—¿No presentaba signos evidentes de violencia? —exclamé sorprendido—. Así que no lo cosieron a cuchilladas.
—Sí, eso es de lo más sorprendente —dijo Nick—. No creerás que lo han envenenado, ¿verdad? No me parece un método de los que usa mi papá.
Volví a leer la columna, fascinado, intentando imaginarme los hechos que habían conducido al abandono del cadáver de Jiggs en el carruaje.
—Supongo que lo siguieron hasta su casa, tras salir de Las Tres Amigas —aventuré.
—No iba hacia su casa —me contradijo Nick—. No, si lo encontraron en el río. Te diré lo que pienso. Creo que alguien debió de estropearles los planes a los asesinos. Seguro que lo mataron en otro lugar, y se llevaron el cuerpo al río para lanzarlo al agua. Pero por alguna razón tuvieron que largarse de allí y acabaron dejando el cadáver en la cabina del carruaje.
—¿Cómo podían subir a un muerto a un carruaje sin que el cochero sospechara de ellos?
Nick soltó una carcajada.
—¿No crees que la mayoría de los cocheros haría cualquier cosa que se le pidiera, si alguien como mi papá apareciera en medio de la noche llevando un cadáver a hombros, y le pusiera una navaja al cuello?
—Me pregunto dónde debe de estar Coben —dije—. Seguro que estará bien escondido, sabiendo que corre por la ciudad esta historia del hombre con la venda.
—Se la habrá quitado —aseguró Nick—. Y no me sorprendería que ya esté camino de Francia.
Se oyó de golpe un estrépito en la puerta del local que nos hizo dar un bote a ambos. Dos clientes asiduos, unos hombres que conocía de una de las tiendas de la calle, entraron bromeando. Iban directamente a hablar con Tassie, pero cuando los saludé, se pararon de golpe.
—¿Qué tenemos aquí? —exclamó uno de ellos—. ¡Como dos gotas de agua! Bueno, uno de vosotros es Mog Winter. Pero os juro que no sé cuál de los dos.
Todos se echaron a reír, nos apuntaron con el dedo y nos convirtieron en el centro de atención de toda la clientela durante los cinco minutos siguientes.
—Creo que será mejor que dejemos de venir juntos por aquí —le dije a Nick en voz baja—. Nos ha visto demasiada gente. Este sitio ya no es seguro. Mañana por la tarde, si puedes, nos encontraremos en la fuente. —Estaba muy cerca de casa de Nick y había suficiente actividad y gentío para que dos chicos pasasen inadvertidos. Me levanté para irme—. Y no te olvides de vigilar la joyería. Si hay alguien espiando, ¡espiémosles nosotros a ellos!
—Ya he hecho trabajos así antes —me aseguró Nick—. Sé lo que me hago. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Esconderme, creo. —Me subí los pantalones y tiré de la correa de
Lash
para que se levantara—. Nos vemos mañana.
—Mog —me llamó.
Me paré en la puerta y me volví. Allí sentado, con el enorme periódico desplegado sobre el regazo, me pareció muy pequeño.
—Ve con cuidado —dijo.
Al salir de La Cabeza de la Muñeca, miré con precaución en todas direcciones, antes de decidir qué camino tomar. Al entrar en el callejón estrecho que era la ruta más rápida hacia casa, me apercibí, por el rabillo del ojo, de que algo se había movido a mis espaldas, un poco más atrás. Durante los últimos días, estaba convencido de que había ojos observándome constantemente, desde todas las ventanas y detrás de todas las esquinas. Me pasó por la cabeza, y no por primera vez, que alguien podía estar vigilándome desde las mismas ventanas de La Cabeza de la Muñeca. Había estado pensando en preguntarle a Tassie a quién le estaba alquilando habitaciones en ese momento, pero quería ser prudente incluso con ella, para no despertar sospechas. Cuanta menos gente supiera en qué asunto andábamos metidos, mucho mejor.
Al volver la cabeza, habría jurado que vi desaparecer a alguien tras una pared. Sin ninguna duda, alguien me seguía. En ese caso, pensé, lo mejor sería desorientarlo. Tiré de la correa de
Lash
para que se pegara a mis tobillos y decidí seguir la ruta más complicada que se me ocurriera para llegar a casa, así que primero me metí por un callejón entre muros de ladrillos rojos que iba en dirección contraria. A un lado, los edificios más destartalados de toda la parroquia no sólo vertían sus aguas residuales hacia el dique del Fleet, sino también sobre los adoquines de la calle. Entre esas ruinas, con la torre de la iglesia de St. James alzándose a sus espaldas, habitaban hordas de gente para las cuales Londres no había encontrado ninguna utilidad. Allí habían hallado cobijo, apiñados, durmiendo diez o veinte en cada habitación, los niños con los adultos, los sanos con los enfermos, en casas asquerosas de siglos de antigüedad y que habían acabado en tal estado de deterioro que deberían de haber sido derribadas hacía años. De vez en cuando, alguno de esos edificios se derrumbaba, sin más aviso que un súbito
crescendo
de crujidos; se desplomaba, lanzando a la calle una cascada de polvo, ladrillos y vigas de madera, y dejando un hueco entre dos casas parecido al agujero que queda en la boca cuando un diente se cae. Los pobres desafortunados a los que el derrumbe pillaba dentro de sus casas, solían acabar muertos entre las ruinas. Los que habían salido a la calle, volvían para encontrarse con que se habían quedado sin un lugar donde vivir. Entonces volvía a empezar el proceso de encontrar otra casa insegura y miserable a la que trasladarse con toda su sorprendida y tísica familia. Si tenían la mente lo suficientemente ágil, podían tramar crímenes inteligentes y violentos; si sus cuerpos tenían suficiente energía, podían dar a luz a chiquillos llorones de existencia miserable, comparados con los cuales la cría de rata más rosada y pelona tenía más posibilidades de sobrevivir. No faltaban las historias de gente que se había aventurado por aquellas calles para no aparecer nunca más, y a pesar de mi interés por despistar a quien fuera que me estaba siguiendo, me paraba en cada esquina con el alma en vilo para reunir el valor que me permitiera seguir adelante.
Pero lo que realmente me aterraba era ser plenamente consciente de que no era mucho lo que me diferenciaba de la gente que vivía allí, y que si mi madre me hubiese traído al mundo sobre un montón de paja sucia o sobre unos papeles de periódico en una de aquellas casas, mi vida sería igual a la de todos ellos. Una criatura huesuda y envuelta en harapos que asustaría a otros niños, un animal amarillento, flacucho y con los ojos hundidos que sólo sabría sobrevivir, un espantapájaros.
Pronto empezaría a oscurecer, y estaba seguro de haber despistado a mi perseguidor. Había girado hacia el norte, al oeste, hacia al sur, de nuevo al oeste y había vuelto sobre mis pasos tantas veces que había perdido la pista de dónde me hallaba. Pero al doblar la esquina siguiente, me encontré de repente en un sitio que me resultó familiar, una calle ancha, iluminada tranquilizadoramente por la luz del crepúsculo. Al final de la calle pude distinguir el inconfundible claro de los jardines de Clerkenwell.
Lash
ya sabía dónde nos hallábamos, cerca de la entrada trasera al taller de Cramplock, y se dirigió hacia casa con decisión, prácticamente arrastrándome tras él.
Mientras nos acercábamos a la plaza, oí algo que venía de una de las ventanas cercanas. Al principio, pensé que alguien cantaba, pero tras escuchar un par de segundos más, cambié de opinión. Era música, música de algún tipo, salida de un instrumento que podía ser una flauta o una gaita, pero que al mismo tiempo no sonaba como ninguna de las dos.
Entonces recordé al vagabundo irlandés, aquel que hablaba con voz musical sobre sonidos como serpientes. Así que no estaba loco después de todo; mientras permanecía escuchando esa música, intrincada y vertiginosa, me di cuenta de que oía exactamente lo que aquel hombre había descrito. Era extraordinaria, subía, bajaba y se entrelazaba haciendo nudos. Se diferenciaba tanto de la música normal como los extraños símbolos de la nota del hombre de Calcuta se diferenciaban de la caligrafía normal. Había algo en esa música que me recordaba a aquellos garabatos incomprensibles, que colgaban de la línea superior como ropa tendida, hecha jirones a cuchilladas. ¡Había oído esa música antes! ¿No había sido cuando creía imaginarme cosas, encerrado en el baúl robado por Coben y Jiggs?
Corrí calle abajo, hacia el lugar de donde provenía la música, y de repente pensé que sabía lo que me iba a encontrar. Y ciertamente, al mirar por las rejas de los sombríos patios traseros, pude comprobar que la música provenía de la misteriosa casa abandonada contigua a la imprenta de Cramplock.
Lash
tiraba de la correa para alejarse de allí.
—Por aquí —le dije, y traté de dominarlo—. Por aquí, chico.
No quería acercarse. Por mucho que lo intenté, no hubo manera de que viniera conmigo, y al final lo solté.
—¡A casa! —le ordené cuando se quedó mirándome fijamente, a cinco o seis pasos de mí, ladeando la cabeza—. ¡Vete a casa!
Me entendió a la perfección. Cuando desapareció, me volví hacia las altas verjas de hierro y me quedé mirando al otro lado durante unos momentos. Finalmente, respiré hondo y abrí la puerta.
Me encontré adentrándome en un pequeño jardín descuidado que parecía una jungla rodeada de altos muros de ladrillo. La música exótica parecía llenar el cálido aire de la noche. A lo largo de los años, un viejo tejo había escalado todo el muro, metiendo sus ramas entre los ladrillos. De todas las superficies colgaban hiedra, otras plantas trepadoras y grandes racimos de hojas inmensas. Se oía el constante zumbido de los insectos, y el calor del atardecer y la vegetación exuberante me hicieron creer que me encontraba muy lejos, en un país exótico, y que de alguna manera, Londres se había esfumado por completo. Me sentía muy extraño, como si hubiera dejado de habitar dentro de mi cuerpo y me estuviera viendo desde fuera, una sensación parecida a la que había tenido encerrado en el baúl, en la guarida de Coben, y también la noche anterior en la tienda de Spintwice, tras abrir el camello. En aquel momento pensé vagamente lo extraño que era que no me hubiera dado cuenta de que este jardín existía; ni siquiera me había imaginado que allí podía haber algo semejante.
La música se fue perdiendo y recobré el sentido. Me aventuré hasta la pequeña puerta, apartando las plantas que colgaban sobre mi cabeza, y escuché buscando alguna señal de actividad. No se oía nada. Todavía me sentía algo mareado cuando abrí la puerta, que cedió lenta y pesadamente, sin que las bisagras rechinaran.
Estaba muy oscuro, y esperé un momento a que los ojos se me acostumbraran. Pero lo que vi no fue lo que esperaba encontrar. Me hallaba en el hueco de una escalera, con unos escalones de madera que ascendían. Las paredes parecían inclinarse en diferentes ángulos, de manera que daba la impresión de una ilusión óptica. El polvo flotaba bajo la luz de la tarde. Los tablones del suelo crujían bajo mis pies, y mientras avanzaba, mirando al interior de las pequeñas salas, todas aparentemente vacías, sentía cada vez mayor perplejidad.
Había estado otra vez en esa casa, pero no había visto nada parecido. Desafiando las advertencias de Cramplock, me había atrevido a entrar hacía mucho tiempo, y recordé que entonces había estado completamente vacía: sin suelos, sin escaleras, sin tabiques; simplemente un gran caparazón, oscuro y quemado, con las paredes desnudas de ladrillo ennegrecido, y vigas retorcidas y carbonizadas atravesando el espacio sobre mi cabeza, allí donde una vez hubo el suelo del piso superior. Lo recordaba con toda claridad.
Pero en ese momento no se veía ni un solo rastro del incendio. Alguien debía de haber estado allí, reconstruyéndolo todo; aunque no había muebles ni ninguna señal de que alguien hubiera estado viviendo allí.
Sin darse cuenta del miedo que tenía el resto de mi cuerpo, mis pies empezaron a subir los peldaños lentamente. Del rellano se accedía a tres habitaciones, todas tan desnudas y vacías como las del piso de abajo, a excepción de las paredes de una de ellas, que estaban forradas desde el suelo hasta el techo con paneles de roble macizo. Y justo en el centro de la habitación, bajo un rayo de luz, había una especie de pedestal y sobre él, a la altura de mis ojos, descansaba una estatuilla.
Me acerqué a ella. Era de bronce y parecía representar una figura humana sentada, con las piernas cruzadas y las manos colocadas sobre las rodillas, con las palmas mirando hacia arriba. Al mirarla más de cerca, bajo la tenue luz, me di cuenta de que no tenía el rostro de una persona, sino el de un elefante, con una trompa que le descendía recta hasta el regazo y dos colmillos finísimos que se curvaban hacia cada lado. En tamaño y color, esa estatuilla era muy parecida al camello. Pasé los dedos sobre la superficie de bronce, por los pies minúsculos, por los pliegues de la ropa. En medio de la frente tenía una pequeñísima joya roja, brillante, con forma de lágrima.
El rubí, si eso era, reflejaba la luz del sol del crepúsculo, que entraba a través de la ventana, y brillaba con un resplandor intenso y etéreo. Parecía como si a la frente del elefante le hubiese salido un único ojo. Al mirarla más de cerca, me pareció que destellaba con más fuerza, casi fieramente. No podía dejar de mirarla.
«Te tengo —parecía decir—. Yo tengo el control.»
Por un momento, volví a sentirme mareado, y entonces la luz se apagó, como si el sol se hubiese escondido detrás de una nube o finalmente se hubiese puesto en el horizonte. Mis dedos se paseaban por encima de la superficie lisa de la frente y por el montículo formado por la joya, y al pasar el dedo índice por la fina trompa, cada vez más estrecha, me di cuenta de que tenía bisagras, que estaba articulada y podía moverse.
Puse un dedo detrás de la trompa, como si fuera el gatillo de una pistola, tiré de ella y se alzó con un clic inesperado, de manera que aquel hombre elefante parecía estar elevando la trompa y barritando, silenciosamente furioso. Me alarmé al oír un ruido en alguna parte de la pared. Me quedé paralizado, supuse debía de ser alguien acercándose, pero al mirar a mi alrededor me di cuenta de lo que había provocado ese ruido. Al parecer había accionado un mecanismo que abría una trampilla en los paneles de roble de la pared, en la esquina del fondo de la sala. Con mucho cuidado, devolví la trompa a su posición original y me volví para echar un vistazo.
El panel, cuando estaba cerrado, era como los otros; pero había quedado ligeramente abierto, a la altura de los hombros, como una trampilla. ¿Cómo podía resistirme a levantarla para ver qué había detrás? Con un chirrido casi inaudible, la puertecilla se abrió para revelar un compartimiento secreto, más o menos de la altura de un adulto bajito, y no mucho más ancho. Un escondite, no demasiado cómodo, pero lo suficientemente grande para que una persona cupiera dentro. Al principio pensé que estaba vacío, pero, una vez se me acostumbraron los ojos a la oscuridad, me di cuenta de que dentro había una gran cesta de mimbre, con forma de urna. Intrigado agarré la cesta con ambas manos. Pesaba menos de lo que había esperado, pero al levantar la tapa, supe que había algo dentro.