Rapsodia Gourmet (10 page)

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Authors: Muriel Barbery

Tags: #Novela

BOOK: Rapsodia Gourmet
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Hoy, por supuesto, ya no se trata de nada de eso. Hoy el Amo va a morir. Lo sé, oí a Chabrot decírselo, y cuando éste se marchó, el Amo me sentó en su regazo, me miró a los ojos (debían de ser muy patéticos estos pobres ojos míos cansados, porque que los gatos no lloren no quiere decir que no sepan expresar tristeza) y me dijo, apenado: «Nunca hagas caso de los médicos, querido.» Pero veo bien que es el final. El suyo y el mío, porque siempre he sabido que habríamos de morir juntos. Y ahora que su mano derecha reposa suavemente sobre mi cola dócil y que yo coloco mis almohadillas sobre el mullido edredón, me pongo a recordar.

Era siempre así. Oía su paso rápido sobre las baldosas de la entrada y, poco después, subía de dos en dos los peldaños de la escalera. Al instante, yo saltaba sobre mis patas de terciopelo, corría al vestíbulo y, en el kilim color ocre claro, entre el perchero y la consola de mármol, lo esperaba tranquilo.

Él abría la puerta, se quitaba la gabardina, la colgaba con un gesto seco, me veía al fin y se inclinaba hacia mí para acariciarme, sonriendo. Anna llegaba enseguida, pero él no alzaba los ojos hacia ella sino que seguía mimándome y palpándome con dulzura —«¿No ha adelgazado un poco este gato, Anna?», preguntaba con una sombra de inquietud en la voz. «No, querido, no.» Lo seguía hasta su despacho y realizaba para él su número preferido (juntaba las patas, saltaba y, sin ruido, con la flexibilidad del cuero, aterrizaba sobre el cartapacio de tafilete) —«Ah, gatito mío, ven aquí, ven y cuéntame lo que ha pasado en todo este tiempo... Sí, sí, si... Tengo un trabajo de locos... pero eso a ti te da igual, y mucha razón que tienes... Mmm, qué barriguita más suave... Anda, túmbate aquí, que tengo que trabajar...»

Ya no se oirá más el crujido regular de su pluma sobre la hoja en blanco, ya no habrá más tardes de lluvia contra los cristales durante las cuales, en la comodidad silenciosa de su despacho impenetrable, me relajaba junto a él y, fielmente, acompañaba la gestación de su grandiosa obra. Nunca más.

EL WHISKY
Calle Grenelle, la habitación

Mi abuelo y él habían hecho la guerra juntos. Desde aquella época memorable ya no tenían gran cosa que decirse, pero la contienda había sellado entre ellos una amistad inquebrantable que no terminó siquiera con la muerte de mi abuelo, puesto que Gaston Bienheureux —que así se llamaba— siguió visitando a su viuda mientras ésta vivió, y hasta tuvo la delicadeza muda de morir unas semanas después que ella; una vez su deber cumplido.

De vez en cuando venía por negocios a París y no desperdiciaba ocasión de visitar a su amigo, con unas cuantas botellas de su último caldo. Pero dos veces al año, en Semana Santa y el día de Todos los Santos, era mi abuelo quien iba a Borgoña, él solo, sin su mujer, para pasar allí tres días en los que, según suponían todos, corría el vino a chorros, y de los que volvía poco locuaz, dignándose apenas comentar que «habían charlado mucho».

Cuando cumplí quince años, me llevó con él. La región de Borgoña debe su reputación sobre todo a los vinos de la «Côte», esa delgada franja verde que se extiende desde Dijon hasta Beaune y exhibe una impresionante paleta de nombres prestigiosos: Gevrey-Chambertin, Nuits-Saint-Georges, Aloxe-Corton, y, también, más al sur, Pommard, Monthélie y Meursault, casi exilados en las fronteras del condado. Pero Gaston Bienheureux no envidiaba a esos privilegiados. En Irancy había nacido, en Irancy vivía y en Irancy moriría. En ese pequeño pueblo del departamento de Yonne, escondido entre una multitud de colinas y entregado por entero a la viña, que crece robusta en su suelo generoso, nadie envidia a los lejanos vecinos pues el néctar que allí amorosamente se produce no desmerece de ningún otro. Conoce sus fuerzas, tiene valor: no le hace falta más para perdurar en la vida.

A menudo, en materia de vinos, los franceses son de un formalismo rayano en el ridículo. Unos meses antes, mi padre me había llevado a visitar las bodegas del Castillo de Meursault: ¡cuán fastuoso! Los arcos y las bóvedas, la pompa de las etiquetas, el brillo cobrizo y espejeante de los estantes, el cristal fino de los vasos, todo aquello daba fe de la calidad del vino, pero suponía un obstáculo para mi placer de probarlo. Trabado por esas intrusiones lujosas del decorado y el decoro, no alcanzaba a distinguir qué era lo que me excitaba la lengua con su aguijón dispendioso, si el líquido o cuanto lo rodeaba. A decir verdad, yo no era aún muy sensible al embrujo del vino; pero, consciente de que todo hombre de bien ha de apreciar su degustación cotidiana, no le confesé a nadie, con la esperanza de que las cosas terminarían por arreglarse, que aquel ejercicio me procuraba bien magra satisfacción. Desde entonces, naturalmente, he tenido ocasión de iniciarme en la cofradía del vino, he comprendido y desvelado a los demás la poderosa fuerza que late en la boca y la sumerge en un bouquet de tanino que multiplica su sabor. Pero entonces, demasiado verde para medirme con él, lo bebía con cierta renuencia, esperando impaciente que me revelara por fin sus talentos reconocidos. Por ello, el trato privilegiado que me dispensaba mi abuelo no me agradaba tanto por las promesas alcohólicas que incluía como por el placer de estar con él y de descubrir una campiña que no conocía.

El paraje en sí ya me gustó, pero también la bodega de Gaston, sin aderezos, una sencilla bodega grande y húmeda, con el suelo de tierra batida y las paredes de adobe. Ni bóvedas, ni ojivas; tampoco había castillo ninguno para recibir al cliente, sólo una hermosa casa típica de la región, florida por cortesía y discreta por vocación; unas pocas copas normales y corrientes aguardaban sobre un tonel, a la entrada del lugar. Allí fue donde, nada más bajar del coche, iniciamos la cata.

Y, mientras, todo era hablar y hablar. Copa tras copa, al hilo de las botellas que el viñador descorchaba una tras otra, desdeñando las escupideras dispuestas por la sala para quienes querían probar el vino sin temor a emborracharse, bebían con aplicación, acompañando el rumiar puramente fáctico de recuerdos sin duda imaginarios con unas cantidades de alcohol impresionantes. Yo mismo no me encontraba ya muy sereno cuando Gaston, que, hasta entonces, apenas me había prestado una atención distraída, me consideró de manera más incisiva, y le dijo a mi abuelo: «A este chaval no le gusta mucho el vino, ¿verdad?» Yo estaba demasiado achispado para reivindicar mi inocencia. Y es que, además, me caía bien ese hombre, con su pantalón de faena, sus anchos tirantes negros y su camisa de cuadros rojos tan vivos como su nariz y sus mejillas, y no me apetecía mentirle. De modo que no protesté.

Todo hombre es, de alguna manera, amo y señor en su castillo. El campesino más tosco, el viñador más inculto, el empleado de rango más bajo, el comerciante más miserable, el más paria entre los parias de todos aquellos que de la consideración social ya han sido excluidos e ignorados, el más sencillo de los hombres, como digo, posee siempre el genio que le dará su hora de gloria. Con mayor razón Gaston, que no era ningún paria. Ese trabajador sencillo, próspero negociante sí, desde luego, pero ante todo campesino recluido en sus parcelas de viñedos, se convirtió en un instante para mí en un príncipe entre los príncipes, porque en toda actividad, noble o denostada, siempre cabe un destello de omnipotencia. —¿No deberías enseñarle la vida, Albert? —le preguntó a mi abuelo—. ¿Qué, te parece que al chico le iría un PMG? —Mi abuelo soltó una risita—. Mira, chaval — prosiguió Gaston, estimulado ante la perspectiva inminente de participar en mi educación—, todo lo que has bebido hoy es vino del bueno, del de verdad. Pero, como te puedes imaginar, el viñador no lo vende todo, también se guarda algo para él, para calmar su sed, no para hacer negocio. —Su cara bonachona se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja, una sonrisa de zorro astuto—. Así que en un rincón se guarda un poco de PMG, un poco de «para mi gaznate». Y cuando tiene compañía, compañía de la buena, me refiero, se entrega a su PMG. —Dejó entonces de beber, con la botella más que mediada—. Anda, ven, ven te digo —repitió, impaciente, mientras yo me ponía en movimiento con dificultad. Con la mirada algo torva y la lengua pastosa por las maquinaciones del alcohol, lo seguí hasta el fondo de la bodega y, aunque muy interesado por ese nuevo concepto, el del PMG, que me abría horizontes inéditos sobre el tren de vida de los caballeros de buen gusto, imaginaba que me esperaba una nueva cata de vino, lo cual me inquietaba bastante—. Como aún eres un poco jovenzuelo para las cosas serias —prosiguió, ante un armario que más parecía una fortaleza, cerrado con un enorme candado—, y con los padres que tienes tampoco se puede esperar gran cosa —lanzó a mi abuelo una mirada de reojo cargada de sobreentendidos (Albert no dijo ni pío)—, me parece a mí que a ti hay que espabilarte con algo más astringente. Lo que te voy a sacar ahora de detrás de esa leña estoy seguro de que no lo has probado nunca. Es canela fina. Será tu bautismo. Y hazme caso: con esto sí que te vamos a educar.

Se sacó de un bolsillo sin fondo un manojo con muchas llaves, introdujo una en la gigantesca cerradura y la hizo girar. De pronto mi abuelo se puso serio.

Alertado por esa repentina solemnidad, me sorbí la nariz, nervioso, erguí la espalda, muy encorvada por la curda, y esperé, bastante inquieto, a que Gaston, que se daba aires de importancia, sacara de la caja fuerte una botella que no era de vino, con una etiqueta negra, así como un vaso grande y sin adornos.

PMG. Le mandaban el whisky de Escocia, de una de las mejores destilerías de la región. El dueño era un tipo que había conocido en Normandía, justo antes de la guerra, y junto al que no había tardado en descubrir los átomos ganchudos de los licores fuertes. Cada año, una caja del preciado whisky venía a añadirse a las pocas botellas almacenadas en la bodega para su uso personal. Y de cepa en turba, de rubí en ámbar y de alcohol en alcohol, los conciliaba a ambos en el antes y el durante, como aperitivo y como digestivo, de comidas que él mismo calificaba de esencialmente europeas.

—Vendo cosas buenas, pero las mejores las guardo para mí.

Por el trato que prodigaba a esas pocas botellas que se reservaba y al whisky del amigo Mark (a sus invitados de costumbre no les servía más que un whisky muy bueno comprado en la región, que era al escocés lo que el tomate en conserva a su hermano del huerto) creció de golpe en mi estima de adolescente que ya se barruntaba que la grandeza y la maestría se miden con el rasero de las excepciones y no de las leyes, por mucho que éstas las dicten los reyes. Esa bodeguita personal acababa de convertir a Gaston Bienheureux, a mis ojos, en un artista en potencia.

Desde entonces no he dejado de sospechar que todos los restauradores en cuyos establecimientos he comido sólo exhibían en sus mesas las obras menores de su industria, reservándose, en el secreto de sus alcobas culinarias, viandas dignas de un panteón, inaccesibles al común de los mortales. Mas en aquellos momentos aún no me sumía en estas consideraciones filosóficas. Miraba fijamente, con los párpados entornados, los dos dedos de líquido, de reflejos dorados, que espejeaba en mi copa, y, lleno de aprensión, buscaba en lo más hondo de mí mismo el valor para afrontarlo.

Ya sólo el olor desconocido me turbó sobremanera. Qué extraordinaria agresión, qué poderosa explosión, abrupta, seca y afrutada a la vez, como una descarga de adrenalina que hubiera abandonado los tejidos en los que suele campar para convertirse en vapor en la superficie de la nariz, un condensado gaseoso de paredes sensoriales... Estupefacto, descubrí que ese incisivo olor a fermentación me gustaba.

Cual marquesa delicada, me mojé con precaución los labios en el magma similar a la turba y... ¡cuán violento fue el efecto! De pronto sentí en la boca un estallido de guindilla y elementos impetuosos; los órganos ya no existen, ya no hay paladar, ni mejillas, ni mucosas: tan sólo la devastadora sensación de que se está librando una guerra telúrica en el interior de uno mismo. De puro embeleso, dejé que el primer sorbo se demorara un instante en mi lengua, y ésta sufrió el asalto de ondulaciones concéntricas durante un largo momento. Es la primera manera de beber whisky: lamiéndolo ferozmente, para tragarse su sabor áspero y definitivo. El segundo sorbo, por el contrario, lo acometí con precipitación; cuando lo hube tragado, tardó en calentarme el plexo solar, pero cuando lo hizo, ¡qué fuego! En ese gesto estereotipado del bebedor de aguardiente que absorbe de un golpe el objeto de sus deseos, espera un instante y a continuación cierra los ojos ante la impresión producida y exhala un suspiro de bienestar y de conmoción mezclados, está la segunda manera de beber whisky, con esa insensibilidad casi total de las papilas porque el alcohol sólo transita por la garganta, y esa perfecta sensibilidad del plexo, invadido de pronto por el calor como por una bomba de plasma etílico. El líquido dorado calienta, reconforta, alivia, despierta y da placer. Es un sol que, con la bendición de sus radiaciones, envuelve el cuerpo en una presencia radiante.

Así fue cómo, en el corazón de la Borgoña vinícola, probé mi primer whisky y experimenté por primera vez su poder de revivir a los muertos. Es irónico: que el propio Gaston me lo descubriera debería haberme dado pistas sobre mi verdadera pasión. Durante toda mi carrera lo he considerado sólo como una bebida que, aunque exquisita, no dejaba de ser de segundo orden, y al oro del vino únicamente he otorgado las alabanzas y las profecías más capitales de mi obra. Es una lástima, no lo reconozco hasta hoy: el vino es la joya refinada que sólo las mujeres confiesan preferir a las baratijas resplandecientes que las muchachas admiran; he aprendido a apreciar lo que vale, pero he desdeñado cultivar lo que una pasión inmediata excluía de toda obligación de educación. Sólo la cerveza y el whisky me gustan de verdad — aunque reconozco que el vino es divino. Y puesto que parece que el día de hoy no será más que una larga retahíla de contriciones, he aquí, pues, una más: oh whisky mefistofélico, te amé desde el primer sorbo y te traicioné desde el segundo, pero jamás volví a hallar, en el yugo de sabores que mi posición me imponía, una expansión nuclear tal que hiciera estallar la mandíbula de felicidad...

Desolación: asedio mi sabor perdido en la ciudadela equivocada... Ni viento, ni brezo de una landa desolada, ni lochs profundos ni muros de piedra oscura. Todo ello carece de mansedumbre, de amabilidad y de moderación. Hielo y no fuego: estoy acorralado en el callejón equivocado.

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