Read Rapsodia Gourmet Online

Authors: Muriel Barbery

Tags: #Novela

Rapsodia Gourmet (5 page)

BOOK: Rapsodia Gourmet
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Lo cogió, ése entre todos los demás, sin un segundo de vacilación. Más tarde aprendí que ahí radica precisamente la excelencia, en esa impresión de facilidad y de evidencia cuando sin embargo sabemos que son necesarios siglos de experiencia, una voluntad de hierro y una disciplina de asceta. ¿De dónde le venía ese saber a mi tía Marthe, un saber hecho de hidrometría, radiación solar, maduración biológica, fotosíntesis, orientaciones geodésicas y mil otros factores que mi ignorancia no se aventurará a enumerar? Pues lo que el hombre corriente conoce por experiencia y por reflexión, ella lo sabía por instinto. Su discernimiento agudo barría la superficie del huerto, le tomaba el pulso climático, en una micra de segundo indescifrable para la comprensión normal del tiempo —pero ella sabía. Lo sabía con la misma seguridad y la misma naturalidad que si yo hubiera dicho: hace bueno; ella sabía cuál de esas pequeñas cúpulas rojas había que coger en ese preciso instante. Sobre su mano sucia y deformada por el trabajo de la tierra reposaba, carmesí en sus galas de seda tersa, surcada apenas por algunas depresiones más tiernas; contagiaba buen humor, el de una señora algo entrada en carnes, embutida en su vestido de fiesta pero cuyas encantadoras curvas compensan tal contrariedad y provocan en uno unas ganas irresistibles de morder con avidez. Repanchingado en el banco, bajo el tilo, yo despertaba de una siesta voluptuosa, mecido por el canturreo de las hojas y, bajo esa pérgola de miel dulce, mordía el fruto, mordía el tomate.

En ensalada, al horno, en un pisto, en mermelada, asados, rellenos, confitados, cherry, gordos y blandos, verdes y ácidos, acompañados de aceite de oliva, de sal gorda, con vino, azúcar, guindilla, triturados, pelados, en salsa, en compota, en espuma, en sorbete incluso: creía conocerlos a fondo y, en más de una ocasión, haber descubierto su secreto, al capricho de las crónicas que me habían inspirado los menús de los más grandes. Qué estúpido, cuán patético... Inventé misterios donde no los había, y lo hice para justificar un negocio lamentable. ¿Qué es escribir, por muy suntuosas que sean las crónicas, si no dicen nada de la verdad, si poco se preocupan del corazón, presas como están del placer de brillar? El tomate, sin embargo, lo conocía desde siempre, desde el huerto de la tía Marthe, desde el verano que alimenta la pequeña excrecencia enclenque con un sol cada vez más ardiente, desde la raja que abrían mis dientes para rociarme la lengua con un jugo pleno, tibio y rico, cuya generosidad esencial mitigan el frescor de las neveras, la afrenta de los vinagres y la falsa nobleza del aceite. Azúcar, agua, fruto, pulpa, ¿líquido o sólido? El tomate crudo, devorado en el huerto, recién cogido, es el cuerno de la abundancia de las sensaciones simples, una cascada que se dispersa en la boca y reúne en ella todos los placeres. La resistencia de la piel tersa, sólo un poco, lo justo nada más, la blandura de los tejidos, la suavidad de ese néctar, con sus pepitas, que resbala por la comisura de los labios y uno se limpia sin temor de mancharse los dedos, esa bolita carnosa que vierte en nosotros torrentes de naturaleza: eso es el tomate, toda una aventura.

Bajo el tilo centenario, entre perfumes y papilas, mordía los hermosos frutos púrpura escogidos por la tía Marthe, con el sentimiento confuso de tocar con los dedos una verdad esencial. Una verdad esencial, sí, pero tampoco es la que persigo a las puertas de la muerte. Está dicho que beberé esta mañana, hasta la última gota, la desesperación de extraviarme por otros caminos que los que me dicta el corazón.

Tampoco es el tomate crudo... pero he aquí que asoma otro fruto a mi memoria.

(VIOLETTE)
Calle Grenelle, la cocina

Pobre señora. Qué lástima da verla así, una auténtica alma en pena, ya ni siquiera sabe qué hacer. Es verdad que el señor está muy mal... ¡Ni siquiera lo he reconocido! Es increíble lo que se puede cambiar en un solo día —Violette, me dice la señora, quiere un plato, entiendes, quiere un plato, pero no sabe cuál. De primeras no me he enterado de lo que me quería decir. ¿Cómo, señora, quiere un plato o no lo quiere? Está pensando, piensa en qué le gustaría, me contesta, pero no da con ello. Y se retorcía las manos, a quién se le ocurre torturarse así por un plato cuando estás a punto de morir, si yo tuviera que morirme mañana, ¡no me preocuparía por comer, eso desde luego!

Yo aquí lo hago todo. Bueno, casi. Cuando llegué, hace treinta años, fue como asistenta. El señor y la señora acababan de casarse, tenían ciertos posibles, me imagino, pero tampoco muchos. Lo justo para contratar a una asistenta tres veces por semana. El dinero llegó después, mucho dinero, me daba perfecta cuenta de que la cosa iba muy deprisa, y que contaban con que llegara cada vez más, porque se mudaron a este piso tan grande, en el que siguen viviendo hoy, y la señora se metió en un montón de obras de reforma, estaba muy contenta, era feliz, saltaba a la vista, ¡y tan guapa! Entonces, cuando el señor alcanzó una situación muy buena, y estable, contrataron más servicio, y a mí la señora me dejó como «gobernanta», mejor pagada y a tiempo completo, para «supervisar» a los demás: la asistenta, el mayordomo, el jardinero (no hay más que una gran terraza, pero el jardinero tiene tarea de sobra; es mi marido, dicho sea de paso, así que nunca le faltará trabajo). Pero cuidado: que nadie piense que no doy un palo al agua, no paro en todo el día, tengo que hacer inventario, hacer listas, tengo que dar órdenes a diestro y siniestro, y la verdad sea dicha, no es que quiera hacerme la importante, pero si no fuera por mí, nada marcharía en esta casa.

Yo al señor lo aprecio mucho. Sé que tiene cosas que reprocharse, para empezar haber hecho tan desgraciada a la pobre señora, no sólo hoy sino desde el principio, siempre de viaje por ahí, y al volver no le preguntaba ni cómo estaba, siempre mirándola como si fuera transparente y haciéndole regalos como si fueran propinas. Por no hablar de cómo trataba a sus hijos. Me pregunto si vendrá Laura.

Antes creía que cuando fuera viejo todo se arreglaría, que terminaría por volverse más tierno, además están los nietos, que reconcilian a los padres con los hijos, uno no se puede resistir a los nietos. Aunque bueno, Laura no tiene hijos. Pero aun así.

Podría venir de todas formas...

Aprecio al señor por dos motivos. Primero porque siempre ha sido amable y educado conmigo, y con Bernard, mi marido. Más amable y educado que con su mujer y sus hijos. Así es él, tan ceremonioso para decirme: «Buenos días, Violette, ¿cómo se encuentra esta mañana? ¿Está mejor su hijo?», mientras que a su mujer hace veinte años que ni la saluda. Lo peor es que parece sincero, con ese vozarrón amable que tiene; no es un arrogante, en absoluto, siempre es muy educado con nosotros. Y me mira, presta atención a lo que le digo, sonríe porque siempre estoy de buen humor, porque siempre estoy ocupada haciendo algo, no descanso nunca, y sé que escucha mis respuestas porque me contesta cuando le pregunto a mi vez: «Y usted, señor, ¿cómo se encuentra esta mañana?» «Bien, bien, Violette, pero llevo mucho retraso acumulado en el trabajo, cada vez más, me tengo que marchar corriendo», y me guiña el ojo antes de desaparecer por el pasillo. Eso desde luego no se lo haría a su mujer. Le gusta la gente como nosotros, nos prefiere, es algo que se nota. Pienso que se siente más a gusto con nosotros que con toda esa gente de postín con la que se codea: se ve que le hace feliz gustarles, impresionarles, darles siempre más, mirar cómo lo escuchan, pero no es gente que a él le guste; no son de su mundo.

El segundo motivo de que aprecie tanto al señor es un poco difícil de decir... ¡porque se tira pedos en la cama! La primera vez que lo oí, no entendí de lo que se trataba, por decirlo de alguna manera... Y luego pasó otra vez, eran las siete de la mañana, el ruido venía del pasillo del saloncito donde el señor dormía a veces cuando volvía tarde por la noche, fue como un estallido, un pum, pero muy fuerte, ¡nunca había oído nada igual! Entonces comprendí lo que era, ¡y me entró una risa, qué risa, madre, qué risa! Estaba doblada en dos de la risa, tanto que me dolía la tripa, pero se me ocurrió la buena idea de irme a la cocina y me senté en el banco, ¡pensaba que no se me iba a pasar nunca la risa! Desde ese día me cae simpático el señor, simpático, sí, porque también mi marido se tira pedos en la cama (pero no tan fuertes, eso no). Como decía mi abuela, un hombre que se tira pedos en la cama es un hombre al que le gusta la vida. Y, no sé: eso hizo que lo viera como más cercano...

Yo sé muy bien lo que quiere el señor. No se trata de un plato, no es nada de comer. Es esa mujer guapa y rubia que vino por aquí hace veinte años, con un aire triste, una señora muy dulce y muy elegante, que me preguntó: «¿Está el señor en casa?» Yo le contesté: «No, pero la señora, sí.» Ella levantó una ceja, se veía a la legua que estaba sorprendida, entonces dio media vuelta y se marchó, y no la volví a ver, pero estoy segura de que había algo entre ellos, y de que si no quería a su mujer es porque echaba de menos a esa señora alta y rubia del abrigo de piel.

LO CRUDO
Calle Grenelle, la habitación

La perfección es el regreso. Por ello, sólo está al alcance de las civilizaciones decadentes: es en Japón, donde el refinamiento ha alcanzado cotas sin igual, en el corazón de una cultura milenaria que ha aportado a la humanidad sus más altas contribuciones, donde ha sido posible el regreso a lo crudo, realización postrera. Es en la vieja Europa, que, como yo, está sumida en una lenta agonía, donde se ha comido, por primera vez desde la prehistoria, carne cruda apenas aliñada con algunos aromas.

Lo crudo. ¡Cuán vano es creer que se resume en devorar sin más un producto no preparado! Labrar el pescado crudo es como labrar la piedra. Al novicio el bloque de mármol se le antoja monolítico. Si trata de apoyar el buril en cualquier lugar y golpearlo, se le escapará la herramienta de las manos, y la piedra, sin una sola muesca, conservará su integridad. Un buen marmolista conoce la materia. Presiente en qué lugar la muesca, ya presente pero a la espera de que alguien la revele, cederá bajo su asalto, y, con milimétrica precisión, ya ha adivinado cómo se dibujará la figura que tan sólo los ignorantes imputan a la voluntad del escultor. Éste, al contrario, no hace sino desvelarla —pues su talento no radica en inventar formas sino en hacer surgir aquellas que permanecían invisibles.

Los cocineros japoneses que conozco sólo se han convertido en maestros en el arte del pescado crudo tras largos años de aprendizaje, en los que la cartografía de la materia, poco a poco, se desvela en medio de la evidencia. Algunos, bien es cierto, tienen ya el talento de sentir, bajo los dedos, las líneas de falla por las cuales el animal así ofrecido puede transformarse en esos exquisitos sashimis que los expertos logran exhumar de las entrañas insípidas del pescado. Con todo, no devienen artistas hasta haber domeñado ese don innato y hasta haber aprendido que el instinto solo no basta: también se requiere destreza para sajar, discernimiento para preferir lo mejor y carácter para recusar lo mediocre. Ocurría a veces que el más grande de todos, el chef Tsuno, no extrajera de un gigantesco salmón más que un único pedacito en apariencia irrisorio. En esta cuestión, de hecho, la prolijidad no significa nada, la perfección lo ordena todo. Un pequeño fragmento de materia fresca, sola, desnuda y cruda: perfecta.

Lo conocí cuando ya era un hombre mayor, había desertado de sus propias cocinas y, detrás de la barra del bar, observaba a los clientes sin elaborar ya nada. Sin embargo, alguna vez, de tarde en tarde, en honor de algún invitado o una ocasión especial, retomaba su tarea —pero sólo para consagrarse a los sashimis. Estos últimos años esas ocasiones, que en sí ya eran excepcionales, se habían hecho cada vez menos frecuentes, hasta constituir acontecimientos extraordinarios.

Por aquel entonces yo era un joven crítico cuya carrera estaba sólo en sus prometedores inicios, y disimulaba una arrogancia que habría podido pasar por presunción y que sólo más tarde se reconocería como la señal de mi virtuosismo. Con fingida humildad tomé asiento, pues, en el bar del Oshiri, a solas, para una cena que anticipaba honrosa. Nunca en mi vida había probado el pescado crudo y esperaba que me procurara un placer nuevo. De hecho, nada en mi carrera de gastrónomo incipiente me había preparado para ello. Sólo se me venía a las mientes, sin comprender su significado, la palabra «terruño» —pero hoy sé que si hablamos en términos de terruño es sólo por la mitología que es nuestra infancia, y que si inventamos ese mundo de tradiciones arraigadas en la tierra y la identidad de una región es porque queremos solidificar, objetivar esos años mágicos, que precedieron, para no volver jamás, el horror de hacerse adulto. Sólo la voluntad encarnizada de que un mundo desaparecido perdure pese al paso del tiempo puede explicar esta creencia en la existencia de un «terruño» —es toda una vida la que pasó y no volverá, un agregado de sabores, olores y aromas dispersos que se sedimenta en los ritos ancestrales, en los platos típicos de cada lugar, crisoles de una memoria ilusoria que quiere convertir la arena en oro y el tiempo en eternidad. No hay gran cocina, antes al contrario, sin evolución, sin erosión ni olvido. Precisamente porque es elaboración sin tregua, y en esa elaboración se mezclan el pasado y el futuro, el aquí y el allá, lo crudo y lo cocido, lo salado y lo dulce, la cocina ha pasado a ser un arte, y puede seguir viviendo porque no se ha fosilizado en la obsesión de quienes no quieren morir.

Es, pues, decir poco que, entre guisos y potajes, yo llegaba virgen de todo contacto —pero no de todo prejuicio— con la cocina japonesa, al bar del Oshiri, donde se atareaba una legión de cocineros que ocultaba casi, al fondo a la derecha, a un hombrecillo encorvado sentado sobre una silla. En el restaurante, exento de toda decoración, de sala espartana y sillas austeras, reinaba un bullicioso jaleo, propio de los lugares donde la mesa y el servicio satisfacen de por sí a los comensales. No tenía nada de extraño. No tenía nada de particular. ¿Por qué lo hizo? ¿Acaso sabía quién era yo, acaso la pequeña reputación que yo empezaba a forjarme en el mundillo de la gastronomía había llegado hasta sus oídos de anciano hastiado? ¿Fue acaso por él? ¿O fue por mí? ¿Qué hace que un hombre maduro, de vuelta de todas sus emociones, pese a todo reanime en él la llama vacilante que, en una última exhibición, quema su fuerza viva? ¿Qué hay en la confrontación entre el que abdica y el que conquista: filiación o renuncia? Abismos del misterio —ni una sola vez posó su mirada sobre mí, salvo al final: unos ojos vacíos, devastados, que no transmitían nada.

BOOK: Rapsodia Gourmet
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