—Este es Mog —dijo Nick después de cerrar la puerta tras de sí—. Mog, éste es el señor Spintwice, un buen amigo.
La persona a la que había tomado por un niño resultó ser el mismísimo señor Spintwice. Era más bajo que nosotros, y su rostro era una extraña mezcla de niño y adulto. Tenía las mejillas rojizas y una amplia sonrisa permanentemente en los labios, como la de un niño travieso de cinco o seis años, pero sus ojos eran rápidos, oscuros y más tristes que el resto de su rostro. Realmente tenía una pinta muy peculiar, y, nervioso, empecé a fijarme en lo que hacía Nick, analizando su actitud ante ese hombrecito antes de decidir qué pensaba de él o cómo me debía comportar.
—Mog —repitió, con una voz estridente—. ¿Qué tal estás, Mog? —Me ofreció la mano, mientras seguía sonriendo de manera inalterable, y yo le di la mía, un poco tenso—. ¿Y quién es éste?
—
Lash
—repuse, con la esperanza de que no lo intimidara un perro casi tan alto como él. Pero el hombrecillo había reconocido de inmediato el buen carácter de
Lash
y ya le había ofrecido las palmas de las manos para que el perro realizara sus lametazos exploratorios.
—Bienvenido,
Lash
—dijo.
Lo seguimos a través de un pasillo enmoquetado hasta llegar a una sala diminuta.
—Nick y yo nos conocemos desde hace tiempo —explicó con su vocecita precisa; quedó totalmente claro que Nick se sentía cómodo por completo en su presencia y no pensaba que fuera nada extraño, de manera que yo mantuve la boca cerrada.
—Por favor, siéntate. Ya veo que no puedes creerte lo que tienes delante de los ojos. ¡Bien! Nick se quedó tan sorprendido como tú, la primera vez que entró aquí, hace años. Mientras os ponéis cómodos, traeré un té.
Miré a mi alrededor maravillado. Había sillones, pinturas colgando de la pared, mesas con plantas dentro de macetas, una vitrina con puertas de cristal e hileras de libros en el interior, y un fuego cálido y acogedor ardiendo en una chimenea con el atizador y el cubo del carbón al lado; pero todo tenía la mitad del tamaño normal. Eso y la presencia de un gran número de relojes de diversas formas, tictaqueando y tintineando en diferentes tonos, me hicieron sentir como si nos hubiésemos metido en las entrañas de un juguete extraordinario. Algunos de los relojes eran tan minúsculos que me maravillé al pensar cómo alguien había podido encajar un mecanismo tan pequeño en su interior. Otros eran tan grandes que el mismísimo señor Spintwice podría haberse escondido por completo detrás del péndulo. Cuando Nick y yo nos sentamos en las butacas, sentimos como si las llenásemos totalmente y las encontré un poco estrechas para nosotros. Incluso
Lash
miraba alrededor perplejo, como si tuviera miedo de menear la cola y tirar algo de los estantes.
—Me encanta este lugar, ¿a ti no? —dijo Nick—. Escucha todos esos relojes.
Apenas se había sentado cuando volvió a bajar de la butaca y se fue a arrodillar delante de los estantes de los libros. Inmediatamente abrió una de las puertas de la vitrina y tomó un gran volumen púrpura, casi del tamaño de una losa.
—Éste es uno de mis favoritos —afirmó y se lo llevó consigo a su butaca.
Algo en mi cara debió delatar mis recelos, porque, sin que yo dijera nada, se agachó a mi lado y me susurró algo al oído.
—No te preocupes. Spintwice es un buen tipo. Creo que deberíamos explicarle toda la historia y ver qué piensa. Es joyero, así que quizá nos pueda decir más cosas sobre el camello. Y nos lo puede esconder, estoy seguro.
Cuanto más escuchaba la música mecánica de aquellos relojes, más notaba como nos abrumaba envolviéndonos, atrapándonos en una red de sonido.
—¿Por qué no te quedas aquí? —susurró Nick de repente—. No vuelvas al taller de Cramplock. El hombre de Calcuta está demasiado cerca.
Yo estaba indeciso. Tenía auténtico miedo de que nos hubiesen seguido; y si me quedaba allí, había muchas posibilidades de poner innecesariamente en peligro al enano. Había algo en la familiaridad de la imprenta de Cramplock que me hacía sentir instintivamente más seguro allí, y a pesar de que Nick me había dado su palabra de que Spintwice era un buen tipo, no lo conocía lo suficiente para confiar plenamente en él.
—Todavía no estoy… —empecé a decir, pero Nick ya estaba sumergido en la lectura del libro, ajeno a todo lo que lo rodeaba, instantáneamente relajado. Contemplaba con los ojos muy abiertos los riquísimos grabados que ocupaban las dos páginas que tenía ante sí: dibujos de color rojo y púrpura, cenefas de pan de oro entrelazadas, que recorrían el borde de las páginas, y un paisaje árabe con dos figuras subidas en una alfombra voladora de colores brillantes. Nick parecía una persona completamente diferente del chico perspicaz, nervioso y desconfiado que había conocido en la plaza de La Melena del León. De repente me di cuenta de lo poco que sabía de él. Tenía curiosidad por enterarme de cómo había conocido a aquel extraño hombrecillo, con aquella casa diminuta y aquellos libros fantásticos que pertenecían a un mundo tan alejado de la violencia que vivía en su hogar.
—Es casi la única persona adulta que me ha tratado con amabilidad —me había dicho Nick de camino a la joyería. Paseé la mirada por los estantes llenos de libros, fascinado, atraído por los dibujos y los títulos en los lomos. Parecían increíblemente valiosos y llenos de promesas; ningún libro de los que salían de la imprenta de Cramplock era tan espléndido como aquellos, eso seguro. ¿Qué demonios pensaría el padre de Nick si pudiera verlo sentado allí, hojeando esos libros?
—¿Tu padre sabe que vienes aquí? —le pregunté.
—Hay muchas cosas que mi papá no sabe —murmuró, indiferente.
El señor Spintwice regresó poco después con una bandeja con tazas de té, también miniaturizada para hacer juego con la talla del hombrecillo. Además del té trajo un plato con pan y agua para
Lash
y se lo dejó junto a chimenea. Fue en ese momento cuando decidí que me caía bien.
—Debo decir que tener visitas es una sorpresa muy agradable —comentó el señor Spintwice tras haber tomado uno o dos sorbos de té—. ¡Y además a una hora tan intempestiva!
—Lo siento si hemos… —empecé a decir, pero él me cortó.
—¡Para nada! Es un placer, un gran placer, Mog —insistió—. ¡Una hora intempestiva es la mejor hora para las visitas! Qué aburrido sería si las visitas siempre aparecieran a la hora que las esperas.
Lash
se sentía completamente en casa, se había hecho un ovillo delante de la chimenea, como si hubiese vivido allí toda la vida. Mis recelos empezaban a esfumarse; me encontré pensando en lo que me había propuesto Nick y me sentí tentado a quedarme allí, arropado en aquella acogedora sala de estar llena de música, leyendo un libro tras otro. Me invadió un extraño sentimiento de seguridad y bienestar, una sensación tan poco familiar que sentí escalofríos.
—Hemos venido para pedirte un favor —dijo Nick, tímidamente, dejando de lado el libro.
—¡Claro! Lo que sea viniendo de un par de chicos tan espabilados.
Nick me lanzó una mirada.
—Es una historia muy larga —comenzó—. Quizá será mejor que se la expliques tú, Mog, al fin y al cabo es tu historia.
Dejé la taza de té encima de la bandeja.
—No sé muy bien por dónde empezar —dije.
Le conté todo el asunto, más o menos. Mientras se lo explicaba, empecé a sentirme algo mejor. El señor Spintwice me escuchaba muy atento. Cuando llegué a la parte del camello, lo saqué de dentro de la bolsa y se lo di. Se pasó el resto del relato examinándolo, dándole vueltas entre las manos, con una expresión de perplejidad en su carita de anciano.
—Parece que estáis con el agua al cuello —exclamó—. ¿Y todo por qué? ¿Por esto? —Levantó en alto el camello agarrándolo por una de las patas.
Lash
, que lo estaba observando todo desde su cómodo puesto junto al fuego, se levantó, corrió al lado de la silla del enano y se puso a olfatear el camello tal como lo había hecho la noche anterior.
—Queríamos saber si podías decirnos algo más sobre él —inquirió Nick.
—Es de cobre —afirmó sucintamente el señor Spintwice—. Es barato. Sin pulir. Lo han hecho con un molde, de manera que debe de haber centenares idénticos a éste. Es la típica baratija que viene de las Indias con cada barco que atraca en el puerto. Por lo que puedo ver, no tiene ningún valor: ni tiene joyas por ojos, ni nada por el estilo. No entiendo por qué la gente va tras de él. —Empezó a sopesarlo con una mano, mientras apartaba la cabeza de
Lash
con la otra—. Lo único que me extraña —añadió— es que su peso no es el que le corresponde.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté.
—Bueno —prosiguió—, es obvio que no está hecho de cobre macizo, porque no pesa lo suficiente. Así que debe de estar hueco. Pero si es así… —volvió a sopesarlo unas cuantas veces, para asegurarse—, tampoco es lo suficientemente ligero para estar hueco.
Nick se quedó mirándolo fijamente y después me miró a mí.
—¡Claro! —exclamó—. ¡Está hueco! —Le quitó el camello de las manos y lo sacudió—. ¡Vaya un par de idiotas que estamos hechos!
—¿De qué hablas? —le pregunté, todavía perplejo.
—¿No lo entendéis? Mira, nos hemos estado preguntando por qué alguien querría robar este camello, además de ir amenazando con matar por él. Pero no es el camello, lo que quieren. Es algo que está escondido dentro. —Lo agitó, pero no se oyó nada—. Debe de haber algo muy valioso dentro y es por eso que, para estar hueco, pesa más de la cuenta.
El minúsculo joyero se puso a reír y le brillaron los ojos.
—Vaya un chico listo —exclamó entre carcajadas—. Tienes razón, tienes toda la razón.
Nick daba vueltas al camello frenéticamente, buscando una manera de llegar a lo que escondía en su interior. Tiraba de las patas, arañaba la superficie, intentaba darle vueltas a la joroba. De repente soltó un grito.
—¡La cabeza se quita! ¡Mirad!
Agarró la cabeza de mirada adormilada, la giró y empezó a desenroscarla. Se oyó un chirrido y de la ranura cayeron motas de polvo que fueron a parar al suelo.
Lash
soltó un ladrido de entusiasmo.
—Nunca imaginé que… —comenzó el enano, intrigado.
—¿Tú lo sabías, verdad? —le dije a
Lash
, recordando como había intentado roer el cuello del camello la noche anterior. ¿Por qué no se me ocurrió entonces?
—¿Qué diablos es esto? —exclamó Nick—. ¿Tiza? —Alzó la cabeza del camello y sopló. Una nube de polvo le fue a parar a la cara y estornudó—. ¿O es rapé? —Me lo pasó.
Lash
corría alborotado a nuestro alrededor, y tuve que levantarme para poder ver bien el camello sin que
Lash
metiera el hocico.
La figurita estaba llena hasta los bordes de un polvo blanquecino, como harina y ceniza juntas.
—No lo entiendo —dije—. Este polvo tampoco debe de tener ningún valor. Vaciémoslo, y veamos si hay algo dentro.
—Todo ese polvo —aventuró el enano— puede que esté ahí para evitar que la joya, o lo que haya dentro, se mueva o se raye. —Me pasó un tarro de porcelana—. Vacíalo aquí dentro.
Metí el cuello abierto en el tarro y sacudí el camello. Mientras lo vaciaba se alzaron unas cuantas nubes del polvo.
Lash
, con las orejas erguidas, se había quedado paralizado y no paraba de soltar pequeños aullidos, mientras el polvo caía. Nos mirábamos, esperando ansiosos, que cayera algo dentro del tarro, pero no fue así: tan sólo un torrente continuo de polvo, hasta que el camello quedó completamente vacío y el tarro casi lleno.
—Vaya —exclamó Spintwice, decepcionado.
—Esto no tiene sentido —dijo Nick—. ¿Estás seguro de que dentro no hay nada más? ¿No ha quedado nada atascado?
Agité el camello y miré a través del agujero del cuello, pero no vi nada.
—Tomemos otra taza de té —propuso Spintwice, levantándose.
Yo me quedé sentado, metí la nariz dentro del tarro y olí.
—¿Qué haces? —preguntó Nick.
—No sé —contesté—. Creo haber olido esto antes. —Y volví a olfatear el frasco.
De repente me sentí muy, pero que muy raro.
El tarro empezó a crecer y a hincharse, como si estuviera a punto de dar a luz. Lo agarré con las manos, pero era demasiado grande y lo dejé caer, lo que hizo muy lentamente como si se precitara a un espacio infinito. Cuando alcé la mirada, Nick y el señor Spintwice habían retrocedido y la habitación se había agrandado de repente hasta tener el tamaño de un campo de trigo, y allí a lo lejos estaban ellos, sentados en las butacas, a kilómetros de distancia, moviendo los brazos como insectos, completamente en silencio. El hocico húmedo de
Lash
, que brillaba bajo el resplandor del fuego, se había convertido en una bola de luz, como una estrella. Lo único que podía oír era el tictac de los relojes, más y más atronador, hasta que se convirtió en una espiral de ecos superpuestos; la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y, desesperado, me agarré al reposabrazos de la butaca. Con un movimiento serpenteante, el mundo que me envolvía se puso del revés y me vi rodeado por una explosión de color sin sentido, algo parecido al crepúsculo más rojo, más azul y más negro que nunca haya cubierto el brumoso cielo de Londres.