Marek suspiró.
—Tanto alboroto para nada.
Pero Kate, preocupada aún por la tierra que se desprendía y caía en la cámara, observó con atención la tierra amontonada a su derecha.
Y gracias a eso lo vio.
—André —dijo—. Ven aquí.
Era una prominencia de color tierra, marrón sobre el fondo marrón del montículo, pero la superficie tenía un ligero brillo. Kate la limpió con la mano. Era hule. Hurgando, dejó al descubierto un ángulo. Hule, usado como envoltorio de algo.
Marek observó por encima del hombro de Kate.
—Muy bien, muy bien.
—¿Conocían el hule en aquel tiempo? —preguntó Kate.
—Sí, por supuesto. El hule es un invento vikingo, quizá del siglo
IX
. Era muy común en Europa en nuestro período. Aunque creo que en el monasterio no hemos encontrado ninguna otra cosa envuelta en hule.
Marek la ayudó a excavar alrededor del objeto. Procedieron con cautela para evitar un desprendimiento, pero no tardaron en desenterrarlo. Era rectangular, de unos cuatro palmos cuadrados, envuelto en cáñamo tejido e impregnado de óleo.
—Imagino que son documentos —dijo Marek. Tan intenso era su deseo de abrir el paquete que le temblaban los dedos. Aun así, se contuvo—. Nos lo llevaremos.
Se lo metió bajo el brazo y se encaminó hacia la entrada. Kate echó un último vistazo al amontonamiento de tierra por si se le había pasado algo por alto. Pero no, no había nada más. Desvió el haz de la linterna Y…
Se quedó inmóvil.
Con el rabillo del ojo había percibido el destello de algo de pequeño tamaño. Se volvió y miró de nuevo. En un primer momento no lo vio, pero no tardó en encontrarlo.
Era un fragmento de cristal que asomaba entre la tierra.
—André —dijo—, creo que hay algo más.
Era un cristal delgado, de una transparencia perfecta. El contorno era curvo y liso, casi moderno en su acabado. Kate retiró la tierra con las yemas de los dedos, revelando la lente de un monóculo.
Era una lente bifocal.
—¿Qué es? —preguntó Marek, aproximándose a ella.
—Dímelo tú.
Marek la examinó con los ojos entornados, iluminándola desde muy corta distancia y acercando tanto la cara que casi la tocaba con la nariz.
—¿Dónde has encontrado esto? —dijo con aparente preocupación.
—Justo aquí.
—¿Al descubierto, como está ahora? —preguntó con voz tensa, casi acusadora.
—No, sólo asomaba el borde. Lo he limpiado.
—¿Cómo?
—Con los dedos.
—¿Eso quiere decir, pues, que estaba parcialmente enterrado?
—Por su tono, daba la impresión de que no le creía.
—Oye, ¿qué problema hay? —protestó Kate.
—Contéstame, por favor.
—No, André. Estaba enterrado casi por completo. Sólo sobresalía el borde izquierdo.
—Preferiría que no lo hubieras tocado.
—Yo también lo habría preferido de saber que ibas a reaccionar así —replicó Kate.
—Esto requiere una explicación. Date la vuelta.
—¿Cómo?
—Date la vuelta —repitió Marek. La cogió por el hombro y la obligó bruscamente a volverse.
—¡Por Dios! —Kate miró por encima del hombro para ver qué hacía Marek. Acercando el reflector a ella, Marek examinó meticulosamente su mochila y sus pantalones cortos—. Eh, ¿vas a decirme…?
—Silencio, por favor.
Tardó al menos un minuto en terminar su reconocimiento y por fin dijo:
—Llevas abierta la cremallera del bolsillo inferior izquierdo de la mochila. ¿Recuerdas haberla abierto?
—No.
—¿Ha estado abierta desde el principio, pues? ¿Desde que te has puesto la mochila? —Supongo.
—¿Has rozado la pared con la mochila en algún momento?
—Creo que no —respondió Kate, que había ido con especial cuidado por miedo a un posible desprendimiento.
—¿Estás segura?
—¡Por Dios, André! No, no estoy segura.
—Bien, ahora revísame a mí —dijo Marek, entregándole el reflector y volviéndose de espaldas a ella.
—Revisar ¿qué?
—Ese cristal es contaminación. Tenemos que explicar cómo ha llegado hasta aquí. Mira si llevo algo abierto en la mochila.
Ella lo comprobó. No había nada abierto.
—¿Has mirado con atención? —preguntó Marek.
—Sí, he mirado con atención —repuso Kate, molesta.
—¿No has ido demasiado deprisa?
—André, por favor. He mirado bien.
Marek observó el montículo de tierra. Pequeños guijarros rodaban pendiente abajo.
—El cristal podría haber caído de una de nuestras mochilas y quedado luego cubierto.
—Sí, es una posibilidad —admitió Kate.
—Si has podido limpiarlo con los dedos, significa que no estaba realmente incrustado en la tierra.
—No, no. Estaba casi suelto.
—De acuerdo. Entonces ésa es la explicación.
—¿Cuál es la explicación?
—De algún modo, hemos traído aquí esa lente, y mientras desenterrábamos los documentos envueltos en hule, ha caído de una mochila y la tierra lo ha cubierto. Luego la has visto y la has limpiado. Es la única explicación posible.
—Está bien…
Marek cogió una cámara y fotografió el cristal desde diferentes distancias, empezando muy cerca y alejándose de manera gradual. A continuación extrajo una pequeña bolsa de plástico, cogió el cristal cuidadosamente con unas pinzas y lo introdujo en la bolsa. Sacó un pequeño rollo de plástico almohadillado, envolvió la bolsa, la precintó con cinta adhesiva y se la entregó a Kate.
—Llévala tú, y ten mucho cuidado, por favor —dijo. Parecía más relajado. Aquello era un detalle amable con Kate.
—De acuerdo.
Treparon por la pendiente de tierra hacia la abertura.
Los universitarios los recibieron con vítores, y el paquete envuelto en hule pasó a manos de Elsie, que de inmediato se marchó con él al granero. Todos reían, salvo Chang y Chris Hughes, que llevaban puestos unos auriculares y habían escuchado la conversación de Marek y Kate dentro de la cavidad. Los dos tenían una expresión lúgubre y preocupada.
La contaminación de un yacimiento era un asunto de la mayor gravedad, y todos lo sabían. Dado que evidenciaba una técnica de excavación descuidada, ponía en tela de juicio cualquier otro hallazgo legítimo del equipo. Ejemplo de ello era un escándalo menor ocurrido en Les Eyzles el año anterior.
Les Eyzles era un yacimiento paleolítico, un asentamiento de hombres primitivos situado bajo un saliente de roca. Los arqueólogos excavaban a un nivel con una antigüedad de 320.000 años cuando uno de ellos encontró un condón parcialmente enterrado. Seguía aún en su envoltorio, y nadie pensó ni por un instante que pudiera pertenecer a la época estudiada. Pero el hecho de que apareciera allí —parcialmente enterrado— indicó una técnica negligente. Casi cundió el pánico en el equipo, y perduró incluso después de enviarse de regreso a París a un estudiante de postgrado a modo de sanción.
—¿Dónde está esa lente? —preguntó Chris a Marek.
—La tiene Kate.
Ella se la entregó a Chris. Mientras los demás continuaban con sus muestras de entusiasmo, Chris desenvolvió el paquete y alzó la bolsa de plástico para examinar el cristal a la luz.
—Sin duda es una lente moderna —dijo. Movió la cabeza en un gesto de disgusto—. Lo verificaré de todos modos. No os olvidéis de incluirlo en el informe.
Marek respondió que se ocuparía personalmente.
Acto seguido Rick Chang se dio media vuelta y batió palmas.
—Muy bien, la diversión ha terminado. Volvamos al trabajo.
Marek programó una práctica de tiro con arco para primera hora de la tarde. A los universitarios les divertía, y nunca se perdían una sesión. Últimamente Kate se había unido también al grupo. Aquel día el blanco era un espantapájaros de paja, colocado a unos cincuenta metros. Los estudiantes formaban una hilera, cada uno con su arco, y Marek se paseaba de un lado a otro detrás de ellos.
—Para matar a un hombre —dijo—, debe recordarse que casi con toda seguridad lleva el pecho cubierto por la coraza. Es menos probable que use protección en la cabeza y el cuello, o en las piernas. Para matarlo, pues, hay que disparar a la cabeza, o al costado, la parte del torso que queda desprotegida entre el peto y el espaldar.
Kate encontraba graciosas las explicaciones de Marek. André se lo tomaba todo muy en serio. «Para matar a un hombre», decía, como si ése fuera realmente su propósito. Allí, bajo el dorado sol vespertino del sur de Francia, oyendo a lo lejos las bocinas de los coches, la idea resultaba un tanto absurda.
—Pero si la intención es detener a un hombre —prosiguió Marek—, entonces debéis disparar a las piernas. Se desplomará en el acto. Hoy usaremos los arcos de cincuenta libras.
Cincuenta libras se refería a la fuerza necesaria para tensar el arco. Los arcos eran desde luego pesados y difíciles de tensar. Las flechas medían casi un metro. Muchos de los estudiantes tenían problemas para manejarlos, sobre todo al principio. Para ayudarlos a desarrollar la musculatura, Marek solía concluir las sesiones de práctica con un rato de pesas.
Marek en particular era capaz de tensar un arco de cien libras.
Aunque costara creerlo, insistía en que ése era el verdadero tamaño de las armas en el siglo
XIV
, muy superior a lo que cualquiera de ellos podía utilizar.
—Muy bien —dijo Marek—, encocad las flechas, apuntad y soltad. —Las flechas surcaron el aire—. No, no, no, David, no tires hasta que empieces a temblar; mantén el control. Carl, atento a la postura de tiro. Bob, demasiado alto. Deanna, recuerda la posición de los dedos. Rick, eso ha estado mucho mejor. Muy bien, volvamos a intentarlo: encocad las flechas, apuntad y… soltad.
Ya a media tarde Stern llamó a Marek por radio y le pidió que fuera al granero. Anunció que tenía buenas noticias. Marek lo encontró sentado ante el microscopio, examinando la lente.
—¿Qué has averiguado?
—Aquí lo tienes. Míralo tú mismo.
Stern se apartó, y Marek acercó el ojo al ocular. Vio la lente y la precisa línea del corte bifocal. Aquí y allá, la lente estaba salpicada de círculos blancos, como colonias de bacterias.
—¿En qué he de fijarme? —preguntó Marek.
—En el borde izquierdo.
Marek desplazó el portaobjetos hasta situar el borde izquierdo en el campo visual. Allí advirtió una mancha blanca mayor, que se extendía por el contorno y la superficie misma de la lente.
—Son bacterias —confirmó Stern—. Algo así como el barniz de roca.
El barniz de roca era el término empleado para designar la pátina de bacterias y moho que se desarrollaba en la cara inferior de las rocas. Dado que el barniz de roca era orgánico, podía datarse.
—Es posible datarlo.
—Lo sería si el tamaño de la muestra permitiera analizarla con C-14 —respondió Stern—. Pero es demasiado pequeña, eso puedo asegurártelo ya. Con esa cantidad, no puede obtenerse una datación mínimamente fiable. No merece la pena siquiera intentarlo.
—¿Y entonces?
—La cuestión es que ése era el borde de la lente que estaba a la vista, ¿no? El borde que, según Kate, sobresalía de la tierra.
—Sí —dijo Marek.
—En ese caso es antigua, André. Desconozco su antigüedad, pero no es contaminación. Rick está estudiando los huesos descubiertos hoy y cree que algunos son de un período posterior al que nos atañe, del siglo
XVIII
o quizá incluso del
XIX
. Lo cual significa que tal vez alguna de las personas enterradas allí usaba bifocales.
—No sé qué pensar. Esta lente parece muy precisa…
—Eso no quiere decir que sea nueva —lo interrumpió Stern—. Existen buenas técnicas de pulido desde hace doscientos años. Me he puesto en contacto con un óptico de New Haven para que la examine. Le he pedido a Elsie que dé prioridad a los documentos envueltos en hule por si contienen algo fuera de lo común. Creo que entretanto podemos tranquilizarnos.
—Sí, es una buena noticia —convino Marek, sonriendo.
—He pensado que querrías enterarte cuanto antes. Nos veremos a la hora de la cena.
Habían acordado ir a cenar a la plaza central del barrio antiguo de Domine, un pueblo situado en lo alto de un monte a unos kilómetros del yacimiento. Al anochecer Chris, ceñudo durante todo el día, había recuperado el buen humor y esperaba la cena con impaciencia. Se preguntaba si Marek tendría noticias del profesor y, en caso contrario, qué harían al respecto. Sentía expectación.
Su humor se agrió al instante en cuanto llegó y vio otra vez sentados a la mesa a los agentes de bolsa y sus novias. Al parecer, los habían invitado una segunda noche. Chris hizo ademán de darse media vuelta para marcharse, pero Kate se apresuró a levantarse y, rodeándole la cintura con un brazo, lo guió hacia la mesa.
—Preferiría irme —susurró Chris—. No soporto a esa gente.
Pero ella lo abrazó con suavidad y lo acomodó en una silla. Chris advirtió que el vino debía de correr a cargo de los agentes de bolsa —Château Lafite-Rothschild del 95, fácilmente a dos mil francos la botella— y pensó que bien podía hacer un esfuerzo.
—Domine es un pueblo encantador —decía una de las mujeres—. Hemos ido a ver las murallas desde el exterior. Abarcan una distancia considerable. Y son muy altas. Y nos ha impresionado también esa preciosa puerta de entrada al pueblo, la de las torres redondas a los lados.
Kate asintió con la cabeza y comentó:
—Resulta irónico que todos los pueblos que ahora nos parecen tan encantadores fueran en realidad las galerías comerciales del Siglo
XIV
.
—¿Las galerías comerciales? ¿Qué quieres decir? —preguntó la mujer.
En ese momento se oyó una ráfaga de interferencia estática procedente de la radio de Marek.
—¿André? ¿Estás ahí?
Era Elsie. Ella nunca acudía a las cenas del equipo, sino que se quedaba trabajando hasta tarde en sus tareas de clasificación. Marek cogió la radio.
—Sí, Elsie.
—Acabo de encontrar algo muy extraño aquí.
—Sí…
—¿Podría pedirle a David que venga? Necesito que me ayude con los análisis. Pero os lo advierto: si esto es una broma, no le veo ninguna gracia.
Tras un chasquido, la radio quedó en silencio.
—¿Elsie?
No hubo respuesta.
Marek miró a los demás.