Mog es un pequeño huérfano que se gana la vida como aprendiz en la imprenta de Cramplock.
Por sus manos pasan los carteles de se busca de todos los delincuentes de los barrios bajos de Londres. Su naturaleza curiosa le llevará a meterse en líos. Ya no serán aquellas caras que salen de la imprenta en los grandes carteles que tiene que apilar con cuidado los que perturben sus sueños, sino los delincuentes de carne y hueso. Se verá mezclado en los sucios asuntos del hampa como el tráfico de droga, secuestros, robos y hasta asesinatos.
En sus correrías por las tabernas de los suburbios del puerto de Londres conocerá a Nick, el hijo del violento contramaestre. De esta amistad le vendrá una ayuda imprescindible para desentrañar el difícil enigma que se complica cuanto más investiga pero, también, le acarreará grandes peligros.
¿Qué pretende el Hombre de Calcuta con aquella serpiente? ¿Será él quien ha robado el camello que buscan todos los delincuentes de Londres?
Es un libro que engancha desde el principio. Está muy bien contado. Quizás es excesivamente turbio el ambiente para ser una lectura juvenil pero aunque a veces se insinúa nunca llega a ser de mal gusto.
Paul Bajoria
Rastros de Tinta
Printer's Devil 01
ePUB v1.0
Wertmon04.09.12
Título original:
The Printer's Devil
Paul Bajoria, 2005.
Traducción: Marc Rosich i Martí
Editor original: Wertmon (v1.0)
ePub base v2.0
Era el hombre más feo y con la mirada más perversa que había visto en mi vida.
Me miraba fijamente desde el cartel; las líneas de su rostro brillaban a medida que se secaba la tinta, y eso lo hacía parecer aún más vivo y amenazador. Sujeté el cartel con el brazo extendido para evitar que se arrugara.
COCKBURN
Recorrí el nombre con la vista, deletreándolo en voz baja mientras examinaba las grandes letras negras. ¿Estaban todas bien rectas? La parte de arriba de la «R» no se había impreso bien. A pesar de eso, el efecto era impresionante, y aunque sentía un poco de miedo ante ese villano de ojos malvados, que parecía querer salir del dibujo y estrangularme, estaba muy satisfecho de mi trabajo. Al fin y al cabo, me dije a mí mismo, si el cartel aterrorizaba a la gente, más fácil sería que colaboraran para atrapar al criminal.
Me di cuenta de que uno de los signos de admiración estaba algo torcido. Tendría que enderezar el tipo antes de hacer más.
Ser aprendiz de impresor era un trabajo duro. Tenía que hacer recados y realizar todas las tareas más aburridas y sucias, y el señor Cramplock sólo me pagaba un par de chelines a la semana, lo que no era mucho. Pero lo bueno era que nuestro establecimiento solía ser el primer lugar al que todo el mundo acudía cuando querían que alguna noticia se propagara por la ciudad, así que Cramplock y yo nos enterábamos de todo antes que el resto de la gente. Siempre estábamos haciendo carteles, folletos, libros y periódicos donde se informaba de lo que pasaba por el mundo. Si se había convocado una reunión, o se iba a estrenar una obra de teatro, o se estaba preparando una subasta, o se esperaba una exposición de objetos curiosos, o se había escapado algún convicto, o se iba a ahorcar a alguien, o se encontraba algún cadáver ahogado en el río, o había desaparecido algún ser querido, existían muchas posibilidades de que nosotros estuviésemos al corriente. Eso me hacía sentir importante; caminaba por las calles de Londres y constantemente veía las grandes letras oscuras de mis carteles empapelando muros de ladrillos y vallas de madera. Despertaban en la gente alegría, curiosidad o temor; hacían hablar a todo el mundo. Parecía como si las cosas ocurrieran gracias a mi trabajo.
Solían llamarme el diablillo de la imprenta. Tenía el pelo corto y oscuro, y a menudo llevaba la cara sucia, debido a la tinta que acababa salpicada por todo el taller. Debajo de la tinta, mi piel era morena, tostada por el sol del verano. Por aquel entonces, estaba como un palillo, y solía trabajar con unos pantalones largos y anchos que me iban grandes en la cintura, por lo que siempre tenía que estar subiéndomelos, sobre todo cuando corría. «Por allí viene el diablillo de la imprenta», decía la gente. Al principio pensé que ésa no era una manera muy agradable de llamar a alguien, pero parecía que nadie lo decía con mala intención y en seguida me acostumbré a ese nombre.
—Cuidado con ese signo de admiración, Mog —dijo Cramplock, apareciendo a mi lado para examinar el cartel.
—Señor Cramplock, ¿no le parece que tiene pinta de malo? —comenté, casi con admiración, mientras sostenía el cartel en alto.
—Tiene pinta de asesino, Mog, hum, ¡de asesino! —Repitió la palabra saboreándola y mirando con un gesto de aprobación por encima de sus gafas.
—¿Y qué ha hecho, señor Cramplock? ¿Ha matado a alguien? —pregunté impaciente. Deseé que fuera así, hasta que me di cuenta de que no debía de ser muy correcto desear algo así.
—No lo sé, Mog. Pero mejor no arriesgarse con él, ¿no crees?
—«¡ES MUY PELIGROSO!» —releí en el cartel antes de dejarlo. Cuando lo coloqué sobre la mesa, el papel se dobló un poco por la mitad, de una manera que parecía que el presidiario se inclinara hacia delante adrede para amenazarme con su rostro tosco y su ceño fruncido. Los ojos, aunque bastante pequeños, como dos inoportunas manchitas negras en el papel, eran la característica más notable de su rostro, y me lanzaban una mirada sangrienta. Me dije que nunca olvidaría esa cara, ni tampoco el nombre que había quedado impreso en grandes letras al apretar los tipos de metal negro sobre el tosco papel blanco.
—Cock… —dije lentamente— … burn. —Y los ojos del fugitivo brillaron, como si hubiese reconocido el sonido de su nombre, como si algo ardiera tras esos ojos, una especie de llama siniestra.
Eché una ojeada nerviosa al taller, como si esperara verlo aparecer de repente a nuestra espalda.
—No cree que se esconda por aquí cerca, ¿verdad, señor Cramplock?
Cramplock soltó una breve risotada.
—Si está en su sano juicio, habrá huido muchísimo más lejos.
Cramplock se volvió y tiró del mugriento cuello de su camisa para que le entrara algo de aire fresco. Por el momento, ésa había sido la semana más calurosa del año; de hecho, era el tiempo más bochornoso que recordaba en toda mi vida, y manipular las prensas era un trabajo duro y pringoso, de manera que siempre acabábamos con las camisas empapadas y la cara brillando de sudor.
Cramplock se rascó el pómulo con un dedo sucio de tinta, justo por debajo del borde de las gafas, una costumbre que tenía desde que lo conocí. Por eso siempre tenía una mancha negra de tinta en la mejilla, como si fuera un moratón, y ese día, tras frotarse el pómulo, se dio cuenta de que tenía el dedo mojado.
—¡Uf, con qué calor nos toca trabajar hoy! —exclamó, respirando con dificultad—. Tan sólo estamos a mayo, y fíjate. Si la cosa sigue subiendo así, nos espera un verano de miedo. Y eso que tenemos el invierno en casa, ¿verdad?
Era un chiste. Lo solía hacer a menudo, de una forma o de otra. Es que yo me llamo Winter, ¿sabéis? Mog Winter. Y mi apellido significa «invierno» en inglés. La gente a veces decía que era un nombre muy peculiar, pero a mí siempre me ha gustado. De vez en cuando, en la imprenta, cuando no había nada más que hacer, preparaba una plancha con mi nombre y me ponía a imprimirlo en trozos de papel para tirar. A veces utilizaba letras mayúsculas,
MOG
, a veces una mayúscula y dos minúsculas,
Mog
, y otras veces sacaba los tipos elegantes, que hacían que las letras parecieran escritas a pluma en lugar de impresas, Mog. Siempre me quedaba mirando mi nombre en el papel durante horas. Pasado un rato, dejaba de parecerme mi nombre, era como si no lo hubiese visto nunca antes; las letras se convertían en unos signos sin sentido que no formaban ninguna palabra. Hasta el momento había reunido una buena colección de esos Mogs. A Cramplock no le habría gustado nada descubrir que utilizaba el papel de esa manera, pero no me cabía en la cabeza la idea de desprenderme de ellos.
Esa tarde no iba a tener tiempo para esos entretenimientos, porque sabía que antes de meterme en la cama tenía que hacer cien copias del cartel de Cockburn. Cuando estaba a punto para volver a entintar, Cramplock se acercó a mí.
—Antes de ponerte con eso, Mog, ¿por qué no vas a buscar algo de comer a La Cabeza de la Muñeca?
Yo asentí, aliviado, porque el estómago me empezaba a crujir como un carro viejo. Eran casi las seis, y la tienda ya estaba cerrada a la clientela, pero él quería seguir trabajando hasta que hubiésemos acabado aquellos carteles y otro encargo que estaba preparando para un señor del teatro.
Los carteles de teatro eran su trabajo favorito: solía desvivirse por ellos, durante horas y sin escatimar esfuerzos, concentrándose en los diferentes tipos de letras y las tintas de colores, haciendo que los carteles parecieran tan abarrotados y emocionantes como el mismo teatro.
¡Desde Brighton, el Célebre Señor Symington! ¡Vean a Los Sunderclouds Volar por los Aires Sin Ningún Apoyo Visible! ¡Por Primera Vez en Londres, el Fantástico Víctor Reed (que realiza un Genuino Desmayo en el papel de Lady Macbeth!)
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