—¡Bueno, pues de donde sea! No sé. Pero se escondía en esta casa, o por lo menos eso creo, y tiene una serpiente, y mató a Jiggs, y también intentó matarme a mí.
—Veo que te tendré que explicar algunas cosas —repitió Cricklebone.
—Creo que sí —asentí—. Y además, a mi amigo Nick se lo acaba de llevar su padre, el contramaestre, en un coche, y tengo que encontrarlo antes de que sea demasiado tarde.
—Me parece que sé perfectamente adonde habrán ido —replicó Cricklebone.
—¿Cómo? —Me levanté como un rayo—. ¡Tenemos que ir tras de ellos!
—Creo que antes será mejor que vayamos a ver a otra persona —respondió, levantándose y creciendo ante mis ojos como la planta de las habichuelas.
—
Lash
—llamé—. ¡
Lash
! ¡Deja eso y ven aquí!
Seguimos a Cricklebone fuera del callejón.
—No es tartamudo, ¿verdad? —lo acusé.
Se volvió hacia mí.
—D… d… dep… pende —tartamudeó, alzando las cejas.
—¿De qué depende?
No respondió. Caminaba a grandes zancadas por delante de nosotros y tuvimos que correr para no quedarnos atrás. Sus piernas parecían interminables y la parte de atrás de su levita era tan larga que recordaba a un saltamontes erguido sobre sus patas traseras.
—¿Adonde vamos? —jadeé.
—Ya lo verás.
—¿Cuándo podremos ir a buscar a Nick? —pregunté con preocupación, corriendo tras de él—. ¿Dónde está? ¿Lo sabe de verdad? ¿Qué hará con lo de la casa? Había un hombre muerto en el jardín. Oh, ¿adonde vamos?
De repente, mientras caminábamos por un callejón oscuro que conducía hacia el centro de la ciudad, oí una voz cantando tras uno muro. Agarré a Cricklebone del brazo.
—¿Quién hay ahí? —gritó, parándose a media zancada.
Por lo que pudimos ver, debía de ser un viejo vagabundo o indigente tendido en el portal, borracho de ginebra. Pero reconocí esa voz. Tiré de la correa de
Lash
, para que se estuviera quieto.
—Vaya, Dios mío —entonó de golpe, y vi que era el vagabundo irlandés que había conocido con Nick—. Un par de caballeros y un perro precioso, si no me equivoco.
—Es un borracho —le musité a Cricklebone.
—Borracho, puedo estarlo —cantó el vagabundo—, ¡pero no sordo, jovencito! Ni tampoco ciego. ¿No acabo de ver un buen alboroto y una pelea en aquella casa de donde sale la música? Allí donde la música suena como el cielo metido en una flauta de caña. Música mágica, sí. Y allí estaban ellos, los hombres malos. —Se estremeció de forma audible—. ¡Hombres malísimos!
—¿Ha pasado por aquí un coche de alquiler? —le pregunté.
—¿Ahora mismo? Ahora mismo, ¡sí, señor! Traqueteando como un saco de huesos, ha pasado un carruaje, si mi joven y apuesto señor, sí que ha pasado. Hacia el centro diría que ha ido. —Sonaba como si recitara una balada, y por un momento pensé que probablemente no debía haber visto el coche del contramaestre—. De la casa de la música celestial, venía —continuó con su tono melodioso—, y pasó por aquí, en dirección hacia allí.
—¿Y los hombres malos hacia dónde se fueron? —le pregunté.
—Por aquí y hacia allí —repitió canturreando—. Pero, a decir verdad, la Naturaleza no me concedió grandes dones, pero sé cantar bellamente, señores, como una alondra, todos dicen. Como un pajarillo sobrevolando los lagos, señores, tengo un don, eso dicen. Por tan sólo un penique, ¡les puedo cantar algo! A este caballero, que es un caballero bien largo, ¡le gustará una canción larga! A este otro caballero, que es corto de talla, ¡le puedo cantar una cancioncilla de las cortas, claro que sí! Un penique por una canción, señores.
—Vamos —dijo Cricklebone secamente, arrastrándome—, no está en sus cabales.
—No, espera —le pedí—, sólo quiere que le demos dinero antes de explicarnos nada. Puede que… Señor Cricklebone, espere, ¿por qué no le damos un penique? Quizá pueda…
Pero Cricklebone ya se había ido, tras decidir que el hombre estaba tan loco como parecía. No tuve otro remedio que dejarlo allí sentado, y mientras corría tras el policía, con
Lash
siguiéndome indiferente unos pocos pasos atrás, oí su voz a lo lejos, cantando una canción que me sonó inquietantemente familiar:
Din, don, din, don
,
qué bonita canción
:
Din, don, din, don
,
ya murió su son.
—¿A quién tenemos que ver? —le pregunté a Cricklebone, sin aliento, mientras él subía a zancadas por una cuesta. Pero la única respuesta que recibí fue una risita, hasta que llegamos a una esquina cerca de la enorme muralla este de la prisión de Newgate. Allí se detuvo y consultó su reloj de bolsillo.
—A estas horas ya tendría que haber llegado —dijo, volviendo a guardarse el reloj en el chaleco.
—¿Quién?
Otra vez soltó una risita como respuesta. ¡Qué hombre más exasperante! ¿Y cuánto tardaríamos en ir a buscar a Nick? Empecé a sentir muchos nervios, y me inquieté pensando que quizá ese hombre podía estar del lado de los criminales. ¿Y si había caído en la peor de las trampas y la persona que estábamos esperando fuera ni más ni menos que Su Señoría, o cualquier otro de ellos? Me inquieté todavía más cuando me agarró de la muñeca y vi cómo una sombra se movía al otro lado de la calle.
—Allí está —exclamó.
No podía creer lo que veía. La figura que cruzaba la calle corriendo hacia nosotros, con una capa oscura, cabizbajo y aguantándose el sombrero con la mano para que no le cayera, era el hombre de Calcuta.
Cricklebone me apretó la muñeca fuertemente, sabiendo que la visión de aquella figura de capa y sombrero acercándose a nosotros me podía afectar y podía intentar escapar corriendo. Lo único que puedo decir es que
Lash
tenía los pelos de punta. Pero había algo raro. En su manera de correr, en la forma de la cabeza.
—Buenas noches, Cricklebone —dijo el hombre de Calcuta, al llegar a nuestro lado—. ¿A quién tenemos aquí? ¿A un deshollinador? Sea quien sea, parece algo perplejo.
Me quedé con la boca abierta de asombro. El hombre de Calcuta hablaba con acento escocés.
—El jovencito responde al nombre de Mog —le informó Cricklebone en voz baja—. Lo encontré en la casa vieja en Clerkenwell. El contramaestre se ha escapado con su compañero en un coche de alquiler.
—¿Le has explicado algo?
—Seguramente lo sabe casi todo. Mog, déjame que te presente al señor McAuchinleck, de la comisaría de la calle Bow, también conocido como Doctor Hamish Lothian, o como Damyata. Ya verás como te quiere hacer más bien que mal.
Me quedé mirando al recién llegado. Bajo la luz de la calle, le pude ver la cara: llevaba un bigote puntiagudo, y el blanco de los ojos le brillaba en contraste con la piel oscura a su alrededor. Pero sus facciones no eran las correctas. La nariz curvada era más pequeña y más estrecha de lo que la recordaba; la frente no tenía nada de especial, con algunos mechones de pelo claro atravesándola, y la piel del mentón parecía menos oscuro que el resto. Caminando en la oscuridad, lo habría confundido perfectamente con Damyata, con su abrigo largo y sus ojos blancos y brillantes. Pero bajo la luz, quedaba claro que no parecía en absoluto venido de Calcuta.
—Discúlpame por el disfraz, Mog —dijo McAuchinleck—, pero ha conseguido engañar a mucha gente, a ti incluido.
Mientras hablaba, se le cayó la mitad del bigote, y tuvo que llevarse la mano a la cara para ponérselo bien. Cuando apartó la mano de nuevo, le quedó una mancha pálida bajo la nariz. Se había quitado algo de maquillaje con los dedos.
Casi no podía hablar de asombro. Me sentía como un idiota. ¿Cómo me habían podido engañar con eso? Cualquiera veía que era un disfraz.
—¿Quiere decir que… que el hombre de Calcuta… que usted… que no hay hombre de Calcuta? —chillé.
—Me temo que no.
—Pero ¿y la serpiente? ¿No fue usted quien me envió la serpiente?
—No había ninguna serpiente —dijo el hombre del maquillaje, con una risita condescendiente—. Escucha, Mog, ya llegará la hora de las explicaciones. Digamos simplemente que todo lo que tú te has creído, también se lo han creído esos criminales.
—El señor McAuchinleck ha estado muy convincente —lo alabó Cricklebone—. Pero ahora, Mog, necesitamos tu ayuda. Tenemos una lista, la que te robamos, me temo, con la gente que buscamos.
—¿Me la robaron ustedes? —exclamó dando un bote—. ¿Los papeles de mi caja de tesoros? ¿Y todas mis otras cosas?
—Así es. Lo sentimos. Te lo devolveremos todo, Mog, te lo prometo, pero tenía que parecer que habían sido esos criminales. Sin embargo, lo más importante, Mog, es el camello. No tenemos el camello.
Me quedé mirándolos.
—El camello —continuó Cricklebone—, ¿sabes? El camello que le robaste al contramaestre, y que él a su vez robó de
El Sol de Calcuta
. El camello de bronce.
Los dos se quedaron mirándome llenos de expectación.
—Lo necesitamos como prueba —explicó McAuchinleck.
—Pero si lo tienen ustedes —les expliqué, hablando atropelladamente.
Se miraron el uno al otro.
—Usted lo robó de la joyería del señor Spintwice —dije—, ¿no es verdad?
—Estábamos completamente seguros de que todavía lo tenías tú —dijo McAuchinleck indeciso.
Ese hombre era tonto.
—Miren —expliqué—, teníamos el camello escondido en la tienda del señor Spintwice. Usted entró en la casa, metió al joyero dentro de un baúl y se escapó con el camello.
—Ah —exclamó McAuchinleck, desconcertado.
—¿Con eso quiere decir que no fue usted?
—No fui yo. —Miró a Cricklebone—. ¿Fuiste tú?
Cricklebone me agarró de los hombros y se agachó para mirarme cara a cara. Más que agacharse, literalmente se dobló por completo, como unas tenazas.
—Mog, ¿cuándo desapareció? —Su voz adoptó un tono de urgencia.
—Ayer por la noche —le expliqué—. El sábado. Tarde. Nick y yo encontramos al señor Spintwice dentro del baúl y nos dijo que un hombre extranjero con bigote lo había encerrado allí. Y el camello había desaparecido.
—Pero vosotros no visteis al hombre, ¿verdad? ¿Al extranjero? ¿Sólo tenéis la palabra de Spintwice?
—Bueno, sí, supongo que sí —admití—, ¿pero quién más…?
—Mog, ven conmigo —me interrumpió Cricklebone, agarrándome de la mano de nuevo. Parecía muy preocupado—. Debemos evitar que la persona que tiene el camello lo venda, tanto el camello como su contenido.
—Sólo es harina —dije.
—No, Mog, seguro que no es harina —replicó Cricklebone soltando una risa siniestra, sin nada de humor—. Con toda seguridad no es harina.
—Sí que lo es —insistí—, cambiamos los polvos que había dentro por harina. Bueno, el señor Spintwice lo hizo. De manera que sí que se han llevado el camello, pero no su contenido.
Cricklebone se quedó boquiabierto.
—No tardarán mucho en descubrirlo —afirmó McAuchinleck—, y entonces alguien será asesinado.
Cricklebone se incorporo un segundo, pensando.
—Deshazte del disfraz —le dijo al otro policía—. Quémalo.
Y reúnete conmigo dentro de una hora en Las Tres Amigas con tantos hombres como puedas. Y tú mejor ven conmigo, Mog. Pero a condición de que hagas exactamente lo que yo te diga.
Y mantén el perro atado, todo el rato. ¿Entendido?
Nuestro carruaje se paró en la entrada de una callejuela oscura, en la esquina de Las Tres Amigas.
Lash
estaba quieto entre mis pies. De camino, Cricklebone me había devuelto el contenido de mi caja de tesoros. Se había quedado algunas cosas, me dijo, porque no habían acabado de examinarlas, pero mis objetos más queridos estaban allí, incluido el brazalete. A parte de esto no me explicó muchas cosas más; se quedó sentado bien tieso, con las mejillas tan hundidas que casi parecía que no tuviera cara. Quería preguntarle tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Resultaba más sencillo quedarse en silencio, con los tesoros de mi vida entre los brazos y los sucesos de esa noche dando vueltas casi sin sentido dentro de mi exhausta cabeza, mientras atravesábamos esas calles tenebrosas. Cuando nos detuvimos, miró por la ventana.
—Hemos llegado —me informó, abriendo la puerta. Su voz se había convertido en un murmullo—. No te alejes de mí, Mog, y no hagas ruido. —Descendió del carruaje; yo bajé tras él y
Lash
saltó al suelo, a mi lado. El hollín de la chimenea donde nos habíamos escondido todavía me cubría de pies a cabeza y, mientras lo seguía por los adoquines mugrientos, hacia la parte trasera de Las Tres Amigas, yo debía de parecer una figura casi invisible.