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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (8 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Esperó a que bebiera y se marchara, pero, aunque Kit utilizó el cuenco hecho con una calabaza que estaba atado al barril con una cuerda, no se movió; volvió a echar al agua el recipiente, que cayó con un chapoteo. Luego se cruzó de brazos y se recostó en el barril, al parecer esperando algo.

Raistlin estaba atrapado, sin poder abandonar su escondrijo en el árbol porque si salía a la claridad de la luna su hermana repararía en él. De todos modos, tampoco se habría marchado de poder hacerlo, porque ahora se había despertado su curiosidad. ¿Qué hacía Kitiara? ¿Por qué caminaba por las pasarelas de Solace a altas horas de la noche, y sola, ya que a su amante semielfo no se lo veía por ninguna parte?

Iba a reunirse con alguien, eso era evidente. Kit nunca había llevado bien lo de esperar, y ésta no era una excepción.

No hacía ni dos minutos que estaba allí cuando empezó a moverse con impaciencia; cruzó los pies, los descruzó, bebió otro trago de agua, y en más de una ocasión se asomó por la barandilla para echar una ojeada hacia abajo.

—Le daré otros cinco minutos —masculló.

No soplaba el aire, y Raistlin escuchó claramente sus palabras.

Sonaron unas pisadas procedentes de la dirección hacia la cual había atisbado Kitiara un momento antes. La mujer se irguió y su mano fue a la empuñadura de la espada.

La figura que se acercaba pertenecía a un hombre, también embozado en una capa, y que apestaba a cerveza. Incluso desde su posición, a menos de diez pasos de ellos, Raistlin podía oler la peste a alcohol del hombre. Kit encogió la nariz con repugnancia.

—¡Necio borracho! —lo increpó—. ¡Me tienes esperándote horas pasando frío mientras te pones hasta las cejas de ese matarratas, ¿no?! ¡Casi estoy por rajarte de parte a parte el odre hinchado de cerveza que tienes por barriga!

—No me he retrasado de la hora acordada para nuestro encuentro —repuso el hombre, cuya voz sonaba fría y, sorprendentemente, sobria—. En todo caso, me he adelantado.

Y nadie puede estar en una taberna, aunque sea un antro como El Abrevadero, sin beber. Aunque me alegra decir que la mayoría de ese espantoso brebaje que el tabernero tiene la temeridad de llamar cerveza está más sobre mí que dentro de mí. Al parecer, la camarera no le hace ascos a la bebida, y se las arregló para derramarme encima casi una jarra... ¿Has oído eso?

Raistlin había cambiado de posición ligeramente a fin de aliviar un repentino calambre en la pierna izquierda. Apenas había hecho ruido, pero el hombre lo había escuchado ya que el rostro oculto bajo el embozo se volvió en su dirección.

El brillo del acero centelleó a la luz de la luna.

El joven se quedó totalmente inmóvil, sin respirar siquiera.

No quería que su hermana lo sorprendiera espiándola. Kit se pondría furiosa y siempre había tenido la mano ligera cuando se encolerizaba. Ahora no se limitaría a unos simples cachetes, y, aun en el caso improbable de que se sintiera inclinada a la compasión con su «hermanito», no ocurriría lo mismo con el hombre cuya voz sonaba como un pedazo de hierro helado.

Empero, a pesar de que el miedo le estrujaba el estómago ya revuelto, Raistlin comprendió que su temor a ser sorprendido no era por el castigo, sino por perder la ocasión de descubrir uno de los secretos de Kit. Su hermana ya había tratado de arrastrarlo a su mundo, ponerlo bajo su influencia; el joven estaba seguro de que lo intentaría de nuevo y no estaba dispuesto a ser el subalterno de nadie. Algún día tendría que plantar cara a los deseos de su voluntariosa hermana, y entonces necesitaría todas las armas a su alcance para salir con bien del enfrentamiento.

—Tus orejas te engañan —dijo Kit al cabo de un momento de silencio, durante el cual los dos escucharon atentamente.

—Te digo que he oído algo —insistió el hombre.

—Entonces habrá sido un gato. Nadie viene aquí a estas horas de la noche. Ocupémonos de lo que nos interesa.

Raistlin atisbo el fugaz resplandor de la luz de la luna sobre la empuñadura de la espada de Kit; la mujer había retirado la capa a un lado para sacar un estuche de pergaminos que llevaba metido en el cinturón.

—¿Mapas? —preguntó el hombre mientras miraba de hito en hito el estuche.

—Compruébalo por ti mismo —respondió ella.

El individuo desenroscó la tapa y sacó varias hojas de papel, que extendió, desenrollándolas parcialmente, sobre la tapa del barril de agua; las examinó a la luz de la luna.

—Todo está ahí —dijo con complacencia Kit, que señaló con el dedo—. Aparte de otras cosas que tu señor me pidió.

Las defensas de Qualinesti están marcadas en el mapa principal con el número de puestos de guardia, cuántos vigilantes están apostados en cada uno, la frecuencia con que se realiza el cambio de guardia, el tipo de armas que llevan y cosas por el estilo. Recorrí toda la frontera de Qualinesti haciendo dos rondas completas por el perímetro. En otro mapa he marcado los puntos débiles de esas defensas y las posibles zonas de penetración, y he señalado las rutas de acceso más fáciles desde el norte.

—Es excelente —aprobó el hombre; enrolló las hojas de papel y volvió a guardarlas cuidadosamente en el estuche, que después metió por el borde de una de sus botas—. Mi señor se sentirá complacido. ¿Qué más has descubierto sobre Qualinesti? Me he enterado de que tienes un amante semielfo que nació en... ¡aaag!

Kit había agarrado las puntas de la cinta que cerraba la capucha del hombre y, dándole una experta vuelta, tiró del tipo hacia sí, medio estrangulándolo.

—¡No lo metas en esto! —instó en un tono frío y letal—.

Si crees que me rebajo acostándome con cualquier hombre para obtener información, estás muy equivocado, amigo mío. Y esa equivocación podría acarrearte la muerte si dices o haces algo que despierte sus sospechas en lo más mínimo.

El acero relumbró a la luz de la luna; Kit sostenía una daga en la otra mano. El hombre bajó la mirada hacia el arma un instante antes de volverla de nuevo a los ojos de la mujer, que centelleaban con más intensidad que la hoja de acero; alzó las manos con gesto apaciguador.

—Lo lamento, Kit. Mi comentario no llevaba ninguna intención.

Kitiara lo soltó. El tipo se frotó el cuello, donde la cinta

de la capucha se le había hincado.

—¿Cómo te escabulliste esta noche? —inquirió.

—Le dije que pasaría la velada con mis hermanos. Dame mi dinero.

El hombre rebuscó bajo su capa y sacó una bolsa que le tendió a la guerrera.

Kitiara la abrió, la sostuvo donde le daba luz, y calculó grosso modo la cantidad de dinero que contenía. Sacó una moneda grande, la examinó y después la metió entre la palma de la mano y el guante. Satisfecha, ató la bolsa del dinero al cinturón.

—Hay otras muchas de donde salieron éstas si acaso descubres algo más sobre Qualinesti y los elfos. Me refiero a información que obtengas mientras vas de acá para allá.

Nunca te preguntaré dónde has «metido la nariz».

La guerrera soltó una risita queda. Estaba de buen humor tras recibir el dinero.

—¿Cómo me pongo en contacto contigo? —quiso saber.

—Deja un mensaje en El Abrevadero. Haré una parada en ese antro cada vez que pase por aquí. Sin embargo, tenía entendido que pensabas emprender viaje hacia el norte muy pronto, ¿no?

—No lo creo. —Kit se encogió de hombros—. Por ahora me siento bastante satisfecha estando aquí. He de pensar en mis hermanos pequeños. —El hombre emitió un sonido burlón.

»Están llegando a la edad en que pueden sernos útiles —continuó Kit sin hacer caso de su sarcasmo.

Los he visto por la ciudad. Al corpulento quizá podríamos usarlo como guerrero, pero es torpe como un kobold y, por las apariencias, con tan pocas luces como una de esas bestezuelas. El otro, sin embargo, el mago... Me ha llegado el rumor de que tiene bastante talento. A mi señor le encantaría que se uniera a sus filas.

—¡Pues el rumor está equivocado! Raistlin es capaz de sacar una moneda de su nariz y ahí acaba su destreza. Pero veré qué puedo hacer.

Kit le ofreció la mano y el hombre se la estrechó, aunque no la soltó de inmediato.

—A lord Ariakas también le complacería que te unieras a nosotros, Kit. De forma permanente, se entiende. Serías un excelente comandante, según sus propias palabras.

La mujer retiró la mano que todavía sujetaba el hombre y la apoyó en la empuñadura de la espada.

—No sabía que su señoría me conociera tanto como para confiar de ese modo en mí —dijo maliciosamente—. Nunca nos hemos visto.

—Pues te conoce, Kit. De vista y por tu reputación. Está impresionado, y esto —el hombre señaló el estuche con los

planos— lo impresionará aun más. Está dispuesto a ofrecerte un lugar en su nuevo ejército. Es una gran oportunidad.

Algún día dominará todo Ansalon, y después será todo Krynn.

—¿De veras? —Kit enarcó una ceja, aparentemente impresionada—.

No apunta bajo en sus aspiraciones, ¿cierto?

—¿Y por qué iba a hacerlo? Cuenta con aliados poderosos.

Por cierto, eso me recuerda algo. ¿Qué piensas de los dragones?

—¡Dragones! —Kit no salía de su asombro—. Me parecen estupendos para aterrar a los niños, pero nada más. ¿A qué te refieres?

—No, a nada en particular. Tú no les temerías, ¿verdad?

—No le temo a nada en este mundo ni en el de más allá —repuso Kit, cuya voz tenía un peligroso timbre cortante—.

¿Alguien opina lo contrario?

—Nadie, Kit —contestó el hombre—. Mi señor nos ha oído a todos hablar de tu valor. Por eso es por lo que desea que te unas a nosotros.

—Aquí estoy muy bien, gracias —dijo Kit, desestimando la oferta con el gesto de encogerse de hombros—. Por el momento, al menos.

—Como gustes. La oferta sigue... ¡Por Takhisis, ahora sí que lo he oído!

Una incómoda comezón le recorría la parte posterior de las piernas a Raistlin, que había intentado cambiar los pies de postura y mover los dedos, en silencio, por supuesto.

Desdichadamente, la tabla sobre la que estaba parado se encontraba suelta y crujió escandalosamente cuando movió uno de los pies.

—¡Espía! —gruñó el hombre con aquella voz fría.

Un tremolar de la negra capa y un salto, y se plantó frente a Raistlin; su fuerte mano aferró la capa del joven. Las palabras mágicas de un hechizo volaron de la mente de Raistlin en alas del terror.

El hombre lo sacó a rastras de detrás del árbol, lo obligó a arrodillarse, y le retiró bruscamente la capucha. A continuación le agarró un puñado de cabello y tiró hacia atrás. La hoja de acero brilló rojiza a la luz de la luna.

—Esto es lo que les hacemos a los espías en Neraka.

—¡Detente, necio! —El brazo de Kitiara se descargó sobre la mano del hombre y la echó hacia atrás; la daga cayó sobre la pasarela.

El individuo se revolvió, furioso, contra ella, encendido por su ansia de sangre. La punta de la espada de Kit, a un par de centímetros de su garganta, se encargó de enfriar su ardor.

—¿Por qué me has detenido? No iba a matarlo. Al menos, de momento. Antes tiene que hablar. Necesito saber quién le paga para que me espíe.

—Nadie le paga para espiarte —aseveró Kitiara con sorna—. Si acaso, a quien espía es a mí.

—¿A ti? —El escepticismo del hombre era manifiesto.

—Es mi hermano.

Raistlin se sentó sobre los talones, con la cabeza gacha. La vergüenza y el azoramiento lo embargaban. Habría preferido morir que afrontar la cólera de su hermana y, lo que era peor, su desdén.

—Siempre ha sido un poco fisgón. Lo llamamos el Taimado.

¡Ponte de pie!

Abofeteó a Raistlin con fuerza. El joven percibió el sabor de la sangre en la boca.

Para su sorpresa, después de abofetearlo, Kitiara le rodeó el cuello con el brazo y lo estrechó contra sí.

—Eso por haberte portado mal —le dijo en tono risueño—.

Ya que estás aquí, Raist, voy a presentarte a un amigo mío. Se llama Balif, y lamenta haberte asustado de ese modo. Creía que eras un ladrón. ¿No es cierto que lo sientes, Balif?

—Oh , sí, lo lamento —respondió el hombre sin quitar ojo al joven.

Y es que estabas actuando como un ladrón, escondiéndote así en la oscuridad. Además ¿qué haces levantado a estas horas?

—Fui a casa de Meggin la Arpía —respondió Raistlin mientras se limpiaba la sangre del labio partido—. Había encontrado un zorro muerto y lo estuvimos diseccionando.

Kit encogió la nariz con asco y frunció el ceño.

—Esa mujer es una bruja. Deberías mantenerte alejado de ella. Bueno, hermanito —añadió de improviso—, ¿y qué piensas de lo que estábamos hablando Balif y yo?

Raistlin adoptó una expresión estúpida, imitando la de su gemelo cuando no entendía algo.

—Nada. —Se encogió de hombros—. Casi no oí nada.

Sólo pasaba por aquí y...

—Embustero —gruñó el hombre—. Oí un ruido cuan do empezamos la conversación, Kit. Ha estado ahí desde el principio.

—No, no es cierto, señor. —Raistlin empleó un tono conciliador—. Iba a pasar de largo, pero oí que mencionabais a los dragones y me paré a escuchar. No pude remediarlo. Siempre me han interesado las historias de los viejos tiempos, sobre todo las de los dragones.

—Eso es verdad —intervino Kitiara—. Siempre tiene la nariz metida en un libro. Es inofensivo, Balif. Deja de pero culparte. Vuelve de inmediato a casa, Raist, y no le cuentes a nadie que has estado con esa bruja.

La mirada del joven se quedó prendida en la de su hermana.

«Y no mencionaré a Tanis que has salido de noche para encontrarte con otro hombre», le prometió Raistlin en silencio.

La mujer sonrió. A veces los dos se entendían a la perfección.

—¡Vamos, lárgate! —Le dio un empujón.

Con los músculos agarrotados y doloridos, echó a andar por la pasarela. El miedo y la sangre le habían dejado en la boca un regusto amargo, un sabor que le revolvía el estómago.

Al oír el ruido de pasos y temiendo que Balif viniera tras él, Raistlin echó una ojeada hacia atrás.

Balif se marchaba rampa abajo, con la oscura capa ondeando a su espalda.

Kitiara había sacado la moneda guardada en el guante. La lanzó al aire y la cogió. Luego se asomó por la barandilla y gritó:

—¡Estaré en contacto!

Raistlin oyó la corta y fría risa del hombre. Los pasos siguieron descendiendo y finalmente dejaron de oírse cuando el hombre llegó al suelo.

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