EL PRÓXIMO JUEVES
a las 2 EN PUNTO DE LA TARDE
Un CRIMINAL y ASESINO
de los más Célebres
DEL PRESENTE SIGLO
será
COLGADO
en el lugar de las Ejecuciones Públicas de
NEWGATE
—¿Sabes lo que dice el señor Spintwice? —soltó Nick—. Que la justicia no existe.
Yo ya sabía que Spintwice no escondía su desprecio hacia el afán de la gente por reunirse en multitudes para presenciar cómo ahorcaban a un hombre.
—Con eso ¿qué quiere decir?
—Creo que quiere decir que nadie queda nunca satisfecho por completo —reflexionó Nick—. No puedes arreglar las cosas y que vayan bien, una vez que las has estropeado, a no ser que pudiéramos volver al pasado y empezar de nuevo. Como, por ejemplo, colgar a una persona. Eso no borra el crimen que cometió en el pasado. La gente quiere sangre, pero una vez se les ha dado sangre, no viven mejor que antes, ¿a que no?
El griterío se hacía cada vez más intenso, mientras aumentaba la expectación. La gente empezaba a sentir que se acercaba la hora.
—¿Quieres quedarte a mirar? —le pregunté.
—La verdad es que no.
—Vámonos —dije, y nos volvimos por donde habíamos venido. Tenía que ir tirando con fuerza de la correa de
Lash
para que no se entretuviera con los corazones de manzana y los pedazos de pastel que la gente había lanzado al suelo.
Cuando conseguimos salir de la muchedumbre, una mujer se acercó a nosotros para vendernos dulces.
—Naranjas azucaradas —coreaba—, y cerezas y jengibre. Delicias venidas en barco desde las Indias. —Echamos un vistazo a la bandeja y vimos cuadraditos y rombos de fruta azucarada, algunos de ellos envueltos en papel de arroz. La misma bandeja, cubierta de azúcar, despedía un aroma fuerte y especiado. Nick alargó la mano y agarró un cuadradito de jengibre.
—Esto es para ti —dijo buscando en el bolsillo alguna moneda.
La mujer se fue y él me dio el dulce. Retiré el papel delgado y arrugado que lo envolvía y me metí el pedazo de jengibre en la boca. Justo cuando iba a tirar el papel, me fijé en que tenía unos dibujos azules.
—Espera —dije con la boca llena. Planché el pequeño y pegajoso papel y vi que llevaba impresa una inscripción en un color azul pálido. Lentamente, fui reconociendo los garabatos.
Miré a mi alrededor.
—¿Dónde está esa mujer? —pregunté. Intentamos encontrarla, pero se había perdido entre la muchedumbre, y la aglomeración era demasiado densa para poder ir tras de ella.
Nos volvimos y seguimos caminando, el uno junto al otro. La multitud estaba demasiado atenta al espectáculo que habían venido a presenciar; nadie prestaba atención a dos chicos de un parecido asombroso, uno de ellos arrastrando un perro de largas patas y ambos mirando continuamente hacia el lado para asegurarse de que el otro todavía seguía allí, como si, tras haberles costado tanto tiempo encontrarse, estuvieran decididos a no separarse nunca más.
Al final de la calle, se abrió una puerta en los muros de la prisión y vimos que, por una escalerilla de madera, subían a una corpulenta figura hasta la parte trasera de un carro. Resonando encima de nuestras cabezas, las campanas de la iglesia del Santo Sepulcro empezaron a componer el solemne carillón que precedía al toque de las dos. Gradualmente, empezando por las primeras filas, el estruendo de la muchedumbre se fue apagando y el silencio se extendió por la calle, cuesta arriba, hasta llegar a la catedral.
PAUL BAJORIA, nació en 1964 en el noroeste de Inglaterra. Su madre, Muriel, era enfermera en Humberside mientras que su padre, Shyam, emigró desde la India para trabajar en el hospital donde conoció a su mujer. Bajoria en la actualidad es escritor y productor para la BBC, ha estudiado en las universidades de Oxford y Toronto, y vive en Northumberland con su pareja y sus dos hijos, Verity and Dominic.