Examiné el interior. Fuera lo que fuera, estaba en el fondo; era de color oscuro y a primera vista, no muy grande. ¿Qué podía ser? ¿Un pedazo de tela? ¿Algo de comida?
Entonces, lentamente, con un roce siniestro contra el mimbre, lo que había allí dentro se movió.
¡Estaba vivo! Con la luz que había sólo conseguí ver algo que se retorcía en el fondo de la cesta, molesto por el movimiento inesperado, despertando, levantando de repente una cabeza negra, esbelta y letal. Con una mezcla de terror y repulsión, volví a cerrar la tapa.
Una serpiente. ¡La serpiente! ¿Cómo podía esperar otra cosa? Tenía que salir de allí.
Pero cuando me alejaba del compartimiento secreto, oí el sonido inconfundible del pomo de una puerta al abrirse en el piso de abajo, seguido de unos pasos lentos, como si alguien entrara en el recibidor y se parara al pie de la escalera. Estaba acorralado.
Presa del pánico, recorrí la habitación con la mirada. Podía oír los pasos resonando implacables mientras subían por la escalera hacia mí. Tan sólo había un sitio donde esconderse.
Las lágrimas me inundaron los ojos mientras me metía en el escondrijo secreto. Puse la cesta de la serpiente lo más lejos que pude, junto a la puerta de la trampilla, y me apreté con todas mis fuerzas contra la pared trasera. No sabía qué era lo que me aterrorizaba más: si el hombre de Calcuta o su serpiente, a la que podía oír deslizándose ásperamente, enrollándose sobre sí misma, dentro de la cesta.
Aguanté la respiración en la oscuridad. En pocos segundos los pasos entrarían en la habitación, y lo único que podía hacer yo era apretarme más y más contra la pared, rezando para no ser descubierto. La luz gris del crepúsculo entró en el escondrijo cuando la trampilla se abrió, y un par de manos agarraron la cesta.
Me preparé para lo peor, y me quedé tan inmóvil como pude, con el corazón latiéndome fuerte, esperando que no me viera. Una voz se puso a hablar suavemente, en una lengua extranjera, susurrante, como si las palabras se dirigieran a la serpiente. Cuidadosamente, las manos sacaron la cesta a través del agujero, y mientras la voz seguía cantando suavemente y yo continuaba apretándome contra la pared trasera del escondrijo, la puerta de la trampilla se cerró y oí el clic de un cerrojo.
Abrí los ojos. Una oscuridad absoluta. Los pasos se iban alejando, cada vez más inaudibles, bajando la escalera. Notaba el pulso palpitándome en las sienes. No me había descubierto y se había llevado la serpiente, pero a cambio estaba atrapado. Durante lo que por lo menos duró un minuto no me moví; todo lo que me acababa de pasar en los últimos instantes daba vueltas en mi cabeza. Cuando al final me moví, fue porque de repente noté que la pared del compartimiento temblaba a mis espaldas.
Intenté no perder el equilibrio, pero me había estado apoyando con todas mis fuerzas contra ella, y esa pared se derrumbaba. Antes de poder reaccionar, había caído junto con una cascada de ladrillos y estaba tendido de espaldas en el suelo, a oscuras, magullado y mareado.
Justo cuando me decía que el estrépito de la pared al derrumbarse haría que el hombre de Calcuta volviera a subir para investigar qué había pasado, sentí algo húmedo en la cara. Aterrorizado, pensé que debía de ser la serpiente, pero había algo en aquella sensación que me resultaba demasiado afectuoso, demasiado familiar.
—¿
Lash
? —musité asombrado.
Respondió a su nombre lamiendo con más brío; sus bigotes me hacía tantas cosquillas en la cara que al final tuve que apartarlo, a pesar del alivio que sentía. Me incorporé y me di cuenta de dónde estaba. Me hallaba en mi habitación en el piso superior de la imprenta de Cramplock. ¡Había atravesado la pared de la casa vecina y había ido a parar dentro del armario de mi propia habitación!
Todo empezó a cobrar sentido. Mientras rodeaba el cuello de
Lash
con los brazos, comprendí exactamente cómo la serpiente había podido entrar y salir de mi habitación la noche anterior. Los ladrillos de la pared que separaban mi habitación del escondrijo de la casa de al lado debían de estar muy sueltos. Seguramente el hombre de Calcuta había quitado algún ladrillo y había dejado que la serpiente se deslizara a través del agujero. A cualquier hora del día y de la noche, la podía enviar a mi habitación, o ¡podía entrar él mismo con sólo mover unos cuantos ladrillos! Aguantándome en el cuello de
Lash
para no perder el equilibrio, me puse de pie y me empecé a sacudir el polvo.
Tenía que encontrar la manera de explicarle al señor Cramplock lo de la pared, para que la hiciera tapiar urgentemente. Con un escalofrío de miedo, me di cuenta de que si no lo hacía, yo corría el peligro de ser asesinado mientras dormía.
De la imprenta no llegaba ningún ruido y todo estaba oscuro. Sin duda, Cramplock ya se había ido a casa, pero había ladrillos por doquier, y tenía que volver a colocarlos en su lugar, si no el hombre de Calcuta volvería y descubriría el agujero.
Cuando terminé, la pared estaba algo torcida, pero por lo menos no había ningún agujero grande, así que decidí que ya estaba bien. Había sido un día largo y de repente sentí una gran necesidad de descansar. Pero tenía muchas preguntas que seguían dándome vueltas en la cabeza, como polillas revoloteando alrededor de la luz. ¿Adonde habría ido el hombre de Calcuta con la serpiente? Estuviera donde estuviera, seguro que no tenía buenas intenciones.
Lash
había salido de la habitación y silbé para hacerlo subir de la imprenta, donde debía de estar fisgoneando, haciendo sus rondas nocturnas de costumbre, asegurándose, antes de irse a dormir, de que todo estaba en su lugar y de que todo olía como tenía que oler. Oí sus pasos en la escalera y entró en la habitación, pero cuando me agaché para acariciarlo, vi que llevaba algo en la boca.
—¿De dónde has sacado esto? —le pregunté.
Era un pedazo de papel. Intenté sacárselo de entre sus mandíbulas, pero no quería soltarlo, creyendo que era un juego. Así sólo conseguiría romperlo.
—¡
Lash
! —ordené con severidad—. ¡Suéltalo ya!
Me obedeció y yo recogí el papel del suelo. Lo desplegué.
—¿Dónde lo has encontrado? —le volví a preguntar.
Estaba mordisqueado y un poco mojado, pero aún se podían leer fácilmente las palabras del mensaje, redactadas con la misma caligrafía que la de la nota que Cramplock había encontrado clavada en la puerta la otra noche.
Chico,
decía,
Debemos hablar. Los malos te encuentran.
Debe vigilar 3 amigas.
Aquel mensaje tan críptico me hizo estremecer. Volvía a ser la letra del hombre de Calcuta, irregular y precipitada, y claramente iba dirigido a mí. Pero había algo que la hacía diferente de la nota de amenaza que había clavado en la puerta dos noches antes. La leí cuatro o cinco veces más.
Aquello no parecía una amenaza. Era una advertencia. Como si el hombre de Calcuta quisiera evitar que me hicieran daño.
Me senté en el borde de la cama, y sin querer di una patada a algo que soltó un sonido metálico. Busqué a tientas por el suelo, y justo debajo del borde de la cama mis dedos encontraron la lata que contenía mis tesoros. Al atravesar la pared del armario, había caído de la estantería y había rodado por el suelo.
La destapé y miré dentro. Entre los trozos de papel, encontré la primera nota del hombre de Calcuta, con el pequeño agujero que dejó el calvo. No había duda de que aquella nota implicaba una amenaza.
Tan listo encontró su camello.
Le haré ver la muerte en breve.
Pero al releer la nota, empecé a pensar más detenidamente en lo que decía. ¿A quién se refería ese «le»? Yo había creído que a mí, que me trataba de usted, y por tanto era obviamente una amenaza. Pero quizá la frase era en tercera persona y podía referirse a cualquiera. Y entonces, con una emoción cada vez más grande, me di cuenta de que «su camello» podía no querer decir mi camello, sino el del contramaestre. Y por tanto la primera frase significaba que yo había sido lo suficientemente listo para encontrar el camello del contramaestre.
Y si el «le» de la segunda frase se refería al contramaestre, entonces…
—
Lash
, creo que esto puede ser importante —le dije, levantándole las orejas para que me oyera bien—. ¿Me entiendes?
Me lamió la nariz. El corazón me latía a toda prisa. Un minuto atrás me sentía completamente agotado, pero me había espabilado de golpe. Estaba a punto de explotar de las ganas que tenía de hablar con alguien, pero a esas horas de la noche, en una casa vacía, sólo tenía a
Lash
.
De manera que hice lo que siempre había hecho cuando tenía algo en la cabeza que no podía esperar hasta la mañana siguiente. Metí la mano en la caja de lata y saqué
El libro de Mog
.
Había corrido tantas aventuras desde lo último que había escrito, que no sabía por dónde empezar.
Ha pasado algo sorprendente
, —escribí—. Ésa era la manera en la que empezaba todas las páginas los últimos días.
El hombre de Calcuta se esconde en la casa de al lado
, —continué—.
He descubierto dónde guarda su serpiente. La casa está llena de una música extraña, como una casa encantada, y en su interior todo está como si nunca hubiera habido un incendio. Ahora me parece como un sueño, pero yo sé que es real, porque me ha dejado otra nota. Creo que…
Me quedé encallado.
—¿Qué es lo que creo,
Lash
? —le pregunté.
Lash
estornudó, puso cara de asombro y sacó la lengua para limpiarse el hocico.
—Qué gran ayuda tengo en ti —dije.
… debo haberme equivocado con él. Quizá quiera ayudarme. Me perece que a quien realmente busca es al contramaestre. Tengo que vigilarlo. Me da mucho miedo, aunque parece como si todo me arrastrara hacia él, vaya donde vaya.
Me empezaban a escocer los ojos. Cerré el libro, puse todas las cosas de nuevo dentro de la caja de lata y la devolví al armario. Después me metí en la cama.
Pero no me quedé por mucho rato. Tenía tantas cosas en la cabeza que creo que me habría costado lo mismo dormir que volar. El mensaje decía que debía vigilar Las Tres Amigas. ¿Pues qué hacía que no estaba allí?
Dejé a
Lash
en su cesta, y sigiloso como un gato negro, salí de la imprenta. Fuera reinaba una oscuridad casi completa y, a esas horas de la noche, algunas de las partes menos iluminadas de la ciudad daban mucho miedo. Casi de inmediato pensé que ojalá hubiese traído conmigo a
Lash
, y estuve a punto de volver a buscarlo. Oía voces susurrantes aquí y allá, tras las puertas y en los sótanos a la altura de mis pies. En cada sombra veía los rostros de ladrones, contramaestres y hombres con cestas, incluso cuando no había nadie. Me puse a caminar a toda prisa.
Seguía pensando en el hombre de Calcuta. Estaba claro que era un hombre peligroso, pero ¿estaría él también en peligro? Me imaginé su alta figura atravesando vigilante las calles oscuras con la cesta de la serpiente en brazos, los ojos atentos a cada sonido y el ala del sombrero tapándole misteriosamente el rostro.
Debemos hablar.
¿Qué pensaba hacer para hablar conmigo? ¿Escalar por el muro de casa en medio de la noche? Todo eso me hacía sentir mucha inquietud, pero aunque sabía que seguía temiendo al hombre de Calcuta, había una parte de mí que deseaba hablar con él.
Al salir de la imprenta, había tenido muy claro hacia dónde debía dirigirme, pero en la oscuridad de los estrechos callejones de esa parte de Londres, todas las esquinas parecían la misma y en seguida pensé en que ojalá estuviera Nick para guiarme, como si fuera de día, a través del laberinto. Noté un hedor intenso, y el aire se notaba húmedo y enfermizo. Había perdido el sentido de la orientación y no sabía decir si iba hacia el río o me alejaba de él, si iba hacia el centro de la ciudad o lo dejaba a mi espalda. Por eso, me quedé tremendamente sorprendido cuando, al salir de unos viejos callejones especialmente ruinosos, me encontré en la esquina misma de la taberna Las Tres Amigas.
Crucé la calle para tener una vista mejor. La taberna se alzaba al final de una tortuosa línea de edificio altos, que se apoyaban en ella como si quisieran lanzarla a codazos colina abajo para tirarla al río. Delante de la taberna había una vieja iglesia altísima y con un pequeño cementerio, y fue a través de la verja del cementerio por donde me colé en busca de un lugar donde esconderme. Había un punto en que el muro del cementerio era muy bajo y estaba oculto entre las sombras. Las lápidas se alzaban formando un grupito malhumorado, como si fueran una pandilla de niños enfadados. De vez en cuando, una rata escarbaba la tierra o arañaba con sus afiladas uñas la madera de las cajas bajo tierra. Di la espalda a ese paisaje y me agaché para vigilar la taberna.