas ondeando tras ella.

Raistlin se quedó parado en el mismo sitio, como si le hubiera caído un rayo y sus pies se hubieran fundido con el suelo. Aturdido y deslumbrado, pensó en su invitación y en lo que significaba. Le gustaba. ¡Le gustaba! Miranda lo había escogido a él en lugar de a Caramon, a él entre todos los otros hombres de la ciudad que rivalizaban por ganarse su afecto.

Lo inundó una felicidad plena y limpia que rara vez experimentaba.

Se dejó arropar por ella, disfrutándola como la caricia de un cálido sol estival, y se sintió crecer al igual que las semillas recién plantadas. Construyó castillos en el aire ton tanta rapidez que, en cuestión de segundos, estaban listos para que se instalara en ellos.

Se vio a sí mismo como el reconocido favorito de la joven.

Para variar, Caramon lo envidiaría a él. Aunque tampoco importaba lo que su gemelo pensara porque Miranda lo amaba y era buena, dulce y maravillosa. Ella haría emerger lo bueno que había en su interior, expulsaría aquellos perversos demonios —celos, ambición, orgullo— que nunca dejaban de atormentarlo. Miranda y él vivirían encima de la tienda de tejidos. El no tenía ni idea de cómo se llevaba un negocio, pero aprendería por bien de ella.

Por ella renunciaría a su magia si se lo pedía.

Las risas de unos niños sacaron a Raistlin de su dulce ensueño.

Se le había hecho muy tarde y cuando llegara a la escuela recibiría un serio rapapolvo de maese Theobald.

Un rapapolvo que Raistlin aceptó tan humildemente, mirando al maestro con lo que casi podría definirse como una sonrisa afectuosa, que Theobald medio se convenció de que su más extraño y difícil alumno se había vuelto loco finalmente.

Esa noche —por primera vez desde que había empezado la escuela, sin contar con las ocasiones en que había estado enfermo— Raistlin no estudió sus conjuros. Olvidó regar las plantas medicinales; no reparó en que los ratones y el conejo revolvían la jaula, hambrientos, buscando la comida que no les había dado. Intentó comer, pero era incapaz de tragar bocado. Se alimentó de amor, un plato mucho más dulce y suculento que los servidos en el banquete de un emperador.

El único temor de Raistlin era que su hermano regresara antes de que cayera la noche, porque entonces tendría que perder el tiempo respondiendo toda clase de preguntas idiotas.

Tenía preparada una mentira, que la propia Miranda había hecho que discurriera: lo habían llamado para ocuparse de un niño enfermo. Y no, no necesitaba que Caramon lo acompañara como escolta.

Por fortuna su gemelo no volvió temprano a casa, algo que no era inusitado en la época de siembra, cuando el granjero Juncia y él se quedaban trabajando en los campos a la luz de las lunas.

Raistlin salió de la casa y echó a andar por las anchas pasarelas.

En su fantasía iba caminando por las nubes.

Se dirigió a la casa de Miranda, pero no para hacer una visita. Visitar a una joven soltera después de anochecer no sería correcto. Antes hablaría con su padre, obtendría su permiso para cortejar a su hija. Raistlin sólo iba para contemplar el lugar donde vivía ella con la esperanza de que, quizá, se presentara la ocasión de vislumbrarla a través de una ventana. La imaginaba sentada frente al hogar, inclinada sobre la labor de costura, soñando tal vez con él, al igual que él soñaba con ella.

La tienda de pañería estaba en el piso bajo de la casa, una de las más grandes de Solace. La planta baja estaba a oscuras, ya que la tienda cerraba al caer la noche, pero en el primer piso brillaban luces a través de las ventanas techadas en gablete.

Raistlin se quedó en la pasarela bajo la suave noche primaveral, contemplando en silencio las ventanas, esperando, confiando únicamente en vislumbrar sus bucles rubiorrojizos reflejándose en la luz. Entonces escuchó un ruido.

El sonido venía de abajo, de un cobertizo que había debajo del suelo de la pañería. Seguramente servía como almacén.

La idea de que algún ladrón había entrado en el cobertizo acudió de inmediato a su mente. Si conseguía atrapar al ladrón o, al menos, impedir el robo, dedujo, en su febril y novelesco estado de enamoramiento, que podría mostrarse merecedor del amor de Miranda.

Sin pensar ni por un momento que lo que se proponía hacer era peligroso, que no tenía medios para protegerse si se daba de bruces con un ladrón, Raistlin bajó por la rampa. Era fácil orientarse en la noche. Lunitari, la luna roja, estaba llena y arrojaba un fuerte resplandor que alumbraba sus pasos.

Al llegar al piso bajo se deslizó en silencio, sigilosamente, hacia el cobertizo. El candado colgaba suelto en la puerta, cuya hoja estaba cerrada. El cobertizo no tenía ventanas, pero una suave luz, apenas perceptible, brillaba a través del agujero de un nudo de la madera, a un lado. Definitivamente, había alguien dentro. Raistlin estuvo a punto de arremeter violentamente contra la puerta, pero prevaleció el sentido común incluso por encima del amor. Primero echaría un vistazo por el agujero para ver qué pasaba. Presenciaría las actividades delictivas del ladrón y entonces daría la alarma e impediría que el delincuente escapara.

Acercó el ojo al agujero.

A un lado había apilados rollos de telas, dejando un espacio libre en el centro. En ese hueco había una manta extendida y en un rincón lucía una vela sobre una caja. En la manta, indistinguibles en las sombras arrojadas por la titilante llama de la vela, dos personas se retorcían y jadeaban.

Rodaron hacia un punto donde caía la luz de la vela.

Unos bucles rojizos se desparramaron sobre un pecho blanco y desnudo. La mano de un hombre estrujó aquel seno a la par que gemía. Miranda rió quedamente y soltó un jadeo entrecortado. Su blanca mano recorrió la espalda desnuda del hombre.

Una espalda ancha y musculosa. La luz de la vela se reflejó en un cabello castaño y rizoso. La espalda desnuda de Caramon; el cabello húmedo de sudor de Caramon.

Caramon hundió el rostro en el cuello de Miranda y se puso a horcajadas sobre ella. Los dos rodaron, saliendo del círculo de luz. En la oscuridad se produjeron jadeos, movimientos acompasados, suspiros, risitas contenidas que se deshicieron en gemidos de placer.

Raistlin metió las manos en las mangas de la túnica. Temblando violentamente a pesar del cálido aire primaveral, regresó con rapidez y en silencio hacia la rampa, teñida de rojo por la clandestina y cómplice luz de Lunitari.

5

Raistlin corrió por las amplias pasarelas sin tener idea de dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. Lo único que sabía era que no podía volver a casa. Caramon regresaría después, cuando su placer estuviera saciado, y él no podía soportar ver a su hermano, aquella sonrisa satisfecha de autocomplacencia, y percibir el aroma de ella mezclado con la lujuria de él, prendidos todavía en su cuerpo.

Los celos y el asco le agarrotaban el estómago, haciendo que el amargo regusto de la bilis le subiera a la garganta. Medio cegado, débil y estremecido por la náusea, caminó y caminó sin ver y sin importarle por dónde iba, hasta que chocó contra una rama en la oscuridad.

El golpe en la frente lo dejó aturdido. Mareado, se agarró a la barandilla. Solo bajo la luna y las estrellas, las manos salpicadas con la roja luz del astro, tembloroso y sacudido por la intensidad de sus emociones, deseó que Caramon y Miranda estuvieran muertos. Si en ese instante hubiera sabido un conjuro con el que abrasar la carne de los amantes hasta convertirla en cenizas, Raistlin lo habría ejecutado.

En su mente veía con meridiana claridad el fuego envolviendo el cobertizo de la pañería, las llamas —chisporroteando rojas, anaranjadas y blancas— consumiendo la madera y los cuerpos que había dentro, ardiendo, purificándose...

Una sorda punzada dolorosa en las manos y las muñecas lo devolvió a la realidad bruscamente. Bajó la vista hacia sus manos, los nudillos blancos a la luz de la luna. Se dio cuenta de que se había puesto enfermo por el hedor y el charco que había a sus pies. No recordaba haber vomitado pero, al parecer, le había venido bien porque ya no se sentía mareado ni con náuseas. La ira y los celos habían dejado de bullir dentro de él, envenenándolo.

Ahora podía mirar en derredor y ser consciente del entorno.

Al principio no reconoció nada. Después, lentamente, encontró una señal familiar en el paisaje y luego, otra. Sabía dónde estaba. Casi había atravesado Solace de punta a punta, aunque no recordaba haberlo hecho. Hacer memoria era como contemplar el núcleo de una conflagración.

Todo era fuego rojo y humo negro y cenizas grises arrastradas por el aire. Inhaló profunda, temblorosamente, y poco a poco aflojó los dedos crispados alrededor de la barandilla.

Cerca había un barril público lleno de agua. Todavía no se atrevía a meter nada en el estómago, pero se humedeció los labios y derramó agua sobre los tablones manchados por el vómito. Se alegraba de que nadie lo hubiera visto, que no hubiera nadie más por los alrededores. No habría soportado su compasión.

Al tiempo que se daba cuenta de dónde se encontraba, también fue consciente de que no debería estar allí. Esa zona de Solace no estaba considerada un lugar seguro. Las viviendas, de las primeras que se habían construido, eran poco más que chozas desvencijadas y abandonadas hacía mucho tiempo; sus habitantes habían prosperado y se habían mudado a otra zona mejor de la ciudad o se habían marchado de ella. Meggin la Arpía vivía cerca de allí, y también era en esa parte donde estaba El Abrevadero, que no debía encontrarse muy lejos.

El aire le llevaba el sonido de unas risas ebrias, pero de manera esporádica y apagada. La mayoría de la gente, hasta los borrachos, se había ido a la cama hacía mucho tiempo.

La noche estaba muy avanzada.

Caramon ya habría vuelto a casa a estas horas y probablemente estaría muerto de preocupación por no encontrar en ella a su gemelo.

«Bien, pues que se preocupe», se dijo Raistlin para sus adentros. Tendría que discurrir alguna excusa que justificara su ausencia, lo que no sería difícil. Caramon se tragaría cualquier cosa.

Raistlin estaba helado, exhausto y tiritando; había salido sin echarse encima la capa y había una buena caminata hasta casa. Empero, se quedó un poco más junto a la barandilla, recordando con inquietud el momento en que había deseado que su hermano y Miranda murieran. Fue un alivio para él poder decirse a sí mismo que no lo había pensado en serio, y de pronto fue capaz de apreciar las estrictas reglas y leyes que gobernaban el uso de la magia. Impaciente por obtener poder, nunca había entendido con tanta claridad la importancia de la Prueba, que se alzaba ante él como un portón de hierro interpuesto en su futuro, cerrándole el acceso a unos niveles más altos de la hechicería.

Sólo aquellos con la disciplina necesaria para manejar un poder tan inmenso obtenían el derecho a utilizarlo. Al revivir la intensidad de sus sentimientos —su deseo, su sensualidad, sus celos, su ira—, Raistlin se quedó espantado. El hecho de que su cuerpo —los anhelos y deseos de su carne— se hubiera impuesto tan completamente a su disciplina mental, lo asqueaba. En ese momento decidió que en adelante se mantendría en guardia contra unas emociones tan destructivas.

Reflexionando sobre esto, estaba a punto de emprender el camino de regreso a casa cuando oyó el sonido de pasos acercándose. Probablemente era la guardia de la ciudad que hacía su ronda nocturna. Viendo venir preguntas incómodas, reprimendas y quizás hasta una escolta para llevarlo a casa, se pegó al tronco del árbol, entre las sombras, lejos de la luz de Lunitari. Quería estar solo, no deseaba hablar con nadie.

La persona que se acercaba siguió avanzando y salió de la zona umbrosa al resplandor rojizo de la luna. Llevaba capa y el embozo bien echado sobre la cabeza, pero Raistlin reconoció a Kitiara de inmediato por su forma de andar, aquellas zancadas largas, rápidas e impacientes que nunca parecían llevarla a su destino lo bastante deprisa.

Pasó tan cerca del joven que Raistlin habría podido tocar la oscura capa con sólo alargar un poco la mano, pero se limitó a meterse aún más en las sombras. Kitiara era la persona que menos le apetecía ver en ese momento, y confió en que se alejara de los alrededores cuanto antes para poder regresar a casa; por lo tanto, se sintió extremadamente frustrado cuando la vio pararse junto al barril de agua.

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