Abría la bolsa sin miramientos, arrancaba un trozo de plástico y luego agrandaba torpemente el agujero que mi impaciencia había formado. Metía la mano en la bolsa, no me gustaba el contacto pegajoso del azúcar que la condensación del vapor había dejado adherido a las paredes. Separaba con cuidado un buñuelo de sus congéneres, me lo llevaba religiosamente a la boca y lo engullía cerrando los ojos.
Se ha escrito mucho sobre el primer bocado, el segundo y el tercero. Se han dicho muchas cosas pertinentes sobre el tema. Todas son ciertas. Pero no transmiten, ni de lejos, lo inefable de esa sensación, de cómo esa masa húmeda primero roza y luego queda triturada por una boca que pasa a ser orgásmica. El azúcar empapado en agua no producía ningún sonido seco bajo los dientes: se cristalizaba, sus partículas se disociaban sin dificultad, con armonía, las mandíbulas no lo quebraban sino que lo desparramaban suavemente, en un inenarrable ballet crujiente que se fundía en la boca. El buñuelo se adhería a las mucosas más íntimas de mi paladar, su blandura sensual adoptaba la forma de mis mejillas, su elasticidad indecente lo compactaba enseguida en una masa homogénea y untuosa que la dulzura del azúcar remataba con una nota de perfección. Me apresuraba a tragarlo porque aún me quedaban diecinueve por conocer. Tan sólo los últimos los masticaba una y otra vez con la desesperación del final inminente. Me consolaba pensando en la última ofrenda de la bolsita divina: los cristales de azúcar que quedaban al fondo, al no tener ya buñuelo al que aferrarse, y con los que rellenaría las últimas esferitas mágicas, con mis dedos peguntosos y sucios, para terminar el festín con una explosión dulce.
En la unión casi mística de mi lengua con esos buñuelos de supermercado, de masa industrial y azúcar convertido en melaza, toqué a Dios con los dedos. A partir de ese momento, lo perdí y lo sacrifiqué en aras de deseos gloriosos que no me pertenecían y que, en el ocaso de mi vida, a punto han estado una vez más de ocultármelo.
Dios, es decir el placer bruto, sin concesiones, el que surge de lo más hondo de nosotros mismos, que sólo tiene que ver con nuestro propio goce y a éste regresa;
Dios, es decir esa región misteriosa de nuestra intimidad en la que nos pertenecemos por completo a nosotros mismos en el apoteosis de un deseo auténtico y de un placer puro. Como el núcleo que se oculta en lo más profundo de nuestras fantasías y que sólo nuestro yo profundo inspira, el buñuelo era la asunción de mi fuerza de vivir y de existir. Me habría podido pasar la vida entera escribiendo sobre él, y me pasé la vida entera escribiendo contra él. Tan sólo ahora, en el momento de mi muerte, lo recupero por fin después de vagar sin rumbo tantos años. Y poco importa, en definitiva, que Paul me lo traiga antes de morirme.
Comer no es la cuestión, tampoco vivir, sino saber por qué. En el nombre del padre, del hijo y del buñuelo, amén. Muero.
Gracias a Pierre Gagnaire, por su carta y su poesía.