La gente se piensa que los niños no saben nada. Uno se pregunta si los mayores fueron niños alguna vez.
Al final fui a parar a una granja muy bonita, en la Costa de Nácar, tras dos horas de esfuerzos infructuosos por dar con un restaurante en el campo, recientemente inaugurado, que me habían indicado, en los alrededores de Colleville y del cementerio americano. Siempre me ha gustado esa parte de Normandía. No por su sidra, sus manzanas, su nata y sus aves flambeadas al calvados, sino por sus playas desmesuradas, donde la bajamar deja al descubierto grandes extensiones de arena y donde de verdad he comprendido el significado de la expresión «entre cielo y tierra». Solía pasear largo rato por Omaha Beach, algo aturdido de soledad y de espacio, observaba a las gaviotas y a los perros que vagaban sin rumbo por la arena, me ponía la mano delante de los ojos, a modo de visera, para escudriñar un horizonte mudo, y me sentía feliz y confiado, esa escapada silenciosa me daba nuevas fuerzas.
Aquella mañana, una hermosa mañana de verano, clara y fresca, había dado mil vueltas de aquí para allá, con un mal humor creciente, en busca del restaurante de marras, perdiéndome por inverosímiles caminos entre valles en los que sólo conseguía indicaciones contradictorias. Terminé por tomar por una carreterita sin salida que moría en el patio de una granja construida con la piedra de la región, con un porche coronado por una imponente glicina, ventanas engullidas por geranios rojos y persianas recién pintadas de blanco. A la sombra de un tilo, delante de la casa, la mesa estaba puesta, y cinco comensales (cuatro hombres y una mujer) terminaban de almorzar. No conocían la dirección que yo buscaba. Cuando pregunté, resignado, por algún lugar no muy alejado donde poder comer algo, resoplaron, con una pizca de desprecio. «Como en casa de uno no se come en ningún sitio», dijo uno de los hombres, con un aire cargado de sobreentendidos. Aquel que yo suponía el amo del lugar apoyó la mano sobre el techo de mi coche, se inclinó hacia mí y me propuso con toda naturalidad que compartiera su almuerzo. Yo acepté.
Sentado bajo el tilo, cuyos efluvios tan deliciosos casi me quitaban el hambre, los escuché conversar ante los cafés con calvados mientras la campesina, una mujer joven y entradita en carnes con graciosos hoyuelos a cada lado de las comisuras, me servía sonriendo.
Cuatro ostras claras, frías, saladas, sin limón ni más condimentos. Las saboreé despacio, bendiciéndolas por el frío altivo con el que revestían mi paladar.
—Ah, ya sólo quedan éstas, había muchas, doce docenas, pero los hombres, cuando vuelven de la faena, comen como limas. —Se rió bajito.
Cuatro ostras sin florituras. Preludio total y sin concesiones, majestuoso en su tosca modestia. Un vaso de vino blanco seco, helado, afrutado con refinamiento —«¡un Saché, un primo nuestro de Touraine nos lo hace barato!».
Para abrir boca. Junto a mí, los hombres hablaban de coches con pasmosa facundia. Los que tiran. Los que no tiran. Los que van a regañadientes, los que se hacen de rogar, los que remolonean, los que crepitan, los que jadean, los que a duras penas pueden con las cuestas, los que derrapan en las curvas, los que avanzan a trompicones, los que echan humo, los que tienen hipo, los que tosen, los que se encabritan y los que se rebelan. El recuerdo de un Simca 1000 particularmente reacio se arroga el privilegio de un largo parlamento. Una verdadera porquería, cuando no se estropeaba por una cosa era por otra. Asienten todos con la cabeza, indignados.
Dos finas lonchas de jamón ahumado, suaves y ondulantes en sus lánguidos repliegues, mantequilla con sal y un pedazo de pan de hogaza. Una sobredosis de blandura vigorosa: incongruente pero exquisita. Otro vaso del mismo vino, del que ya nunca me separaré. Prólogo excitante, cautivador, que promete placer.
—Sí, hay mucha en el bosque —contestan a mi pregunta educada sobre la caza en la región—. De hecho —dice Serge (también están Claude y Christian, el dueño de la granja, pero no consigo atribuirle un nombre al cuarto)—, a menudo provoca accidentes.
Unos cuantos espárragos verdes, gordos, irresistiblemente tiernos.
—Son para entretenerlo mientras se calienta el resto —se apresura a decir la joven, pues cree sin duda que me extraño de un plato principal tan escaso.
—No, no —le digo—, si es una maravilla.
Una atmósfera exquisita, campestre, casi bucólica. Ella se sonroja y se marcha riendo.
A mi alrededor, la conversación se anima al centrarse en los animales que cruzan inopinadamente las carreteras del bosque. Mencionan a un tal Germain que al atropellar, una noche sin luna, a un jabalí audaz, creyéndolo muerto, en la oscuridad, lo mete en el maletero («¡Imaginaos, una ocasión así!») y se vuelve a poner en camino: mientras tanto, el animal se despierta despacio y empieza a agitarse en el maletero («venga a embestir dentro...») y, a fuerza de cabezazos, abolla el coche y se escapa, visto y no visto. Se ríen como niños.
«Restos» (hay como para un regimiento) de pinarda. Plétora de nata, de torreznos, un poquito de pimienta negra, patatas que, adivino, provienen de Noirmoutier —y ni pizca de grasa.
La conversación se ha desviado de su camino y toma ahora por los meandros sinuosos de los licores locales. Los buenos, los menos buenos y los que no hay quien se trague; los ilícitos, las sidras demasiado fermentadas, hechas con manzanas podridas, mal lavadas, mal machacadas, mal recogidas, los calvados de supermercado que parecen jarabe, y los de verdad, que te arrancan la boca pero perfuman el paladar. El de un tal Joseph suscita hermosísimas carcajadas: ¡un puro desinfectante, pero de digestivo nada!
—Lo siento —me dice la joven, que no habla con el mismo acento que su marido—, pero ya no nos queda queso, tengo que ir a la compra esta tarde.
Me entero entonces de que el perro de Thierry Coulard, un buen animal conocido por su sobriedad, cayó un día en la tentación de lamer un charquito que había bajo el tonel y, de la impresión o por envenenamiento, se quedó tieso, y si escapó a la muerte fue por su constitución, algo fuera de lo común. Se ríen tanto que se tienen que sujetar las costillas, y yo, tres cuartos de lo mismo.
Una tarta de manzana, masa fina, quebrada, crujiente, fruta dorada, insolente bajo el caramelo discreto de los cristales de azúcar. Me termino la botella. A las cinco, la joven me sirve el café con calvados. Los hombres se levantan, me palmean la espalda y me anuncian que se van a trabajar y que les alegrará verme si me quedo hasta la noche. Los abrazo como a hermanos y prometo volver algún día con una buena botella.
Ante el árbol centenario de la granja de Colleville, guiado por los jabalíes que embisten contra los maleteros para gran alborozo de los hombres que después cuentan la anécdota, conocí uno de mis mejores festines. Los alimentos eran sencillos y deliciosos, pero lo que devoré, hasta el punto de relegar ostras, jamón, espárragos y pularda al rango de accesorios secundarios, fue la truculencia de su forma de hablar, brutal en su sintaxis indecente pero cálida en su autenticidad juvenil. Saboreé las palabras, sí, las palabras que surgían de esa reunión de hermanos campesinos, esas palabras que son a veces más exquisitas que cualquier manjar. Las palabras: receptáculos que recogen una realidad aislada metamorfoseándola en un momento de antología, magas que cambian la faz de la realidad embelleciéndola con el derecho de ser memorable, conservada en la biblioteca de los recuerdos. Toda vida no lo es más que por la ósmosis de la palabra y porque la primera envuelve a la segunda en su traje de fiesta. Así, casi a mi pesar, las palabras de mis amigos improvisados, que nimbaron el almuerzo con una gracia inédita, constituyeron la sustancia de mi festín, y lo que yo aprecié con tanta alegría fue el verbo y no las viandas.
Me saca de mi ensimismamiento un ruido ahogado, que no engaña a mi oído.
Atisbo a través de los párpados entornados a Anna que se escabulle furtivamente hacia el pasillo. La facultad que tiene mi esposa de desplazarse sin caminar, sin alterar su progresión con el quiebro de los pasos, me ha hecho sospechar siempre que esa fluidez aristocrática ha sido creada sólo para mí. Anna... ¡si supieras qué éxtasis me embarga con el redescubrimiento de esa tarde lábil, entre aguardiente y bosque, en la que bebí a grandes tragos la eternidad de las palabras! Quizá ésa sea la fuerza de mi vocación, a medio camino entre el decir y el comer... Y el sabor, aún, me rehuye vertiginosamente... Los recuerdos me arrastran hacia mi vida provinciana...
Un caserón... Paseos por los campos... El perro correteando entre mis piernas, alegre e inocente...
Soy una Venus primitiva, una pequeña diosa de la fecundidad, de cuerpo de alabastro desnudo, caderas anchas y generosas, vientre prominente y unos senos pesados que me cuelgan hasta los muslos rollizos, apretados uno contra otro en una actitud de recato algo cómica. Más mujer que gacela: todo en mí invita a los placeres de la carne y no a la contemplación. Pese a todo, él me mira, no deja de mirarme, siempre que levanta los ojos de la hoja, siempre que medita y que, sin verme, posa largo rato su mirada oscura sobre mí. A veces, por el contrario, me escruta pensativo, trata de descubrir los secretos de mi alma de escultura inmóvil, siento que está a punto de entrar en contacto, de adivinar, de dialogar, pero de pronto renuncia bruscamente, y tengo la frustrante sensación de haber asistido al espectáculo de un hombre que se contempla en un espejo sin azogue sin sospechar que, al otro lado, alguien lo observa. Otras veces, me roza con las yemas de los dedos, palpa mis curvas de mujer plena, pasea las palmas de sus manos por mi rostro sin facciones, y yo siento en mi superficie de marfil su fluido de hombre difícil e indómito. Cuando se sienta ante su escritorio, tira del cordón de la gran lámpara de cobre, y un rayo de luz cálida inunda mis hombros, entonces resurjo de ninguna parte, renazco cada vez de esa luz creadora, así son para él los seres de carne y hueso que cruzan por su vida, ausentes para su memoria en cuanto les da la espalda y, cuando regresan al campo de su percepción, presentes de una presencia que él no comprende. A ellos también los mira sin verlos, los aprehende en el vacío, como un ciego que avanza a tientas e imagina asir algo cuando no hace sino palpar lo evanescente, abrazar la nada. Sus ojos perspicaces e inteligentes están separados de lo que ven por un velo invisible que traba su juicio, que vuelve opaco lo que, sin embargo, tan bien podría iluminar con su facundia. Y ese velo es su rigidez de autócrata consumado, sumido en la angustia perpetua de que el otro resulte ser algo más que un objeto que puede apartar de su visión cuando se le antoje, en la angustia perpetua de que el otro no sea, al mismo tiempo, una libertad que reconozca la suya... Cuando me busca sin jamás encontrarme, cuando se resigna por fin a bajar los ojos o a apoderarse del cordón para aniquilar la certeza de mi existencia, huye, huye, huye de lo insostenible: su deseo del otro, su miedo del otro.
Muere, viejo. No hay paz ni lugar para ti en esta vida.
En los inicios de nuestra vida juntos, no cesaba de fascinarme la elegancia con que bajaba sus cuartos traseros; bien apoyado sobre las patas, mientras su rabo acariciaba el suelo con la regularidad de un metrónomo, su tripita rosa y sin pelo formaba pliegues debajo de la pelusa de su pecho; entonces se sentaba vigorosamente y alzaba hacia mí sus pupilas de color avellana líquida en las que, tantas veces, me pareció ver algo más que simple apetito.
Tuve un perro. O más bien un hocico con patas. Un pequeño receptáculo de proyecciones antropomórficas. Un compañero fiel. Un rabo que se agitaba al compás de sus emociones. Un canguro sobreexcitado cuando convenía. Un perro, vaya.
Cuando llegó a casa, su cuerpecito gordo podría haber incitado a un enternecimiento beatífico; pero, pocas semanas después, la bola rechoncha se había convertido en un perrillo esbelto de hocico bien dibujado, ojos límpidos y luminosos, nariz audaz, pecho poderoso y patas fuertes. Era dálmata, y lo llamé Rhett, en honor a Lo que el viento se llevó, mi película fetiche, porque si yo hubiera sido una mujer, habría sido Escarlata —la que sobrevive en un mundo que agoniza. Su pelaje inmaculado, moteado de negro con parsimonia, era increíblemente suave; de hecho, el dálmata es un perro muy suave, tanto al tacto como a la vista. Pero no untuoso: no tiene nada de complaciente ni de empalagosa la simpatía inmediata que inspira su fisonomía, tan sólo hay en ella una gran propensión a la sinceridad afectuosa. Cuando, por añadidura, ladeaba el hocico, doblando hacia delante las orejas, que caían como gotas fluidas por sus morros colganderos, no lamentaba haber comprendido hasta qué punto el amor que se siente por un animal participa de la representación que se tenga de uno mismo, tan irresistible era mi perro en esos momentos. De hecho, no cabe duda de que al cabo de cierto tiempo de cohabitación, el hombre y el animal se terminan pareciendo mutuamente. Rhett, que, por lo demás, era algo maleducado, por no decir mucho, sufría en efecto de una patología nada singular. Calificar de glotonería lo que en su caso era más bien bulimia obsesiva sería desde luego faltar muy mucho a la verdad. Si caía al suelo la más mínima hoja de lechuga, el animal se precipitaba sobre ella de cabeza, en una zambullida extremadamente impresionante que coronaba deslizándose sobre las patas delanteras, y se la tragaba sin masticarla siquiera, en su pánico de ver sus deseos frustrados, y sólo después, estoy seguro, identificaba lo que tanto esfuerzo le había valido pescar. Su consigna sin duda debía de ser: primero se come y luego se comprueba, tanto que a veces yo me decía que poseía el único perro del mundo que otorgaba más valor al deseo de comer que al acto de hacerlo, pues la mayor parte de su actividad diaria consistía en estar allí donde pudiera esperar obtener algo de alimento. Su ingeniosidad no llegaba no obstante hasta el punto de inventar subterfugios para procurárselo; pero tenía el arte de ubicarse estratégicamente en el lugar exacto en que se pudiera robar alguna salchicha olvidada en la barbacoa, o una patata frita aplastada, vestigio de un aperitivo atropellado, allí donde pudiera escapar a la atención de los amos de la casa.
O lo que es más grave, esa incoercible pasión por comer se ilustró muy bien (aunque no sin cierto dramatismo) con ocasión de una Navidad en París, en casa de mis abuelos, en que el banquete, según una costumbre antediluviana, debía concluirse, como se debe, por el dulce típico, el tronco de Navidad, amorosamente elaborado por mi abuela. Era un simple bizcocho cilíndrico relleno de crema de mantequilla, café y chocolate —simple bizcocho tal vez, pero que tenía la magnificencia de las obras consumadas—. Rhett, activo y exultante, se divertía correteando por toda la casa, acariciado por unos y subrepticiamente alimentado por otros con alguna golosina que se dejaba caer al descuido sobre la alfombra a espaldas de mi padre. El animal efectuaba así, desde el principio de la comida, rondas regulares (el pasillo, el salón, la sala de estar, la cocina y de nuevo el pasillo, etc.) pautadas por generosas propinillas alimenticias. Fue la hermana de mi padre, Marie, la primera en notar su ausencia. Caí en la cuenta, al mismo tiempo que los demás, que efectivamente hacía un buen rato que no habíamos constatado la recurrencia del penacho blanco y agitado que sobresalía por encima de los sillones y mediante el cual reconocíamos que el perro pasaba por ahí. Tras un breve lapso de tiempo en el que comprendimos de muy brusca manera mi padre, mi madre y yo lo que probablemente se tramaba, nos pusimos en pie de un salto y nos precipitamos a la habitación donde, por prudencia, conociendo al bribón y su amor por las cocinas, mi abuela había dejado tan preciado postre.