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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (6 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Tanis vestía como un cazador, con un chaleco de cuero marrón, de manufactura elfa, camisa verde y calzas también marrones, así como las flexibles botas. Llevaba una espada ceñida a la cintura, además de un arco y una aljaba con flechas.

Su ascendencia elfa apenas se advertía, excepto quizá por la delicada estructura ósea de su rostro. Si tenía las orejas puntiagudas, no había modo de saberlo ya que las cubría el largo cabello de un color castaño rojizo. Su estatura era la de un elfo, pero con la corpulencia de un humano.

Era un hombre apuesto, joven en apariencia, pero con la seriedad y madurez de alguien mucho mayor. No era pues de extrañar que Kitiara se hubiera sentido atraída por él.

A su vez, Tanis observó atentamente a los gemelos, todavía sin salir de su sorpresa por la coincidencia.

—Kit y yo nos conocemos por casualidad en la calzada, nos hacemos amigos y, cuando llego a casa, resulta que sus hermanos y mis mejores amigos han entablado amistad.

¡Este encuentro tenía que estar predestinado, no puede ser de otro modo!

—El que un encuentro esté predestinado implica que algo importante tiene que salir de ello en el futuro. ¿Prevés que suceda tal cosa? —inquirió el joven aprendiz de mago.

—Yo... supongo que podría ocurrir —balbució el semielfo, desconcertado, sin saber muy bien qué respuesta dar—. En realidad, lo dije en broma. No tenía intención de...

—No hagas caso a Raist, Tanis —lo interrumpió Ki tiara—.

Es un intelectual insufrible. El único en la familia,

dicho sea de paso. Deja de ser tan serio, ¿quieres? —instó a su hermano menor en tono bajo—. Me gusta este hombre y no quiero que lo espantes.

Dedicó una sonrisa a Tanis, que respondió con otra.

Raistlin supo entonces que su hermana y el semielfo eran algo más que amigos. Eran amantes. El descubrimiento y la súbita imagen que acudió a su mente lo hicieron sentirse incómodo y azorado. De repente se despertó en él un profundo desagrado por el semielfo.

—Me alegra ver que habéis mantenido a mi viejo amigo Flint alejado de problemas, por lo menos —continuó Tanis quien, también azorado, procuraba cambiar de tema.

—Ja! ¡Alejado de problemas! —gruñó el enano—. A punto han estado de ahogarme; eso es lo que han hecho.

Tengo suerte de haber salido con vida.

La malhadada aventura del paseo en barca salió a relucir en ese mismo momento, y todos hablaron al mismo tiempo.

—Encontré la barca... —empezó Tasslehoff.

—Caramon, el muy majadero, se puso de pie...

—Sólo intentaba atrapar un pez, Flint...

—Volcó la condenada barca y nos dio un chapuzón a todos...

—Caramon se hundió como una piedra. Lo sé porque he lanzado montones de piedras al agua y todas se hundieron como él, sin hacer siquiera una burbuja...

—Estaba preocupado por Raist...

—Podía arreglármelas muy bien yo solo, hermano. Había una bolsa de aire debajo de la barca volcada y no corrí peligro ni por un instante, salvo por tener a un necio por hermano.

Mira que intentar coger un pez con las manos...

—... salté detrás de Caramon y lo saqué del agua...

—¡No fuiste tú, Flint! Caramon emergió por sí mismo.

Fui yo quien te sacó a ti del agua, ¿no lo recuerdas? ¿Te das cuenta de los líos en los que te metes sin mi ayuda...?

—Pues claro que me acuerdo, y no ocurrió como tú lo cuentas, maldito kender. Y te diré una cosa —manifestó Flint con énfasis, poniendo punto final a la historia—, no volveré a poner un pie en un bote en lo que me resta de vida. Ésa fue la primera vez y será la última, así lo quiera Reorx.

—Confío en que Reorx haga buena esa promesa —dijo Tanis, que palmeó afectuosamente el hombro de su amigo y se puso de pie para marcharse—. Voy a ver si mi casa sigue en pie. ¿Quieres acompañarme?

El semielfo hizo la pregunta a Flint, pero todos los ojos se volvieron hacia Kitiara.

—¡Yo voy! —exclamó con ansiedad Tas.

—No, de eso nada —intervino el enano, que agarró al kender por el cuello de la camisa y tiró de él hacia atrás.

—Tú vienes a casa con nosotros, ¿no, Kit? —preguntó Caramon con sorna.

—Quizá más tarde —repuso la mujer. Alargó la mano y cogió la de Tanis—. Mucho más tarde.

—Oh, cierra el pico —espetó, enojado, Raistlin cuando su gemelo quiso hablar de ello.

4

La primavera llegó a Solace y trajo con ella los capullos en flor, los corderillos recién nacidos y los pájaros anidando. La sangre, que en invierno se había enfriado y espesado, se tornó cálida y bulliciosa. Los jóvenes se pavoneaban, haciendo alardes, y las muchachas reían tontamente.

De todas las épocas del año la primavera era la que Raistlin detestaba más.

—Kit tampoco vino a casa anoche —comentó Caramon mientras desayunaban, e hizo un guiño cómplice.

Su hermano siguió comiendo el pan y el queso sin hacer comentario alguno. No estaba dispuesto a dar pie para que la conversación continuara por esos derroteros. Empero, a

Caramon no hacía falta que lo animaran.

—Su cama estaba intacta, pero apuesto a que sé en la de quién ha dormido. Aunque tampoco creo que durmieran mucho.

—Caramon —dijo fríamente Raistlin a la par que se levantaba de la silla, dejándose la mayor parte del desayuno—,

Eres un cerdo.

Llevó unas sobras de comida a los dos ratoncillos de campo que había capturado y que guardaba en una jaula, junto con el conejo amaestrado. Había desarrollado ciertas teorías respecto al uso de sus hierbas y consideraba juicioso probar dichas teorías con animales en lugar de hacerlo con sus pacientes. Era fácil cazar ratones y no costaba mucho mantenerlos.

Su primer experimento no había funcionado al haber sido víctima del gato del vecino. Había regañado a Caramon por dejar que el felino entrara en casa. Su hermano, al que le encantaban los gatos, prometió que jugaría fuera con el animal a partir de entonces. Los ratones estaban a salvo, y Raistlin se sentía muy satisfecho con los resultados de su último experimento. Metió las migajas entre los barrotes.

—Ya es bastante desagradable que nuestra hermana lleve una vida licenciosa para que además te pongas a hacer comentarios groseros al respecto —continuó al tiempo que daba agua fresca al conejo.

—¡Oh, vamos, Raist! —protestó su gemelo—. Kit no es una... Bueno, no es eso que dices. Se nota por el modo en que mira al semielfo que está enamorada de él. Y Tanis está loco por ella. Me cae bien. Flint me ha contado un montón de cosas sobre él. Dice que este verano Tanis me enseñará a usar la espada y el arco. Asegura que es el mejor arquero que haya existido. Dice que...

Raistlin dejó de prestar atención a su gemelo. Se limpió las migas de las manos y recogió sus libros.

—Tengo que marcharme —anunció, interrumpiendo desconsideradamente a su hermano a mitad de una frase—.

Llego tarde a la escuela. Te veré esta tarde, supongo. ¿O piensas mudarte con Tanis el Semielfo?

—Bueno, no, Raist. ¿Por qué iba a hacer eso? —repuso Caramon, demasiado candido para comprender el sarcasmo de su hermano—. ¿Sabes, Raist? Estar con chicas es muy divertido —continuó—. Nunca hablas con ninguna de ellas y hay más de una que te considera muy especial, por lo de la magia y todo lo demás. Y por haber curado de la tos ferina al bebé de los Hojaverde. Dicen que esa chiquitina habría muerto de no ser por ti, Raist. A las chicas les gusta ese tipo de cosas.

Su gemelo se paró en el umbral; un leve rubor de satisfacción tiñó sus mejillas.

—Sólo era una mezcla de té y una raíz sobre la que leí que se llama ipecacuana. Verás, la pequeña tenía que expulsar las flemas, y la mixtura de la raíz la hizo vomitar. ¿Las chicas...? ¿De verdad hablan de..., de esas cosas?

Para Raistlin las muchachas eran extrañas criaturas tan incomprensibles como un conjuro del libro de hechizos de algún archimago de alto rango, e igualmente inalcanzables.

Por el contrario, Caramon, que en otros temas era tan obtuso como un leño caído, hablaba con ellas, bailaba las populares danzas en redondel en los festivales con ellas, y hacía otras cosas con ellas; cosas con las que Raistlin soñaba en las oscuras horas de la noche, y esos sueños le dejaban una sensación de vergüenza, de estar sucio.

Claro que Caramon con su buena planta, su cabello rizoso, sus grandes ojos castaños y su apuesto semblante, resultaba atractivo a las mujeres.

Él no.

Las frecuentes enfermedades que todavía padecía lo dejaban delgado, huesudo, sin apetito. Tenía el mismo corte de cara y nariz que Caramon, pero en él los rasgos tenían una mayor suavidad, eran más afilados, lo que le confería la astuta y avisada apariencia de un zorro. Detestaba los bailes en redondel, considerándolos una pérdida de tiempo y energías, además de que lo dejaban sin aliento, con un doloroso pinchazo en el pecho. No sabía cómo hablar con las chicas ni qué decirles. Siempre tenía la sensación de que, aunque lo escuchasen con cortesía, tras aquellos relucientes ojos se reían en secreto de él.

—No creo que hablen de la ipe... ipe... ipecaca... como se llame esa planta de nombre tan largo —admitió Caramon—.

Pero una de ellas, Miranda, dijo que era maravilloso que hubieras salvado la vida de la pequeña. Es su sobrinita; ¿comprendes? Quería que te lo dijera.

—¿De veras? —musitó Raistlin.

—Aja. Miranda es preciosa, ¿verdad? —Caramon sol te un sonoro suspiro—. Es la chica más guapa que he visto nunca. ¡Anda! —exclamó al atisbar a través de la puerta abierta que el sol empezaba a salir—. Yo también tengo que marcharme. Empezamos a sembrar hoy, así que no regresaré a casa hasta después de anochecer.

Silbando una alegre melodía, Caramon cogió su morral y salió presuroso.

—Sí, hermano, tienes razón. ¡Es muy hermosa! —dijo Raistlin a la casa vacía.

Miranda era hija de un acomodado fabricante de paños que había llegado hacía poco a Solace para establecer allí su negocio.

Vestida con las telas más finas, cortadas y confeccionadas a la última moda, Miranda resultaba la mejor propaganda de su padre. Tenía el cabello largo, de un rubio rojizo, y le caía en bucles hasta la cintura. Elegante y recatada, frágil y encantadora, inocente y buena, era totalmente cautivadora, y Raistlin no era el único joven que la admiraba muchísimo.

El aprendiz de mago había fantaseado a veces que la muchacha había mirado en su dirección y que esa mirada era insinuante, pero siempre se decía que sólo era producto de su imaginación. ¿Cómo iba a interesarse por él? Cada vez que la veía, el corazón le latía muy deprisa, como si quisiera salírsele por la boca; la sangre le ardía y su piel se tornaba fría y húmeda. Su lengua, por lo general tan suelta, se le enredaba y sólo decía necedades, y su cerebro parecía volverse de serrín. Ni siquiera era capaz de mirarla a la cara. Cada vez que se encontraba con ella, le costaba trabajo retener la mano que quería ir hacia aquellos suaves bucles rojizos para acariciarlos.

Había otro factor. «¿Estaría tan interesado en esa joven si ella no se hubiera ganado también la admiración de Caramon? », se preguntó Raistlin. En lo más profundo de su mente surgió de inmediato la respuesta. «¡Sí!» Pero en el fondo seguía dándole vueltas a la idea, inquieto. ¿Qué demonio lo empujaba a esa constante competición con su propio gemelo? En cualquier caso, era una competición unilateral, ya que Caramon era ajeno a ella.

Raistlin recordó una historia que Tasslehoff les había contado sobre un enano que topó con un dragón dormido. El enano atacó a la bestia con hacha y espada, la golpeó durante horas hasta quedar exhausto. El dragón ni siquiera se despertó. Bostezando, la bestia rodó sobre sí misma en su sueño y aplastó al enano.

El joven sentía empatia por el enano del cuento; tenía la sensación de estar batallando contra su hermano continuamente, y todo para que Caramon rodara sobre sí mismo y lo aplastara sin ser siquiera consciente de ello. De los dos, su hermano era el más atractivo, el que mejor le caía a la gente, el que despertaba más confianza. Raistlin era «intelectual», como lo describía Kit, o «sutil», como lo llamó Tanis una vez, o «taimado», como lo apodaban sus condiscípulos. La mayoría de la gente toleraba su presencia sólo porque apreciaban a su gemelo.

«Por lo menos me estoy ganando cierta reputación como curandero», se dijo para sus adentros mientras caminaba por la pasarela, procurando respirar lo menos posible el fragante aire primaveral que siempre lo hacía estornudar.

Pero, no bien se encendió dentro de sí el fulgor de la satisfacción, proporcionándole cierta calidez, aquel infernal demonio suyo susurró amargamente: «Sí, y puede que eso sea todo cuanto consigas ser en la vida: un mago de segunda lila, un curandero enredado: con sus hierbas, mientras que tu hermano guerrero logra grandes hazañas, gana enormes recompensas y se cubre de gloria».

—¡Oh, caray! ¡Oh, vaya, por los dioses!

Sobresaltado, Raistlin se frenó en seco al caer en la cuenta de que acababa de tropezar con alguien. Había estado absorto en sus pensamientos, caminando apresuradamente para no llegar tarde y sin mirar por dónde iba.

Levantó la cabeza, a punto de mascullar una disculpa y pasar al lado de la persona con la que había topado, cuando vio que era Miranda.

—Oh, caray —repitió la joven, que echó una ojeada por el borde de la pasarela. Varias piezas de tela yacían desparramadas en el suelo, allá abajo.

—¡Cuánto lo lamento! —exclamó Raistlin. Debía de haber chocado de lleno contra ella, haciendo que tirara las piezas de paño que habían caído por el borde de la pasarela, desenrollándose en coloridas espirales hasta llegar al suelo.

Eso fue lo primero que pensó. El segundo pensamiento que le vino a la cabeza —y que lo puso aun más nervioso— fue el hecho de que la pasarela era lo bastante amplia para que cupieran cuatro personas, y ahora sólo había dos. Uno de ellos, al menos, debía de haber ido mirando por dónde iba.

—Es... espera aquí —balbució Raistlin—. Iré... Iré a recoger las telas.

—No, no, fue culpa mía —contestó la chica. Sus verdes ojos brillaban como los brotes nuevos de los árboles que extendían sus ramas sobre ellos—. Estaba observando a un par de gorriones que hacían un nido y... —Se ruborizó, con lo que pareció aun más hermosa—. No estaba mirando...

—Insisto —dijo firmemente Raistlin.

—Vayamos juntos, ¿de acuerdo? —se anticipó Mi randa—.

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