Rapsodia Gourmet (4 page)

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Authors: Muriel Barbery

Tags: #Novela

BOOK: Rapsodia Gourmet
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Y todos se echaban a reír y me palmeaban la espalda mientras la prodigiosa pitanza aterrizaba ante mí. Yo ya no oía nada. Con los ojos exorbitados, miraba fijamente el objeto de mi deseo; la piel gris y reventada, surcada de largos rayajos negros, ya ni siquiera se adhería a los flancos que cubría. Mi cuchillo hendía el lomo del animal y dividía con tiento la carne blanquecina, asada en su punto, que se desprendía en láminas firmes, sin oponer la más mínima resistencia.

Hay en la carne del pescado a la brasa, desde la caballa más humilde hasta el salmón más refinado, algo que escapa a la cultura. Así debieron de sentir los hombres por primera vez que eran hombres, al aprender a asar el pescado, de esa manera en la que el fuego revelaba a un tiempo la pureza y el salvajismo esenciales del manjar. Decir de esta carne que es fina, que su sabor es sutil y expansivo a la vez, que excita las encías, a medio camino entre la fuerza y la suavidad, decir que la amargura ligera de la piel asada aliada a la untuosidad extrema de los tejidos firmes, poderosos y unidos entre sí que llenan la boca de un gusto venido de otro lugar que hace de la sardina asada un apoteosis culinario es evocar como mucho la virtud dormitiva del opio. Pues de lo que se trata aquí no es ni de fineza, ni de dulzura, ni de fuerza ni de untuosidad, sino de salvajismo. Hay que ser un alma fuerte para enfrentarse a este sabor; éste oculta dentro de sí, de la manera más exacta, la brutalidad primitiva en contacto con la cual se forja nuestra esencia de hombres. Hay que ser también un alma pura, que sepa masticar con brío, con exclusión de cualquier otro alimento; yo desdeñaba las patatas y la mantequilla salada que mi abuela dejaba junto a mi plato y devoraba sin tregua los jirones de pescado.

La carne es viril, potente, y el pescado, extraño y cruel. Viene de otro mundo, el de un mar secreto que nunca se nos descubrirá; da fe de la absoluta relatividad de nuestra existencia y, sin embargo, se entrega a nosotros, desvelando efímeramente un paraje desconocido. Saboreando esas sardinas asadas, cual autista al que nada, en ese momento, podía alterar, sabía que me hacía humano por esa extraordinaria confrontación con una sensación venida de otro mundo, que me enseñaba por contraste mi cualidad de hombre. Mar infinito, cruel, primitivo y refinado, tragamos con nuestras bocas ávidas los frutos de tu misteriosa actividad. La sardina asada nimbaba mi paladar con su bouquet directo y exótico, y yo crecía con cada caricia, con cada caricia en la lengua me elevaba de las cenizas marítimas de esa piel resquebrajada.

Pero tampoco es eso lo que ando buscando. He hecho aflorar a mi memoria sensaciones olvidadas, enterradas bajo la magnificencia de mis banquetes de monarca, he reanudado con los primeros pasos de mi vocación y he exhumado los efluvios de mi alma de niño. Y no es eso. El tiempo que me acucia ahora dibuja los contornos inciertos pero aterradores de mi fracaso final. No quiero renunciar. Hago un esfuerzo desmedido por recordar. ¿Y si, a fin de cuentas, lo que me desafía de esta manera ni siquiera fuera sabroso? De la misma manera que la abominable magdalena de Proust, esa excentricidad repostera dispersa, una tarde lúgubre y siniestra, en fragmentos esponjosos en —ofensa suprema— una cucharada de infusión, quizá en definitiva mi recuerdo no esté asociado más que a un alimento mediocre, y sólo la emoción a él vinculada conserve su valor y pueda tal vez revelarme un don de vivir que hasta ahora ha escapado a mi inteligencia.

(JEAN)
Café des Amis, distrito XVIII

Viejo pellejo purulento. Cerdo asqueroso. Revienta, revienta ya de una vez.

Revienta entre tus sábanas de seda, en tu habitación de pachá, en tu jaula de burgués, revienta, revienta, revienta ya. Al menos, nos quedará tu dinero, ya que no hemos gozado de tu favor. Toda tu pasturria de eminencia del papeo, que ya no te sirve para nada, que será para otros, tu pasta de ricachón, la pasta de tu corrupción, de tus actividades de parásito, toda esa comida, todo ese lujo, ah, qué desperdicio...

Revienta... Todos se afanan a tu alrededor —mamá, mamá que debería dejarte morir solo, abandonarte como tú la abandonaste a ella, pero no lo hace, se queda ahí, inconsolable, como si lo estuviera perdiendo todo. Es algo que nunca entenderé, esa ceguera, esa resignación y esa facultad que tiene de convencerse de que ha tenido la vida que quería, esa vocación de mártir, ah, joder, qué asco me da, mamá, mamá... Y luego está el cabronazo de Paul, con sus aires de hijo pródigo y su hipocresía de heredero espiritual, ahora estará arrastrándose junto a tu cama, ¿quieres que te traiga un cojín, tío, quieres que te lea algunas páginas de Proust, de Dante, de Tolstoi? No soporto a ese tío, el muy mierda, un burgués de tomo y lomo con sus aires de gran señor, pero luego el tío bien que se va de putas, que lo he visto yo, sí, sí, lo vi salir un día de un portal de la calle Saint-Denis... Ah, pero de qué sirve, de qué sirve volver a remover todo esto, remover mi amargura de niño mal querido y darle la razón: mis hijos son unos perfectos imbéciles, lo decía así, tranquilamente, delante de nosotros, todo el mundo se sentía incómodo menos él, ¡no entendía siquiera qué tenía de chocante no sólo decirlo sino incluso pensarlo! Mis hijos son unos perfectos imbéciles, pero sobre todo mi hijo Jean. Nunca haremos carrera de ellos. Pero sí, padre, sí que has hecho carrera de tus mocosos, no somos sino tu obra, nos has hecho picadillo, nos has cortado en pedacitos, nos has ahogado en una salsa rancia, y he aquí en lo que nos hemos convertido: en fango; somos unos fracasados, unos débiles, unos desgraciados. ¡Y sin embargo...! ¡Sin embargo podrías haber hecho dioses de tus hijos! Recuerdo lo orgulloso que me sentía cuando salía contigo, cuando me llevabas al mercado o a comer a un restaurante; yo era muy pequeño, y tú, tú eras tan grande, tu mano grande y cálida sujetaba con fuerza la mía, y tu perfil, visto desde abajo, ¡ese perfil de emperador, y esa melena de león! Qué aire más imponente el tuyo, yo me sentía feliz, feliz de tener un padre como tú... Y aquí estoy ahora, llorando, con la voz entrecortada y el corazón roto, hecho trizas; ¡te odio, te quiero y me odio a rabiar por esta ambivalencia, esta puta —ambivalencia que me ha destrozado la vida, porque no he dejado de ser tu hijo, porque nunca he sido otra cosa que el hijo de un monstruo!

Lo mortificante no es separarse de quienes te quieren, sino apartarse de quienes no te quieren. Y dedico toda mi triste vida a desear ardientemente el amor que me rechazas, ese amor ausente, oh, por Dios santo, ¿es que no tengo nada mejor que hacer que compadecerme de mi triste suerte de pobre niño mal querido? Sin embargo hay cosas mucho más importantes, yo también moriré pronto, y a nadie le importa una mierda, tampoco a mí porque, en este momento, él se está muriendo, y yo quiero a ese cabrón, lo quiero, ah, maldita sea...

EL HUERTO
Calle Grenelle, la habitación

La casa de mi tía Marthe, un viejo caserón engullido por la hiedra, tenía, por su fachada adornada por una ventana condenada, un aspecto como tuerto, que le iba que ni pintado al lugar y a su ocupante. La tía Marthe, la mayor de las hermanas de mi madre y la única que no había heredado apodo ninguno, era por esa misma razón una vieja solterona cascarrabias, fea y maloliente que vivía entre gallineros y conejeras, en un hedor inimaginable. En el interior de la vivienda, como no podía ser de otra manera, no había ni agua corriente, ni luz, ni teléfono ni televisión. Pero sobre todo, más allá de esas carencias de confort moderno a las que mi amor por las escapadas al campo me hacían indiferente, en su casa sufríamos una plaga tanto o más preocupante: no había nada en ella que no estuviera mugriento, nada que no se pegara a los dedos cuando éstos querían asir algún utensilio, o al codo que sin querer chocaba contra un mueble; hasta el ojo desnudo veía, literalmente, la película viscosa que lo cubría todo. Nunca almorzábamos ni cenábamos con ella y, felices de poder pretextar algún picnic imperativo («Con el buen tiempo que hace, sería un crimen no almorzar a orillas del Golotte»), nos marchábamos lejos, aliviados.

El campo. Toda mi vida la habré pasado en la ciudad, ebrio de los mármoles que pavimentan el vestíbulo de mi domicilio, de la alfombra roja que ahoga los pasos y los sentimientos, de los jarrones de Delft que adornan el hueco de la escalera y de las lujosas boiseries que revisten discretamente ese exquisito pequeño boudoir al que llaman ascensor. Cada día, cada semana, de vuelta de mis cenas y mis almuerzos en provincias, regresaba al asfalto, al barniz distinguido de mi residencia burguesa, encerraba mi sed de vegetación entre cuatro paredes atiborradas de obras de arte, olvidando siempre un poco más que he nacido para los árboles. El campo... Mi catedral verde... Mi corazón habrá entonado en ella sus cánticos más fervorosos, mis ojos habrán aprendido allí los secretos de la mirada, mi gusto, los sabores de la caza y del huerto, y mi nariz, la elegancia de los perfumes. Pues, pese a su nauseabunda madriguera, la tía Marthe poseía un tesoro. He conocido a los mejores especialistas de todo lo que concierne, de lejos o de cerca, al mundo del sabor. El que es cocinero sólo puede serlo plenamente movilizando sus cinco sentidos. Un manjar debe ser exquisito a la vista, al olfato, al gusto, por supuesto, pero también al tacto, que orienta la elección del chef en tantas ocasiones y desempeña su función en la fiesta gastronómica. Es cierto que el oído parece algo ajeno al asunto; pero no se come en silencio, como tampoco en medio del estruendo; todo sonido que interfiere con la degustación participa de ésta o la contraría, de tal manera que el comer es sin lugar a dudas un fenómeno quinesiológico. A menudo hube de participar en festines con algún que otro experto en aromas tentado por los olores que emanan de las cocinas después de haberlo estado por los que emigran de las flores.

Ninguno, jamás, podrá igualar la fineza del olfato de la tía Marthe. Pues la vieja gruñona era una Nariz, una de verdad, una bien grande, una inmensa Nariz que no sabía que lo era pero cuya inaudita sensibilidad no habría desmerecido de habérsele presentado competencia alguna. Así, esta mujer tosca, casi analfabeta, este desecho humano que atormentaba a cuantos la rodeaban con su hedor a podrido, había diseñado un huerto de efluvios paradisíacos. En un sabio laberinto de flores silvestres, madreselvas y rosas antiguas de tonalidades apagadas sabiamente cuidadas, un huerto espolvoreado de peonías de colores brillantes y de salvia azul, mi tía podía jactarse de cultivar las mejores lechugas de la región. Cascadas de petunias, ramilletes de lavanda, unos pocos arbustos de boj inalterables y una glicina ancestral en el frontón de la casa: de ese batiburrillo orquestado se desprendía lo mejor de ella misma, que ni la suciedad, ni las exhalaciones fétidas ni la sordidez de una existencia consagrada a la vacuidad alcanzaban a sepultar. Cuántas ancianas campesinas no habrá dotadas así de una intuición sensorial fuera de lo común, puesta al servicio de la jardinería, los brebajes de hierbas o los ragoûts de conejo al tomillo, y, genios desconocidos que son, cuando mueren su don permanece por todos ignorado —pues no es raro que no sepamos que lo que se nos antoja tan anodino e irrisorio, un huerto caótico en plena campiña, puede ser de las más hermosas obras de arte. En ese ensueño de flores y hortalizas, hacía crujir bajo mis pies cubiertos de tierra la hierba seca y frondosa del huerto y me dejaba embriagar por los perfumes.

Ante todo el de las hojas de geranio que, tumbado boca abajo entre los tomates y los guisantes, arrugaba entre los dedos, extasiado de placer: una hoja de acidez ligera, lo bastante intensa en su insolencia avinagrada pero no lo suficiente como para no evocar, a un tiempo, el limón confitado de delicado amargor y una pizca del olor agrio de las hojas de la tomatera, de las cuales conservan el aroma a la vez audaz y afrutado; esto exhalan las hojas de geranio, y de ello me embriagaba yo, tumbado sobre la tierra del huerto, con la cabeza en las flores, entre las cuales hundía la nariz con la concupiscencia del hambriento. Oh, magníficos recuerdos estos de un tiempo en el que yo era monarca de un reino sin artificios... Formando batallones enteros, legiones rojas, blancas, amarillas o rosa, que se alimentaban cada año de nuevos reclutas hasta convertirse en ejército de filas nutridas, los claveles se erguían orgullosos en las cuatro esquinas del patio y, por un milagro inexplicado, no se vencían bajo el peso de sus tallos demasiado largos, sino que los coronaban, briosos, con esa curiosa corola cincelada, absurda en su configuración ceñida y mohína que difundía a su alrededor una fragancia empolvada, como la que exhalan las mujeres hermosas que se engalanan para ir por la noche al baile...

Sobre todo, estaba el tilo. Inmenso, devoraba el espacio y amenazaba de año en año con sepultar la casa entera bajo sus ramas tentaculares, que mi tía Marthe se negaba obstinadamente a podar, sin que nadie lograra persuadirla. En las horas más calientes del verano, su sombra importuna ofrecía la más fragrante de las pérgolas.

Yo me sentaba contra el tronco en el banquito de madera carcomida y aspiraba a grandes bocanadas ávidas el olor a miel pura y aterciopelada que se escapaba de sus flores de oro pálido. Un tilo que emana deliciosos efluvios al caer la tarde es un embeleso que se imprime en nosotros de manera indeleble y, en lo más hondo de nuestro gozo de existir, traza un surco de felicidad que la tibieza sola de una noche de julio no alcanza a explicar. A fuerza de respirar a pleno pulmón, en mi recuerdo, un perfume que hace mucho tiempo ya que no ha rozado mi olfato, he comprendido por fin en qué consistía ese aroma; la complicidad de la miel y del olor tan particular que tienen las hojas de los árboles, cuando hace calor largo tiempo y están impregnadas del polvo de los días soleados, provoca esa sensación, absurda pero sublime, de beber en el aire un concentrado de verano. ¡Ah, los días soleados! El cuerpo, libre de la traba del invierno, siente por fin la caricia de la brisa sobre la piel desnuda, ofrecida al mundo, al cual se abre sin mesura en el éxtasis de una libertad recuperada... En el aire inmóvil, saturado por el zumbido de insectos invisibles, se ha detenido el tiempo... Los álamos, a orillas de los caminos de sirga, mezclan con los alisios la melodía del frufrú de sus verdes hojas, entre los reflejos cambiantes de luces y sombras... Una catedral, sí, una catedral de verdor deslumbrante, salpicada de sol, me envuelve con su belleza inmediata y clara... Hasta el jazmín, al anochecer, en las calles de Rabat no tendrá nunca tal poder evocativo... Le sigo la pista a un sabor asociado al tilo... Las ramas se mecen lánguidamente, una abeja liba donde ya casi no me alcanza la vista... Recuerdo...

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