Rastros de Tinta (7 page)

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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

BOOK: Rastros de Tinta
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Al despertar, me encontré con un par de ojos a menos de un palmo de los míos y noté el hedor de un aliento cálido en la nariz.

Me sobresalté y en seguida me di cuenta de que se trataba del tipo flacucho de la pareja de ladrones, que me miraba fijamente con su nariz en forma de hocico enganchada a la mía.

—Ya, Coben —dijo de golpe—. Ya vuelve en sí.

—¿Quién eres? —le pregunté atontado. Al moverme, una súbita punzada de dolor en la frente me trajo la imagen fugaz del muchacho subido al muro y del ladrillo que debía de haberme golpeado.

Gemí y dejé caer la cabeza sobre la pila de harapos en la que estaba tendido. Me hallaba en un lóbrego rincón de una habitacioncilla húmeda, iluminada tan sólo por una vela que parpadeaba sobre una mesa, cerca de mí. Los dos villanos que había estado persiguiendo estaban allí; el de la cabeza vendada apareció en ese momento, detrás del otro, y ambos se quedaron observándome mientras yo seguía tendido.

—Hermosa criatura —murmuró irónicamente uno.

—Y con pinta delicada —añadió el otro, con un deje de desdén—. Tiene pellejo de chavala.

Yo me puse tenso. Desde que salí del orfanato, y de eso ya hacía unos cuantos años, no había olvidado que uno de los chicos más mayores me había dicho una vez que cuando dormía, parecía una niña. No me importaba demasiado, porque normalmente nadie me veía mientras dormía, pero esos dos tipos desagradables habían hallado mi punto débil, y su tono burlón me puso los pelos de punta. Me incorporé apoyándome en los codos para estar en una mejor posición.


Lash
—llamé de repente, buscando a mi alrededor. No había ninguna señal de él—. Mi perro. ¿Dónde está mi perro?

—A tu perro no le pasará nada —me aseguró el de la cabeza vendada— mientras hagas todo lo que se te diga.

—¿Dónde está? —insistí, empezando a sentir pánico.

—Esa información nos la reservamos —dijo, incisivo—. ¿Qué hacías siguiéndonos?

—No entiendo —mentí, y cerré los ojos al sentir una punzada de dolor en la frente.

—Nos estabas siguiendo con un perro —soltó el otro, el flacucho—. ¿Por qué nos seguías?

—No os seguía —volví a mentir.

El tipo de la venda avanzó, se agachó sobre mí y me agarró de los hombros con demasiada firmeza.

—Muy bien —insistió, estrujándome con sus manos inmensas y mugrientas—, sabemos que es tu padre quien te ha enviado, pero lo lamentará, ya nos encargaremos nosotros de que lo lamente. Dinos qué ha hecho el contramaestre con el camello.

Me quedé mirándolos sin saber qué decir. Ellos también creían conocer a mi padre, ¡igual que el marinero de delante de El Galeón! ¿Qué demonios pasaba? Estaba demasiado asombrado para poder articular ni una sola palabra.

—Venga, chico del contramaestre —dijo el flacucho—, no nos lo pongas más difícil.

—Sólo conseguirás que sea más doloroso para ti —farfulló el tipo vendado—. Ya verás como te haremos cantar. ¿Qué se trae entre manos el contramaestre? ¿Dónde está el camello?

La cabeza me zumbaba por el golpe en la frente y no estaba muy seguro de oír bien. Por un momento pensé que aquellos dos tipos debían estar en el mismo extraño estado, fuera el que fuera, que la noche anterior había hecho que los amigos de Flethick dijeran tonterías. Pero empezaba a darme cuenta de que me estaban tomando por otra persona. «Pídeselo bien al contramaestre —entonó una voz en algún rincón de mi mente— y te cortará el pescuezo!» Una desagradable sensación en el estómago me confirmó que estaba metido en un buen lío. Ojalá
Lash
hubiera estado a mi lado.

—No sé de qué me hablan —les dije—. No conozco a ningún contramaestre.

El tipo vendado soltó una carcajada seca.

—Ya les gustaría a muchos no conocerlo —exclamó—. Incluso a su propio chaval, te lo aseguro. —Se le oscureció el rostro—. Canta —me ordenó, agarrándome del pescuezo—. Has estado a bordo de ese barco desde Londres hasta Calcuta y de vuelta, y has visto cada movimiento del camello, y es tu propio padre quien lo ha birlado, ¡estamos seguros!

Era incapaz de entender a qué se refería el tipo de la venda. ¿Realmente había dicho «camello»?

—¿Qué camello?

—Coben —intervino el flacucho—, quizá lo ha olvidado. El ladrillazo le debe de haber hecho perder la cabeza.

—No sientas pena por él, Jiggs —dijo el que se llamaba Coben—. Si te crees una sola palabra de lo que dice, entonces es que eres mucho más estúpido de lo que pareces.

Jiggs abrió su boca de tonto, pero se lo pensó dos veces antes de ponerse a discutir. Coben me cogió de la barbilla con su enorme mano sucia y volvió a hacerme la pregunta, esta vez con tono más amenazador.

—¿Dónde está el camello?

Me estaba haciendo bastante daño en la barbilla con los dedos, e instintivamente levanté las manos para intentar librarme de su brazo. Afortunadamente, no me había cortado las uñas desde hacía dos semanas; se las clavé en la piel aceitosa y conseguí hacerle seis profundos rasguños en forma de media luna, de los que empezó a brotar sangre mientras el tipo me miraba sorprendido.

Lentamente, fue haciendo una mueca hasta enseñarme los dientes marrones, y soltó un gruñido.

—Tú lo has querido, rata de bodega —bramó—. Ayúdame, Jiggs.

Y mientras yo me debatía y pateaba, aquella horrible pareja me agarró de las piernas y los brazos, y me arrastraron al otro lado de la habitación, donde vi que estaba el recargado baúl que habían sacado de
El Sol de Calcuta
. Los detalles dorados de la tapa brillaban bajo la luz de la vela: dibujos como pavos reales con las colas abiertas en abanico, formas líquidas como lágrimas de oro. Pero no tuve demasiado tiempo para observar el baúl, por lo menos desde fuera. Antes de que me diera cuenta de lo que pretendían hacer, Coben había abierto la tapa ¡y me estaban metiendo dentro! Me puse a gritar furioso, soltando todos los insultos que conocía, que seguramente no eran ni la mitad de los que habría sabido si realmente hubiera sido el hijo del contramaestre. Dando patadas como un loco, conseguí asestarle un buen golpe con el tacón al que se llamaba Jiggs. Le di en un punto de la parte delantera de los pantalones que hizo que me soltara repentinamente y se volviera alarmado, agarrándose la parte dolorida. Pero Coben era fuerte por los dos, y yo a su lado era como un bebé, gimiendo y dando débiles patadas, mientras él me metía dentro del baúl y cerraba la tapa de un sonoro golpe.

Pasaron un par minutos antes de que pudiera empezar a pensar con claridad. Las voces de Coben y Jiggs se filtraban débiles en la oscuridad del baúl, y mientras, yo los oía sin poderme mover. Me esforcé para entender lo que decían, pero la sólida madera distorsionaba sus palabras y, además, hablaban en una extraña jerga que no acababa de entender.

—Será mejor que les preguntes a las tres amigas —me pareció oí decir a Coben.

Jiggs respondió con un murmullo confuso, pero dijo algo que sonaba como: «Ese granuja está pidiendo a gritos que lo ahoguen». Su tono de voz indicaba que todavía le dolía el golpe.

—Aún no —repuso Coben—, le podemos sacar más información. —Se oyó otro murmullo indescifrable de Jiggs y entonces Coben añadió—: No tenemos mucho tiempo. Mi nombre corre por ahí.

Jiggs dijo algo que tampoco pude entender. ¡Qué irritante era ese tipo!

—El hombre de Calcuta lo sabe. —De nuevo la voz de Coben—. Aunque hay algo que no me gusta. Puede ser una trampa, Jiggs. Pero lo cierto es que necesito un bote.

Se oyeron más ruidos. Era como si se prepararan para salir. Oí sus pasos que se alejaban subiendo por una escalera. En algún lugar en lo alto resonó un portazo y el ruido de unas llaves girando.

Silencio. Se habían ido.

Empecé a palpar con la mano el interior del baúl para ver si había alguna manera de abrirlo. Pero por mucho que empujara la tapa, no había manera de que cediera. Estaba encerrado allí dentro, doblado por la mitad, con las rodillas contra la cara, y unos cuantos objetos duros bajo el cuerpo. Examinando a tientas el fondo de mi prisión, mis dedos rozaron un objeto afilado, como un cuchillo largo. Estaba atrapado por completo bajo mi peso, y por mucho que lo intenté no pude moverlo.

No veía nada en absoluto. Sólo esperaba que hubiese alguna grieta en algún rincón del baúl por donde entrara aire, si no acabaría ahogándome. Cuando comencé a aceptar mi verdadera situación, me entró el pánico, y me puse a chillar y a aporrear las paredes del baúl, pero tenía tan poco espacio para moverme que casi no pude hacer ningún ruido. Me cansé mucho. Al final me rendí, con los ojos llenos de lágrimas de frustración. ¿Dónde estaba
Lash
? ¿Qué habían hecho con él? En la oscuridad pude recordar claramente el rostro del gamberro, y me pregunté cuánto dinero le habrían dado Coben y Jiggs para que me lanzara el ladrillo contra la cabeza.

Diferentes rostros me rondaban por la cabeza: el hombre del bigote con la cabeza de cuervo astuto que había adoptado en mi sueño; Coben y Jiggs, burlones; el oficial de aduanas riendo mientras estos le pasaban el dinero. El aire de dentro del baúl me estaba mareando. Lo notaba cargado de un olor extraño que me recordaba el aire enrarecido de la guarida de Flethick. Creí oír una extraña música, subiendo y bajando de volumen, una música que no sonaba como nada que hubiera escuchado antes; subía y bajaba y parecía evitar todas las notas que me eran familiares. Los sucesos de los últimos dos días se mezclaron en mi cabeza, sin ningún orden, descontrolados. Me veía imprimiendo carteles con la cara de un perro. Bob Smitchin hablaba de camellos, con otras tres personas a su alrededor. «Mog —decía—, que descortés por mi parte no haberte presentado. Éstas son las tres amigas.» Se volvieron para mirarme, y me di cuenta, con horror, de que las tres tenían el rostro del preso fugitivo. Entonces bajé los ojos para mirarme y vi que, por momentos, mi ropa se volvía negra del alquitrán que se filtraba desde mi cuerpo. «¡Tinta! —grité a los tres presidiarios—. ¡Tinta china venida de las Indias, de Calcuta!» Se quedaron mirándome fijamente, y sus cabezas se volvían cada vez más y más grandes sobre sus hombros, hasta que uno de ellos cogió un ladrillo, lo lanzó y al instante lo vi avanzando hacia mí, girando lentamente en el aire, infinitamente despacio.

Me desperté al oír golpes y ruidos fuera del baúl.

¿Cuánto tiempo había estado durmiendo? Seguía estando totalmente a oscuras; intenté abrir y cerrar los ojos, pero no noté ninguna diferencia. Alguien estaba en la habitación, tirando cosas. ¿Habrían vuelto Coben y Jiggs? Si así era, debían de estar borrachos.

La cabeza me dolía como si me la hubiesen golpeado con cucharas durante horas. Traté de moverme todo lo que pude dentro del estrecho baúl, noté un dolor punzante en el pulgar y recordé el cuchillo, o lo que fuera, que estaba atrapado bajo mi peso. Con dificultad, me llevé el dedo gordo a la boca e inmediatamente noté cómo la lengua se llenaba de cálida sangre fresca.

Justo al lado de mi oreja derecha, oí un clic.

¡Alguien estaba abriendo el baúl! De repente, la luz lo inundó todo, y tuve que cerrar los ojos, deslumbrado tras haber pasado tanto tiempo en la oscuridad más absoluta. Y así me encontré parpadeando ante una cara de sorpresa que no era ni la de Coben ni la de Jiggs ¡sino la del misterioso hombre del bigote!

Instintivamente, se me escapó un grito de puro terror, y lo mismo le pasó a él. Encima de su nariz ganchuda, sus ojos eran aún más blancos y más grandes que cuando lo había visto bajo la luz de la farola la noche anterior.

Durante unos segundos estuve demasiado sorprendido para poder reaccionar, pero luego me puse de rodillas y metí la mano dentro del baúl para agarrar el cuchillo que había notado en el fondo. Sólo después de lazarlo por encima de mi cabeza me di cuenta de que, en realidad, se trataba de una inmensa cimitarra curvada con el mango de oro, una arma tan formidable que habría podido hacer retroceder a una manada de elefantes. El hombre de tez marrón no supo estar a la altura: ¡un chico cubierto de alquitrán apareciendo de repente de dentro del baúl como un muñeco accionado por un resorte y blandiendo una inmensa espada que centelleaba bajo la luz de la vela! El tipo salió corriendo escaleras arriba, dejando la vieja puerta de madera abierta.

Me senté en el borde del baúl. Estaba temblando. Por primera vez le eché un buen vistazo al arma que tenía en las manos. Pesaba al menos la mitad que yo. Tenía la brillante hoja un poco manchada de mi propia sangre. La limpié con el borde de mi camisa, donde una mancha de un rojo brillante se sumó al negro del alquitrán.

Mi cabeza iba a toda marcha; a cada latido, con cada gota de sangre que se escurría por la herida de mi pulgar, tenía un nuevo pensamiento. Ese desconocido, que acababa de encontrarme dentro del baúl y con el que me había topado la noche anterior cuando corría por el Callejón de los Degolladores, estaba buscando algo. ¿Qué? ¿Lo mismo que Coben y Jiggs, incluido el misterioso «camello»? ¿Le pertenecería el baúl y había acudido allí para tratar de recuperarlo? «El hombre de Calcuta lo sabe», había oído decir a Coben. Ese tipo era el hombre de Calcuta, ¿no? Estaba completamente seguro. Y Coben y Jiggs le tenían miedo.

Me estremecí. Si conseguía atemorizar a semejante pareja sin escrúpulos, ¿qué clase de maldades sería capaz de cometer aquel tipo?

Levanté los ojos y vi la puerta abierta. No debía quedarme allí mucho tiempo más; Coben y Jiggs podían volver en cualquier momento. Y además tenía que encontrar a
Lash
. Examiné la espada y tuve la tentación de llevármela, tanto como arma defensiva como por todo lo demás. Pero causaría un gran revuelo si salía a la calle con ella, y no podía escondérmela dentro de la manga ni debajo de la camisa. A mi pesar, la volví a dejar en el baúl, pero al hacerlo me llamaron la atención unos detalles tallados en el mango y volví a sacarla. Paseé el pulgar sano por encima del dibujo para limpiarlo. Una especie de delgadas serpientes se entrelazaban formando un entramado de complejos nudos. Me resultó extrañamente familiar.

Sobre la mesa, un grueso cabo de vela seguía ardiendo. El corazón brincaba dentro de mi pecho. Sabía que tenía que salir de allí, pero junto a la vela, debajo de una botella de ron vacía, había un desordenado montón de papeles y no pude evitar echarles una rápida ojeada. El primer papel era una sucia nota garabateada en un pergamino deshilachado.

senores

la prosima ves tenéis queser mas rápidas. sios crusais en mi camino no tendreis segunda opartunida. esta es mi tierra y mi jente os va detrás. la lei bigila las 3 amigas y
yo os bigilo.

buestro amigo

el CONTRAMAESTRE

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