Rastros de Tinta (35 page)

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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

BOOK: Rastros de Tinta
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—Eran una panda de criminales, se engañaban todos, los unos a los otros —dijo Nick—. Es obvio que todos querían tener el camello en su poder, y los polvos que contenía, y la lámpara de oro.

Quería preguntarle cuál era el papel del contramaestre en toda esa trama. ¿Y cómo se sentía Nick, ahora que él estaba muerto? Pero estaba demasiado nerviosa para sacar a colación ese tema, y veía que Nick no tenía demasiadas ganas de hablar de ello.

Por lo que puedo recordar, no volvió a mencionar a su padre en toda su vida.

Nick había conseguido sacar algunas de sus pertenencias de la casa. Agarró la camisa colgada ante el fuego, metió la mano en un bolsillo y sacó un brazalete, medio disculpándose.

—Quería que vieras esto.

Aunque sabía que no era el mío, no pude evitar tener las mismas sospechas que Nick había mostrado aquel día, al amanecer, en el muelle. Era completamente idéntico: el mismo tamaño, el mismo peso, el mismo color, con los mismos dibujos serpenteantes por toda la superficie. Creo que ninguno de los dos llegó a creerse de verdad que había dos iguales, hasta que yo fui a por mi caja de tesoros, saqué del interior mi brazalete y los pusimos uno al lado del otro. Y nos pareció tan extraño, tan increíble, que nos quedamos allí sentados riendo, incapaces de hablar. ¿Qué quería decir eso?

Contemple a Nick bajo el resplandor del fuego, mientras él examinaba los dos brazaletes. Sin la camisa, pude ver que tenía la piel más morena que yo. Allí donde había quedado más expuesta al sol, en los antebrazos y en la nuca, era de un rico color chocolate, profundo, brillante. Era delgado, pero, tal como comprobé con una repentina admiración, también era fuerte.

Entonces me di cuenta de que el señor Cramplock nos estaba observando desde la puerta, y se me ocurrió que quizá llevase allí un rato. Me ruboricé un poco y me acerqué más al fuego para que se creyera que tenía las mejillas rojas del calor.

—¿Alguno de estos dos rufianes querrá otro vaso de leche caliente? —preguntó.

Nick arqueó las cejas.

—Los dos, señor Cramplock —contesté rápidamente.

Cramplock había estado muy callado mientras se habían ido conociendo los detalles del asunto y, con franqueza, no me apetecía mucho hablar con él sobre el tema. Todavía no estaba seguro de hasta qué punto él había estado involucrado en todo el lío, pero los últimos días se le notaba de mucho mejor humor. Cuando nos sirvió la leche, había una ternura en sus ojos que muy pocas veces había visto en todos los años que lo conocía.

—Señor Cramplock, creo que no le explicado toda la verdad sobre lo que ha pasado estas últimas semanas —le dije sin pensármelo dos veces.

Se acercó a nosotros y se sentó, frotándose la mejilla con insistencia.

—Mog —repuso—, me temo que ya somos dos. —Parecía que le costara encontrar las palabras más adecuadas—. Cuando me hiciste aquellas preguntas sobre las filigranas y empezamos a recibir las notas de amenaza… yo no estaba intentando ser un obstáculo en tu camino.

—Nunca pensé que lo fuera.

—Pensé que sospechabas que yo estaba involucrado en el asunto —dijo.

Reflexioné un momento.

—No exactamente, señor Cramplock —repuse—. Pero sabía que usted conocía a esa gente. Conocía a Fellman, el fabricante de papel. Y conocía a Flethick. Y pensé que quizá estuviera… protegiéndolos.

—Me amenazaron de muerte —explicó en voz baja—. Y más de una vez. Tenía mucho miedo, Mog, y si tú hubieses tenido un poco de sentido común también lo habrías tenido.

Lo observamos mientras hablaba, con una voz tenue y el rostro grave bajo el resplandor del fuego.

—Me mezclé con esa gente hace mucho tiempo —explicó—, y desde entonces estoy intentando escapar de sus garras. Querían que les hiciera ciertos trabajitos en la imprenta, falsificaciones y cosas por el estilo. Y bien, hubo una época en que sí lo hice. Pero sabía que podían meterme en la cárcel si me descubrían, y no es difícil seguir el rastro de un papel impreso, como tú bien sabes, Mog. Empecé a negarme a trabajar para ellos. No les hizo mucha gracia la idea. Y cuando Cockburn escapó de la prisión se enteraron de que yo iba a hacer el cartel de «se busca».

De pronto entendí lo que había pasado.

—¿Quiere decir que cambió el dibujo a propósito? —pregunté con los ojos como platos.

—Sí, un pequeño sabotaje, por decirlo de alguna manera —contestó, bajando la mirada—. Y entonces, bueno… te culpé a ti. Hum. Era la única manera de que dejaran de amenazarme de muerte una noche tras otra al salir del taller. Tenía que hacer algo que los convenciera de que yo los estaba ayudando.

Miré a Nick, atónito. Él soltó una carcajada breve, una mezcla de incredulidad y alivio.

—¿Por qué no se lo explicó a nadie? —le pregunté a Cramplock.

Me miró a través de sus gafas.

—Lo sabes muy bien —replicó—. ¿Por qué no explicaste tú a nadie lo que sabías? No es tan sencillo, Mog. Nunca sabes de quién puedes fiarte, ¿no crees?

—Así que el cartel se imprimió con la cara que no tocaba y Cockburn consiguió escapar sin ser reconocido —dije.

—Durante unos días, sí. Claro que no podía ocultarse de la gente de los bajos fondos, que lo conocía desde hacía años.

—Me lo descontó de la paga —le recordé, con indignación.

—¿De verdad? Lo siento. Me dejé llevar.

De pronto se me ocurrió una cosa.

—¿Le escribió una nota a Fellman? —le pregunté.

—Después de lo del cartel, sí —respondí—. Pensé que todo había tomado un cariz demasiado peligroso. Le escribí avisándolo de que vigilaban el taller y de que me habían llegado notas de amenaza.

—Y Follyfeather también lo amenazaba —indiqué—. Vi una carta…

—Todo el mundo me amenazaba —suspiró—. Y entonces tú también empezaste a recibir notas de amenaza, y en ese momento fue cuando me asusté de verdad. Pensé que lo mejor era hacer ver que no entendía nada. Pero entonces empecé a ir con mucho cuidado, y cuando un agente de la calle Bow vino a verme, mi única preocupación fue asegurarme de que te vigilaran.

De repente sentí un gran respeto por Cramplock. Había estado allí, tomando el pelo a los criminales, intentando convencerlos de que estaba de su lado, y al mismo tiempo cooperando con los hombres de Cricklebone y velando por mi seguridad. Estaba impresionado, y me sentía bastante tonto.

De repente recordé algo que le tenía que volver a preguntar a Cramplock, uno de los mayores misterios.

—¿Sabe la casa de al lado? —le dije—. ¿No ha visto a nadie entrar o salir de ella durante las últimas semanas?

—Ya me lo preguntaste antes —respondió—. Y ya te lo dije, no es un lugar seguro para que alguien vaya entrando y saliendo. Nadie en su sano juicio se escondería allí dentro. Estoy seguro de que no ha habido nadie allí desde el incendio, hace muchos años.

—No —repliqué—. No, yo entré en la casa. La semana pasada. Me quedé atrapado en ella. Quería decírselo, porque me caí a través de la pared, y provoqué un pequeño estropicio. Pero él estuvo escondido allí todo el tiempo.

Cramplock me estaba mirando muy extrañado. No me seguía en absoluto.

—¿Quién se escondía? —preguntó, desconcertado.

—Pues bien… —No continué. Era una pregunta difícil. ¿Quién era la persona que había estado escondida en la casa vecina? ¿La persona que me encontró en el baúl de la guarida de Coben y Jiggs? ¿La persona que vi desde el establo del patio de La Melena del León? ¿La persona que había amordazado al señor Spintwice y se había llevado el camello? ¿La persona que después encontramos tendida y sin vida en un lado de la callejuela que conducía al muelle, aquella noche fatídica? ¿Todas esas personas eran realmente la misma?

Al final Nick rompió el silencio.

—Lo debes haber soñado, Mog —dijo simplemente.

—No —repliqué con indignación—. Sé perfectamente que no lo soñé.

—Pues bien, entonces debes de haber estado en otra casa —insistió Nick pacientemente—. Los dos entramos juntos. Sabes en qué estado estaba. Cualquiera puede ver que nadie ha vivido allí desde hace siglos. El señor Cramplock tiene toda la razón.

Me mordí la lengua. Él tampoco me creía. Mientras jugueteaba con los dedos entre las orejas aterciopeladas de
Lash
, intenté recordar cómo me había sentido esa noche calurosa al entrar en aquel jardín misterioso y paseándome por aquella vieja casa donde resultaba fácil desorientarse.

—No sé —comencé—, pero era como si… cuando entré en el jardín, todo el mundo exterior… desapareciera por completo. Como si estuviera en un lugar completamente diferente, o en un tiempo completamente diferente.

Me esforzaba por explicarme, pero ellos seguían mirándome sin entender nada. Sabía que no lo había soñado, y al mismo tiempo sabía que no tenía sentido. Ni el hombre de Calcuta ni la casa del hombre de Calcuta eran cosas que tuvieran una explicación clara. Pero al mismo tiempo había algo importante en todo eso; tenía un presentimiento, por mis sueños, por la expresión que le había visto en el rostro…

—Nick —dije—, quiero que veas una cosa.

Hasta que no saqué el brazalete, media hora antes, no había tocado los tesoros de mi caja desde aquella noche en que los recuperé en el muelle. Supongo que no había estado pensando con claridad, porque no me había dado cuenta de que mucho de lo que necesitaba saber estaba bien doblado dentro de la lata. Pero en ese momento, con Nick sentado al lado y la caja de tesoros abierta ante mí, noté que el corazón me empezaba a latir más de prisa.

Vaciamos la caja y esparcimos su contenido ante nosotros, apartando a
Lash
para que no lo pisara ni se lo comiera.

Ahí estaba
El libro de Mog
. También estaban las notas garabateadas por el hombre de Calcuta; recortes de los periódicos; papeles que había robado de la guarida de Coben y Jiggs, que no acababa de comprender y que seguramente ni ellos mismos sabrían descifrar. Tan sólo faltaba la lista de nombres… Sin duda, se la debía de haber quedado Cricklebone como prueba para el caso.

Y allí estaba el documento más importante de todos: la carta firmada por «Imogen, que no le merece» y que me había llevado de la guarida de Jiggs y Coben. La carta que Nick había repetido en voz alta palabra a palabra una de las noches. Se la pasé como si tuviera miedo de ella, como si estuviera embruja da por alguna magia peligrosa.

—Es esto —dije.

Y era eso. Me la tomó de las manos.

—Ni siquiera sabía que había desaparecido de casa —comentó aplanando cuidadosamente aquel papel frágil con la mano—. Coben se la debió de llevar con el resto de las cosas que robó de nuestra casa. Seguro que no debió entenderla. Hemos tenido suerte de que no la haya quemado o tirado a la basura.

Era la última página de una carta que, junto con el brazalete, Nick había guardado como un tesoro. Con una letra fina y cada vez más débil, cubría las dos caras de una hoja cuartilla. Estaba escrita con un estilo elegante, con algunas palabras largas que no acababa de comprender. La primera parte de la carta se había perdido, pero su intención quedaba muy clara en la mitad que se conservaba. Cuando me puse a leerla en voz alta, Nick se sumó a mí sin tan sólo mirar la página. La había leído tantas veces que se la sabía de memoria. Empezaba a media frase:

… aparte de algunas dosis del medicamento del señor Varley que, debo confesar, no han servido de nada para mejorar mi estado. Esta enfermedad abunda allí de donde venimos, y a pesar de la amabilidad de ciertas personas, las condiciones a bordo desde que zarpamos carecen de higiene y de elementos nutritivos. Sea cual sea la verdad, Dios dispone, y no debemos cuestionar sus motivos. El único deber vital de mis últimos días aún no se ha cumplido, y es por esta razón, principalmente, que le escribo.

Se sorprenderá, y me temo que se horrorizará, ante la petición que le hago. Aún así le ruego que preste a esta carta la mayor atención y que considere con mucho cuidado cómo ejecutar mi voluntad. Tal como le he explicado, he sido bendecida con dos preciosos niños, y al tener que separarme de ellos, los dejo completamente solos e indefensos. Si me voy de este mundo, mi único deseo al partir es saber que estas almas tiernas y desesperadas a las que mis errores dieron la vida serán perdonadas y se les permitirá vivir, crecer, reír y aprender. Es mi deseo, en la hora de la muerte, que alguien cuide de ellos, ya sea juntos o separados, bajo las mejores circunstancias posibles, y que se hagan todos los esfuerzos necesarios para que crezcan con virtud y salud.

Espero no equivocarme al suponer que usted tiene los medios para supervisar su educación, y rezo para que, con buena voluntad y una ayuda económica modesta, la naturaleza pueda sanar con el tiempo lo que tan despiadadamente ha herido. Estimado señor, le ruego que no…

Continuaba en la otra cara de la hoja:

… desdeñe mi súplica, por mucho que su primera idea sea ésta. Le encomiendo este solemne deber no porque yo quiera cargarle de responsabilidades los años que le quedan, sino porque confío en usted con todo mi ser. Sea cual sea el inminente destino de mí alma, sería demasiado cruel que estas criaturas inocentes, fruto de mis pecados, también tuvieran que sufrir.

No sé a quién más acudir en busca de ayuda. Me siento tan indefensa, estimado señor, y espero que usted no sienta lo mismo, al tener que hacerse cargo del cuidado de estas preciosas criaturas. No lo podría culpar. Su primera intención puede bien ser pedir ayuda, e incluso buscarla en aquellos que les son más cercanos por sangre. Pero estaría incumpliendo mi deber si no le avisara de la dificultad, incluso de la imposibilidad, de hacerlo. Estaría intentando llevar a cabo sus indagaciones en un país en el que las cartas raramente se contestan, y donde no hay registros oficiales de los nombres de las personas, su historia, su nacimiento, su muerte, su profesión o su paradero. Por ahora, me temo que será imposible localizar a Damyata.

No puedo decir nada más, me siento débil. Ruego a Dios que esta carta llegue a sus manos y que no piense tan mal de mí como para no apiadarse de estas criaturas perfectas y preciosas que la acompañan. Estimado señor, adiós, y con la poca vida que me queda en el cuerpo, le doy las gracias.

Suya atentamente
,

Imogen, que no le merece.

Tras acabar de leer la carta hubo un largo silencio, mientras asimilábamos esas las palabras. La desesperada emoción que expresaba en un lenguaje tan medido y refinado no dejaban lugar a dudas: Imogen debía de haber sido una mujer excepcional. Tuve que parpadear para contener las lágrimas. La lectura de esas dos páginas, frágiles y desvaídas, había dado una personalidad, una presencia física, a alguien que hasta el momento sólo había existido para mí como un nombre, y de repente sentí un nuevo dolor por haberla perdido.

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