Un instinto decente, aunque estúpido, le dijo que se acercara al sonido de los disparos. Vio entonces que tendría que nadar, en vez de chapotear, y que la marea la sacudiría como una bola de máquina del millón entre las columnas, cubiertas de afiladas conchas de ostras y percebes. Solo tenía un curso de acción, y era dar la espalda a lo que hubiera sucedido y regresar a la orilla. Y tenía que actuar ahora, antes de que el agua subiera.
Se subió la falda del vestido por encima de la cintura (no es que fuera a servir de mucho) y se quitó las bragas y, por tener las manos libres, se enganchó la prenda al hombro, donde quedó sujeta. Saltó al agua, que le llegó a la cintura, y empezó a chapotear en dirección a la orilla. Tuvo que echarle imaginación, ya que la atmósfera se había convertido en una densa bruma salpicada de diminutas gotas de lluvia, y era imposible ver nada por lo que guiarse, mucho menos el sol. La marea creaba corrientes veloces e impredecibles al abrirse paso entre las columnas y trataba de hacerla caer. Pasó de una columna a la siguiente, con una mano extendida para conservar el equilibrio, pero tratando de evitar cualquier contacto entre su piel y aquellas columnas serradas cubiertas de conchas. Al principio, temió estar encaminándose en la dirección equivocada, pero pronto advirtió que el agua le llegaba al culo, y luego a los muslos, y el avance se hacía más fácil. Volvía hacia donde estaba George Chow, al menos aproximadamente.
Entonces empezó a preguntarse si quería realmente encontrar a George Chow.
La explicación más paranoide que pudo encontrar a los acontecimientos de la última media hora era que Chow no era un agente del MI6, sino un agente chino (o lo que sería lo mismo, un agente doble) que la había hecho creer que los ayudaría a Sokolov y a ella a llegar a lugar seguro. Y en cambio había enviado directamente a Sokolov a una trampa.
Sin embargo, cuanto más lo pensaba, menos crédito daba a esa teoría. Creía que Chow era un agente legal del MI6 pero que había sucedido una de las siguientes cosas:
Esto último parecía un poco paranoico. Pero no había ninguna duda de que Sokolov era, para el MI6, un grave inconveniente y un peligroso cabo suelto. Aún más, Olivia podía imaginar una situación en la que el gobierno chino se pusiera en contacto con el gobierno británico a través de oscuros canales para decirles: «Estamos histéricamente jodidos por lo que pasó ayer en Xiamen y queremos ver rodar cabezas; de lo contrario, les pondremos las cosas difíciles.» En otras palabras, el MI6 podría haber hecho un trato para librarse de Sokolov a cambio de mantener el
statu quo
ante sus contrapartidas chinas.
Y abundando en el tema, ¿era Olivia también un cabo suelto que había que eliminar como parte del mismo trato?
Supuso que no, por el simple motivo de que, inmediatamente antes de que Sokolov la besara y se despidiera, le había suministrado la información que el MI6 quería para poder localizar a Abdalá Jones.
—¿Lo consiguió? —fue lo primero que le dijo George Chow cuando se acercó al coche. Lo directo de la pregunta, tan opuesta a la habitual indiferencia típica de Oxford/Cambridge de Chow, no hizo nada para aliviar sus recelos.
Olivia se había detenido al borde del agua, lejos de la vista, para ponerse las bragas y bajarse el vestido. Así que lo mejor que podía decirse de su aspecto era que no se le veía el chocho. Pero Chow, que había estado allí todo el rato cuidando de su bolso y sus zapatos, evitó discretamente mirarla.
—Tengo toda la información que tiene él —dijo Olivia—. O tal vez lo correcto sería decir que tenía.
Chow la miró, perplejo.
Ella volvió la cabeza hacia el mar, tratando de decidir si se estaba haciendo el tonto. ¿Era posible que no hubiera oído el tiroteo? El sonido se propagaba de forma extraña en días y lugares como este. Por lo que sabía, él podría haber estado sentado dentro del coche, con las puertas cerradas y las ventanillas subidas para protegerse de la lluvia, en cuyo caso era completamente plausible que no hubiera oído lo que había oído ella.
En cualquier caso, no iba a darle nada útil hasta que estuviera en lugar seguro: preferiblemente, Londres.
—¿Podemos, por favor, ponernos en marcha? —preguntó, echando mano a la manivela de la puerta del taxi antes de que Chow pudiera abrírsela—. Perder el tiempo aquí no parece buena idea.
Él subió al coche tras ella y la miró con curiosidad mientras el taxi daba media vuelta en la carretera y se dirigía al aeropuerto. Olivia miró resueltamente al parabrisas durante unos minutos, pero luego por fin se volvió a mirarlo directamente a la cara.
—¿Tiene algo que decirme? —preguntó.
—Va a tener que ayudarme —dijo él.
—Si trabaja para la República Popular de China, pégueme un tiro ya. De lo contrario, intente encontrar una maldita pista porque entonces es peor que inútil, joder.
—¡Olivia! —exclamó el, con tono de profesor ofendido—. Que yo sepa, todo ha salido exactamente según lo planeado. Si tiene alguna información, le agradecería...
—Oh, de eso no tengo ninguna duda —dijo ella—. ¡Lo que no sé es qué demonios era el plan!
Eso lo hizo callar hasta que llegaron al aeropuerto; lo cual, dado el tamaño de la isla, no fue mucho tiempo. Entonces todo fue mostradores de billetes y puestos de control y salas de espera durante un rato. Él trató de convencerla para que se retiraran a un rincón para charlar, pero ella no veía ninguna ventaja en decirle nada hasta que hubieran salido de China.
Tomaron el siguiente vuelo a Taipéi.
Allí, George Chow la acompañó a la sala de espera de su siguiente vuelo, con destino a Singapur. A partir de allí, volaría sin escalas hasta Londres.
Parecía que lo habían puesto al día por teléfono. Ella deseó de todo corazón que estuvieran utilizando algún tipo de encriptación a prueba de balas.
—El señor Y no llegó a aparecer —dijo.
—¿No llegó a aparecer dónde?
—En el carguero con destino a Long Beach.
—Tendría que ser jodidamente estúpido para estar a bordo de ese barco, considerando...
—Lo cual es buena cosa —añadió Chow—, ya que fue detenido y abordado por la marina china y va camino del puerto.
—Así que han reventado toda la operación.
—Sí, un hecho del que parece usted consciente desde el principio.
Mierda. Ahora intentaba colarle aquello.
—Está intentando decirme de verdad que no oyó ese jodido tiroteo tipo Salvaje Oeste allá en la playa.
—No oí nada —dijo él—. Pero si usted oyó algo, tendría que haberme informado para que pudiéramos...
—¿Asegurarse de que terminaban el trabajo?
—¿Qué?
—
¿O darle a ese pobre hijo de puta un poco más de ayuda profesional?
Silencio.
—Está mejor a su aire, suponiendo que siga vivo —dijo ella—. Lo cual, ahora que lo pienso, parece suponer demasiado.
George Chow había empezado a acalorarse.
No es que Olivia pudiera hacer nada más.
—No me había dado cuenta hasta ahora de hasta qué punto esto se había convertido en un asunto personal para usted —dijo él.
Olivia se lo pensó durante medio minuto o así, y luego dijo, con calma:
—Ojalá hubiéramos hecho mejor el trabajo.
—En nuestro trabajo, es una línea de pensamiento bastante común —dijo Chow—. Bienvenida a la profesión.
—Mi vuelo está embarcando.
—Buen viaje —dijo él—. Bébase una pinta por mí, ¿quiere?
—Probablemente beberé unas pocas.
Zula despertó y se encontró maniatada con lo que supuso eran tiras hechas con las sábanas. Le habían colocado una funda de almohada en la cabeza y la habían asegurado con una ligadura no muy fuerte. Un frío brillo rosado se filtraba a través del tejido. Al agitarse y apoyar la cara contra lo que iba encontrando confirmó que la luz entraba por las ventanas del avión.
La luz empezó a fluctuar, encendiéndose y apagándose. Los motores aullaban. Algo chocó contra la panza del avión, o viceversa, y dieron un bote, se hundieron y volvieron a golpear, y acabaron por hacer el aterrizaje más duro que Zula había experimentado jamás. Mientras se sacudían y daban tumbos hasta detenerse, el ruido y el aullido cada vez menor de los motores fue ahogado por los gritos de
«¡Alá Akbar!»
, y luego hubo un montón de golpes, como si tuviera lugar algún tipo de lucha delante.
Alguien entró. Jones. Ella había aprendido a distinguir su olor y la forma en que se movía. Le cortó las ligaduras que le ataban los tobillos a las muñecas. Luego la cogió por los pies y la arrastró hasta el filo de la cama, y después la obligó a sentarse. Desató la cuerda alrededor de su garganta y le quitó la funda de la almohada. Zula parpadeó y sacudió la cabeza, sopló por un lado de la boca para apartarse del ojo un mechón de pelo suelto. Él podría haberla ayudado, pero decidió observarla divertido.
Una rama de pino cubierta de nieve se apretujaba contra la ventanilla del avión.
Khalid seguía tendido en el suelo de costado. La cantidad de sangre derramada era inimaginable. Jones la estaba pisando mientras la miraba a la cara.
—Pavel y Sergei han muerto —anunció.
—¿Por el choque o...?
—Pavel, diría yo, murió por una rama de árbol que atravesó el parabrisas y se le clavó en la garganta. Sergei lo tuvo un poco mejor hasta que uno de mis colegas entró en la carlinga con un cuchillo y acabó con él.
La observó con atención mientras esta pequeña escena se desarrollaba en su mente.
—Sabías que sucedería —dijo—. Y comprendes por qué. Ambos estuvieron en las fuerzas aéreas rusas, ya sabes. Bombardearon con NAPALM a gente como yo. Es enternecedor que te hicieran parte del trato. Hay que reconocérselo a los rusos. Por mucho que los odie y me gustaría ver el país entero esterilizado, es cierto que saben tratar a una dama.
Zula lo miró a los ojos. Hizo la comparación obvia.
—Lo cual te deja a ti —admitió él con un suspiro. Se volvió lentamente, revelando la pistola semiautomática que llevaba en la mano derecha. Ella dio un respingo, e inmediatamente él alzó el arma para apuntarla. Zula había sido inculcada tan cuidadosamente en la etiqueta del alcance de las armas que ver que la estaban apuntando le resultó mucho más sorprendente que a cualquier otra persona que no estuviera acostumbrada a las armas de fuego—. Ha sido un gran placer conocerte —dijo Jones, como si se estuviera despidiendo de ella en la estación de tren—. De verdad. En un mundo perfecto (no, en un mundo mejor) ahora te diría algo así como «Zula, aceptarás el Islam y te convertirás en una
muyahid
y lucharás con nosotros?», y tú contestarías «Por supuesto, he visto la luz del Islam», y eso sería todo. El problema con ese escenario es que, no hace muchas horas, hiciste un compromiso razonablemente sincero para mostrarte sumisa y cooperativa, y luego mataste a mi mejor hombre con un DVD.
Ella evitó su mirada. ¿Tenía algún sentido considerarse culpable?
—
Love Actually
, nada menos... Una película que siempre me ha gustado en secreto, pero que nunca podré disfrutar de la misma forma. Y por eso, por mucho que odie hacerlo, ahora debo, por el bien de la causa...
—Mi tío tiene seiscientos millones de dólares —dijo Zula.
Eso lo hizo vacilar.
—¿De veras? —dijo, después de un rato.
—De veras. Si no me crees, compruébalo. Y si es mentira, puedes darme el tratamiento de Khalid.
—¿Te refieres a lo que tú le hiciste a él, o a lo que él le hizo a la maestra?
Zula no respondió.
—Porque soy perfectamente capaz de hacer eso, o ambas cosas, con o sin tu consentimiento —señaló Jones.
—Es verdad —insistió ella.
Él lo consideró durante un rato. Entonces la vio mirándolo.
—Oh, te creo —le aseguró—. Solo intento decidir si importa o no. ¿Estás sugiriendo que pidamos rescate? Por supuesto. Pero no tengo claro cómo podríamos hacer esa transacción, o de qué nos serviría el dinero, aunque pudiéramos recogerlo sin que todas las unidades de policía y de las fuerzas especiales del mundo nos cayeran encima. Sería bastante difícil en Waziristán. ¿En Canadá? —bufó.
—Mi tío puede haceros cruzar la frontera norteamericana —intentó ella.
Jones hizo una mueca.
Ella advirtió que le caía bien a Jones. Que estaba, en cierto modo, buscando una excusa para no matarla.
—¿De veras? ¿El mismo tío?
—El mismo.
—La oveja negra —dijo, comprendiendo—. El que fuiste a visitar a la Columbia Británica.
—Estamos en la Columbia Británica.
—Tengo que conocer a ese tipo —dijo Jones, pasando a su acento pijo sarcástico.
—Estoy segura de que puede arreglarse.
—Entonces, si no te importa, mis cuatro camaradas y yo vamos a estar ocupados durante un rato, intentando no morir. Si pudiéramos pasar un par de días no fatales, puede que volvamos a tu propuesta.
—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó Zula.
—Deja de matar a gente —sugirió él.
Curtis
. Peter
Curtis
. Richard había necesitado muchas horas de buscar afanosamente en Google para localizar el apellido del amigo de Zula. La insistencia del chico en usar un pseudónimo diferente en cada sistema al que accedía lo había vuelto enloquecedoramente difícil. Si Peter y Zula se hubieran alojado en el Schloss como huéspedes normales, Richard habría podido acceder a los datos de la tarjeta de crédito de Peter. Pero se habían alojado en el apartamento de Richard como invitados personales.
El logro decisivo en el caso lo consiguió Viki, la del viaje en el Grand Marquis para comprar munición y la anécdota de la alfombra de piel de oso, que ahora estudiaba en Creighton. Al parecer sufría un serio caso de insomnio o un gran consumo personal de Adderall. Vicki tenía acceso a la página de Facebook de Zula y a su página de fotos compartidas de Flickr. También tenía algunas de sus propias fotos, tomadas durante la reunión. Hizo una carpeta con fotos de Peter y luego utilizó un sitio de Internet que empleaba tecnología de reconocimiento facial para buscar en la red fotos del mismo rostro, o de similares. Encontró un montón de falsos positivos, pero aparecieron varios candidatos, incluyendo una serie de fotografías tomadas en DefCon hacía tres años de una conferencia de un hombre que se identificaba como 93+37. Richard no tenía ni idea de cómo pronunciar esto, pero se dio cuenta de que si ponía 93+37 ante un espejo, el «9» parecería un poco una «P», los dos «3» centrales parecerían dos letras «E», el «+» parecería una «t» y el «7» final sería una «r» minúscula, o sea, «Peter». La suma de 93 y 37 era, naturalmente, 130, y por eso Richard se puso a buscar en Google varias combinaciones de «130» y «93+47», con «seguridad» y «hacer» y «pruebas» y «Seattle» y «snowboard» hasta que empezó a establecer algunas pistas, en forma de grupos de mensajes o chats, que Peter, o una persona extrañamente similar a Peter, tenía la costumbre de usar. Y de este modo empezó a captar la sensación de qué cosas le interesaban a Peter, con quién salía, y qué hacía en su tiempo libre. Por ejemplo, estaba extrañamente interesado en algo llamado «repellado», que era el proceso de reparar viejas estructuras de ladrillo poniendo argamasa fresca (argamasa «históricamente correcta»
,
no hacía falta decirlo) en los espacios entre los ladrillos.