El Carnero Viejo era una taberna achaparrada y cochambrosa, agazapada tozudamente entre unas casas de ladrillo mucho más nuevas. Aguantaba en pie hacía siglos y desde entonces se había resistido a las mazas de los demoledores. Era un establecimiento famoso. Su clientela habitual la formaban ladrones y borrachos, y parecía un lugar muy apropiado para que Fellman, Flethick, Follyfeather y su variopinta banda se reunieran.
Aquella noche hacía más bochorno, si era posible, que cualquier otro día de la semana anterior. El Carnero Viejo se alzaba literalmente encima de los lodazales del Fleet, y el hedor era tan intenso aquella noche que el aire se podía cortar. El crepúsculo pintaba de rosa los tejados de la ciudad, y los ladrillos de las casas vecinas habían absorbido tanto sol que todavía estaban calientes cuando llegamos y nos apoyamos en ellos para vigilar desde la esquina.
—Esta noche esta taberna se ha convertido en un sitio muy popular —murmuró Nick—. No somos los únicos que la vigilan. Ha corrido la voz. ¡Mira!
Me costó un poco verlo, pero tras observar atentamente la calle bajo la creciente oscuridad, empecé a ver que había numerosos espías, caras que se escondían en las esquinas y los recovecos, recopilando datos sobre lo que se cocía en el mundo criminal, con los ojos brillando en la noche como luciérnagas. Y en ese momento comprendí, sobre todo tras la conversación en el molino de Fellman, que a nosotros también nos vigilaban.
Lentamente, en grupos de dos y de tres, los criminales se iban reuniendo. Se saludaban los unos a los otros con monosílabos en voz baja, pero casi no decían nada mientras se ocultaban entre las sombras, esperando. Reconocí a Flethick y a uno de los hombres que había visto en su guarida llena de humo. Entonces llegó Follyfeather, impecable y con paso firme, acompañado de un hombre que no había visto antes. Finalmente, vi llegar un trío de hombres fornidos, liderado por Fellman, el fabricante de papel. Con él iba un hombre mucho más corpulento, con un cuerpo de luchador y un rostro tan parecido al de Fellman que supuse que debían de ser hermanos. También había otro tipo de pinta violenta; tenía una marcada cojera y se ayudaba con un bastón, también sufría de atrofia en un brazo, que llevaba sujeto contra el cuerpo, dentro de un abrigo corto de pana negra.
Formaban un grupo verdaderamente desagradable. No pude evitar recordar, con un escalofrío, las palabras que Fellman había gruñido en el molino aquella mañana, mientras yo estaba escondido: «Los niños y los contramaestres son fáciles de eliminar». En el mismo momento en que el último de ellos llegó, se desvanecieron en la oscuridad. Se metieron por la calle que llevaba a la imprenta de Cramplock y la extraña casa de al lado, donde yo había encontrado el escondrijo del hombre de Calcuta.
—En marcha —dije—, vayamos por detrás.
Intentando hacer el menor ruido posible al abrir la pesada puerta, hice entrar a Nick en la imprenta y lo seguí. Sentía verdadero miedo y no sabía muy bien qué íbamos a hacer, pero me parecía que habíamos llegado demasiado lejos como para echarnos atrás en ese momento. Con
Lash
correteando delante de nosotros, subimos a mi habitación. El rostro de Nick se veía muy serio bajo la luz tenue de la lámpara, mientras le enseñaba el armario sin fondo y los ladrillos que escondían detrás el compartimiento secreto.
—¿Vamos a entrar? —musitó.
—No si la serpiente está dentro —contesté.
Esperamos un rato sin movernos.
—¿Y bien? ¡Veamos si está! —dijo Nick finalmente.
Lo miré a la cara.
—No me puedo mover, Nick —gemí—. Tengo mucho miedo.
Nick chasqueó la lengua y se arrodilló para buscar a tientas el agujero.
—Para empezar, esto fue idea tuya —replicó metiendo la cabeza dentro.
—Baja la voz —le susurré.
—Dame la luz —pidió extendiendo el brazo.
Lentamente, Nick entró arrastrándose en el agujero. Todo lo que pude ver fueron sus pies desapareciendo.
—¿Puedes ver la cesta? —susurré con inquietud.
Tenía a
Lash
agarrado por el collar, sabiendo que se pondría a ladrar o a gruñir en el momento en que notara la presencia de la serpiente. Estornudó un par de veces cuando le llegó a la nariz el polvo que salió al apartar los ladrillos. Pero aparte de eso, no parecía preocupado. Quizá la serpiente no estuviera allí escondida.
—Aquí no hay nada.
La voz de Nick sonó apagada, como si viniera de un lugar tremendamente lejano.
—¿Puedes salir por la trampilla?
Se oyó un portazo sordo y después unos segundos de silencio. Entonces volvió a aparecer, arrastrándose marcha atrás.
—Aquí no hay nada —repitió—, y cuando digo nada es nada. Ni serpiente. Ni trampilla. Tan sólo una casa vacía, llena de polvo.
¿Pero qué estaba diciendo?, pensé.
—¿No has oído voces ni nada?
—Ni un murmullo —afirmó.
Me armé de valor. Era evidente que la serpiente no estaba allí dentro, por lo tanto
Lash
podía acompañarnos, si no se negaba a entrar.
—Detrás de ti —dije.
Nick volvió a entrar primero, agarrando la lámpara, pero cuando yo empecé a arrastrarme detrás de él, se detuvo.
—Va —murmuré, intentando empujarle el trasero con la cabeza.
—Espera —dijo su voz apagada en un tono irritado. Se oyó un chirrido y Nick pasó al otro lado con cuidado—. Uau —le oí decir en voz baja.
Algo no iba bien. No había trampilla. Y el pequeño escondrijo tampoco estaba ahí. Mientras me arrastraba, lo único que notaba eran los ladrillos, bastos y húmedos, arañándome las rodillas. Nick ya estaba al otro lado del agujero, pero no se movía. Permanecía inmóvil, aguantando la luz y mirando alrededor. Cuando asomé la cabeza, me invadió una sensación de horror.
Nick fue el primero en hablar. Estaba tan desconcertado como yo.
—No puede ser… —empezó a decir.
Me arrodillé en el áspero agujero de ladrillo, contemplando con sorpresa la escena que la lámpara iluminaba ante nuestros ojos.
Todo había desaparecido. Las paredes, los tablones del suelo, la trampilla, la cesta de la serpiente, el pedestal con la estatua del elefante y las escaleras. La casa era una cáscara vacía, completamente carbonizada. Sobre nuestras cabezas, entre las tinieblas, se extendían vigas chamuscadas. Bajo la luz amarilla de la lámpara, el polvo flotaba en el aire, denso. Nick se hallaba manteniendo el equilibrio sobre una viga gruesa que alguna vez habría aguantado los tablones del suelo del primer piso, del que sólo quedaban grandes agujeros, a través de los que cualquiera, tan sólo dando un paso en falso, podía caer al piso inferior, a una distancia de más de tres metros. Sobre nuestras cabezas, el techo también había desaparecido. Nick alzó la lámpara para iluminar el inmenso agujero que había sido el techo, con las vigas de madera chamuscadas por el fuego. Todo estaba abandonado y podrido, idéntico a como me lo había encontrado la primera vez que había entrado, años atrás.
—Esto no es lo que me esperaba —exclamó Nick.
—No me lo puedo creer —farfullé con voz trémula.
Me devolvió la lámpara y arrastrando los pies, avanzó por encima de la viga, con los brazos en cruz para no perder el equilibrio. ¿Y si la viga estaba podrida?
—Nick, no lo hagas —le advertí.
Se paró a medio camino, balanceándose un poco, como si fuera una aparición flotando en medio de la inmensidad de ese espacio vacío.
—Vuelve —le pedí.
Nick era ágil, pero le estaba costando mantener el equilibrio y se tambaleó peligrosamente mientras regresaba hacia mí.
—Creía que me habías dicho… —empezó la frase.
—Nick, no lo puedo entender. No era así como yo lo vi. Debemos habernos equivocado de casa.
—¿Qué quieres decir con que nos hemos equivocado de casa? ¿Dónde, si no, hemos podido ir a parar, al traspasar la pared del armario?
—No lo sé —repuse con terror—, pero no era así, Nick. Las paredes estaban revestidas de madera, el suelo era sólido y estaba pulido. Como si alguien estuviera viviendo en la casa. Y había una estatua de un elefante con… ¡Nick, todo ha desaparecido! Como si nunca hubiese existido.
La cabeza me daba vueltas, confusa. ¿Habría soñado todo lo que había visto la otra noche? Recordaba los detalles de la casa con perfecta claridad. ¿Cómo podía haberme equivocado? ¿Habría estado en otra casa completamente diferente? Pero no era posible que fuera un error. La otra noche, al esconderme huyendo del hombre de la serpiente, me había caído a través del mismo agujero en la pared por el que en ese momento habíamos pasado.
Se oyó un ruido seco en la parte trasera de la casa, como el portazo de una verja. Con la impresión de los últimos minutos, me había olvidado por completo de los criminales.
—Son ellos —dije, presa del pánico, agarrando a Nick por la manga.
—¡Cuidado! —me susurró—. ¡Me harás caer!
Nos quedamos escuchando. Pareció que no se oían más ruidos. Debían de estar esperando el momento oportuno, detrás de la casa, quizá discutiendo la mejor estrategia.
—Pero ¿qué han venido a buscar? —me preguntó Nick en un susurro—. No lo entiendo. Esta casa está completamente vacía.
—Lo sé —repuse—, todo ha desaparecido. Pero estaba aquí, el otro día. No me lo acabo de creer, pero supongo que el hombre de Calcuta se habrá largado, y se lo ha llevado todo consigo. Es la única explicación.
Sabía que no tenía sentido. Era imposible que, en los dos días que hacía que yo había estado allí, el hombre se hubiese llevado todos los tablones del suelo, la chapa de las paredes y las escaleras, por no hablar de la pesada y llamativa estatuilla del elefante. ¿Habría sufrido la casa otro incendio desde mi visita? Y si fuera así, ¿cómo no me había dado cuenta?
Me senté en el agujero de ladrillo, con las piernas colgando, mirando a Nick moverse. Veloz y acrobáticamente, saltó al piso de abajo casi sin hacer ruido. Se oyeron unos correteos y unos crujidos entre las piedras cuando el espacio a su alrededor quedó vacío de ratas. Luego, por unos momentos, desapareció entre las sombras y no pude verlo, hasta que regresó a la zona iluminada por la luz de la lámpara, en la pared contraria. Nick había hecho eso un centenar de veces antes: explorar una casa extraña en la oscuridad, buscando la mejor ruta para escapar. Vi que asomaba la cabeza por una ventana polvorienta que daba al jardín.
—¿Ves algo? —le susurré desde arriba.
—No mucho. Está demasiado oscuro. Pero quizá vean la luz, Mog. Apágala y baja.
—No puedo bajar —murmuré.
—Sí que puedes. Yo te sujeto. Pero deja la lámpara arriba.
—¿Y qué hago con
Lash
?
—Que se quede donde está, ¿no? Dile que se quede.
No se me ocurrían más excusas. Con resignación, metí la cabeza dentro del agujero y busqué a
Lash
, que esperaba impaciente al otro lado del muro. Su hocico dio con mis dedos al instante y se puso a lamerlos.
—Quédate aquí —le ordené—. No tardaré en volver. No te muevas. Siéntate. Buen chico.
Al levantarme, me agarré a uno de los ladrillos para equilibrarme, pero éste se soltó de la pared con un agudo chirrido y me tambaleé en el aire durante unos segundos, hasta que evité la caída sacando un pie. De milagro, el pie se apoyó en la viga, pero el ladrillo se precipitó al piso de abajo, desde una distancia de tres metros y aterrizó estrepitosamente muy cerca de los pies de Nick. Mientras recobraba el equilibrio, también se me cayó la lámpara de la mano. Creo que chillé al verla caer y hacerse añicos en el suelo, a pocos centímetros de Nick. Y luego volví a chillar, esta vez mucho más fuerte, al ver como la lámpara empezaba a arder, y una capa de brillantes llamas lamía las paredes, iluminando por completo el interior cavernoso de la casa.
Las cosas pasaron demasiado rápido para poder recordarlas con claridad. Recuerdo que sentí terror, aferrándome a la viga e intentando saltar hacia los brazos de Nick sin quemarme. Recuerdo la expresión seria de su rostro mientras intentaba agarrarme y un fuerte dolor en la rodilla cuando ambos nos desplomamos sobre el suelo. Y recuerdo que de repente se empezó a oír mucho movimiento en la puerta trasera de la casa, como si alguien que estuviera fuera hubiese oído los ruidos y visto el fuego, y quisiera entrar echando abajo la puerta. En cualquier momento entrarían y nos atraparían. Tenía demasiado miedo para ser capaz de hacer nada.
El rostro de Nick mostraba terror y ceniza negra, mientras los ojos le iban de aquí allá, buscando una salida. Había otra puerta que daba a la calle, pero para llegar hasta allí teníamos que atravesar las llamas cada vez más altas. Algunas de las vigas secas y de los montones de papel arrugado que cubrían el suelo estaban empezando a arder, y la casa se estaba llenando de humo. Durante unos segundos eternos y angustiosos, nos quedamos mirándonos a los ojos, serios y asustados, sin mover ni un solo músculo.
—La chimenea —murmuró Nick inesperadamente, y fue a investigar el oscuro agujero del hogar, que yo no había visto antes.
—Nick, tenemos que salir —dije, presa del pánico, mientras lo veía agacharse sobre la reja de las brasas y mirar dentro de la chimenea—. Moriremos asfixiados, quemados. ¿No podemos ir hasta la puerta?
—No tenemos tiempo —gritó—. ¡Por aquí! ¡Rápido!
Avancé como pude sobre el suelo desigual, apartándome de las llamas, y llegué a la chimenea. El hogar estaba destrozado y la piedra que lo rodeaba, quemada y desfigurada, pero cuando Nick metió la cabeza por la cavidad pudo ver que la chimenea era suficientemente amplía para que un niño pudiera encaramarse por dentro.