—¿Aquí?
—Sí —confirmó Delvert—. Por mediación de sociedades de cartera inglesas y suecas, han adquirido quinientas hectáreas alrededor de este yacimiento. Hoy por hoy, abarcan en su mayor parte bosque y tierras de labranza.
—¿Sociedades de cartera?
—Eso dificulta en extremo seguir el rastro de la inversión hasta su verdadero origen. Sean cuales sean los propósitos de la ITC, obviamente requieren la máxima reserva. Pero ¿por qué financia esa empresa su investigación, profesor Johnston, y al mismo tiempo compra las tierras que rodean el yacimiento?
—No encuentro ninguna explicación —respondió Johnston—. Sobre todo si tenemos en cuenta que la ITC no es propietaria del propio yacimiento. Recordará que el año pasado cedió al gobierno francés todos los terrenos: Castelgard, Sainte-Mère y La Roque.
—Claro, por la desgravación fiscal.
—Aun así, el yacimiento no es propiedad de la ITC. ¿Por qué, pues, iba a comprar las tierras de los alrededores?
—Con mucho gusto le enseñaré la documentación que he reunido —propuso Delvert.
—Quizá no estaría de más —aceptó Johnston.
—Precisamente tengo el material en el Land Rover.
Se encaminaron los dos hacia el todoterreno. Viéndolos alejarse, Bellin chascó la lengua.
—Lo que son las cosas —comentó—. En estos tiempos hay tan poca gente digna de confianza…
Chris se disponía a responder en su pésimo francés cuando crepitó la radio.
—¿Chris? —Era David Stern, el tecnólogo del proyecto—. Chris, ¿está ahí el profesor? Pregúntale si conoce a un tal James Wauneka.
Chris pulsó el botón de la radio.
—En este momento el profesor no puede atenderte. ¿De qué se trata?
—Es un tipo de Gallup. Ya ha telefoneado dos veces. Quiere enviarnos un dibujo de nuestro monasterio que, según él, encontró en el desierto.
—¿Cómo? ¿En el desierto?
—Puede que esté un poco chiflado. Sostiene que es policía y habla sin parar de la muerte de un empleado de la ITC.
—Dile que lo mande a nuestra dirección de correo electrónico —sugirió Chris—. Échale un vistazo.
Desconectó el transmisor. Bellin consultó su reloj, chascó la lengua de nuevo y miró hacia el Land Rover, donde Johnston y Delvert, de pie, sus cabezas casi rozándose, estudiaban atentamente los papeles.
—Tengo otros compromisos —dijo—. A saber cuánto se alargará esto.
—Quizá no mucho, creo —contestó Chris.
Veinte minutos más tarde Bellin emprendía el viaje de regreso con la señorita Delvert a su lado, y Chris, junto al profesor, alzaba la mano en un gesto de despedida.
—Me parece que la charla ha ido bastante bien —comentó Johnston.
—¿Qué le ha enseñado esa mujer, profesor?
—Copias de escrituras de compraventa de tierras en esta zona. Pero no resulta convincente. Adquirió cuatro parcelas un grupo inversor del que poco se sabe; otras dos, un abogado inglés que planea venirse a vivir aquí cuando se jubile; otra, un banquero holandés como regalo para una hija ya adulta, y así sucesivamente.
—Ingleses y holandeses llevan años comprando tierras en el Périgord —observó Chris—. No es nada nuevo.
—Exactamente. La señorita Delvert piensa que la ITC podría estar detrás de todas esas compras. Pero es una sospecha poco fundada. Hay que estar predispuesto a creerlo.
El todoterreno se perdió de vista. Chris y Johnston se dieron media vuelta y fueron hacia el río. El sol estaba ya alto y empezaba a subir la temperatura.
—Una mujer encantadora —dijo Chris con cautela.
—En mi opinión, pone demasiado empeño en su trabajo —respondió Johnston.
Subieron al bote amarrado a la orilla del río, y Chris, empuñando los remos, lo dirigió hacia Castelgard.
Dejaron atrás el bote y comenzaron a ascender por el monte de Castelgard. Vieron los primeros indicios de la muralla del castillo. A ese lado, quedaba sólo la escarpa, cubierta de hierba, visible únicamente su extremo superior como una larga cicatriz de roca fragmentada. Después de seiscientos años casi parecía un accidente natural del paisaje. Pero era de hecho el vestigio de una muralla.
—¿Sabes qué le molesta realmente a esa mujer? —dijo el profesor—. El patrocinio de las grandes empresas. Pero la investigación arqueológica siempre ha dependido de benefactores. Hace cien años todos los benefactores eran particulares: Carnegie, Peabody, Stanford. Pero ahora la riqueza está en manos de las empresas, así que Nippon TV financia la Capilla Sixtina, British Telecom financia las excavaciones de York, Philips Electronics financia el castrum de Toulouse, y la ITC nos financia a nosotros.
—Hablando del rey de Roma… —dijo Chris.
Al llegar a lo alto del monte, vieron la silueta oscura de Diane Kramer, de pie junto a André Marek.
El profesor suspiró.
—El día de hoy podemos darlo por perdido. ¿Hasta cuándo va a quedarse esa mujer?
—Su avión la espera en Bergerac. Tiene programado el vuelo de regreso a las tres de la tarde.
—Siento mucho lo de esa periodista —se disculpó Diane Kramer cuando Johnston se acercó a ella—. Está importunando a todo el mundo, pero no sabemos cómo librarnos de ella.
—Me ha dicho Bellin que deseaba usted que hablara con ella.
—Queremos que todos hablen con ella —respondió Kramer—. Hacemos cuanto está en nuestras manos para demostrarle que no hay ningún secreto.
—Parecía muy preocupada por las adquisiciones de tierras de la ITC en esta zona.
—¿Adquisiciones de tierras? —Kramer se echó a reír—. Eso es nuevo. ¿Y no le ha preguntado por el niobio y los reactores nucleares?
—A decir verdad, sí. Me ha contado que la ITC compró una compañía nigeriana para asegurarse el suministro.
—Una compañía nigeriana —repitió Kramer, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad—. ¡Dios mío! Nuestro niobio procede de Canadá. El niobio no es precisamente un metal escaso, ¿sabe? Se vende a setenta y cinco dólares la libra. Le hemos propuesto que visite nuestros laboratorios, que entreviste a nuestro presidente, que traiga a un fotógrafo, a sus propios expertos, lo que quiera. Pero no. En eso consiste el periodismo moderno: en evitar a toda costa que los datos reales se interpongan en el camino del periodista. —Kramer se volvió y señaló con un amplio ademán las ruinas de Castelgard—. En fin, da igual. En todo caso, he disfrutado del excelente recorrido, en helicóptero y a pie, que me había preparado el doctor Marek. Es evidente que llevan a cabo una labor espectacular. Avanzan a buen ritmo; el trabajo es de un alto nivel académico; el registro de datos es inmejorable; sus colaboradores se encuentran a gusto; todo está bien organizado. Fabuloso. No podría sentirme más satisfecha. Pero el doctor Marek me ha dicho que va a llegar tarde a su… ¿qué era?
—Clase de mandoble —contestó Marek.
—Sí, eso, su clase de mandoble. Creo que no deberíamos entretenerle. No parece una de esas actividades que uno puede dejar para otro día, como una clase de piano. Entretanto, profesor Johnston, ¿por qué no paseamos usted y yo por el yacimiento?
—Cómo no —respondió Johnston.
La radio de Chris emitió un zumbido, y a continuación una voz anunció:
—¿Chris? Sophie al teléfono.
—Ya la llamaré yo más tarde.
—No, no —instó Kramer—. Vaya a atender la llamada. Yo hablaré a solas con el profesor.
—Chris suele acompañarme para tomar notas —se apresuró a decir Johnston.
—Hoy no creo que sea necesario tomar notas.
—Bien, de acuerdo. —Johnston se volvió hacia Chris—. Pero déjame tu radio por si acaso.
—Sí, claro —contestó Chris. Se desprendió la radio del cinturón y se la entregó a Johnston.
Al cogerla, Johnston accionó de manera ostensible el interruptor de activación de voz. Luego se la colocó al cinto.
—Gracias —dijo Johnston—. Y ahora mejor será que vayas a hablar con Sophie. Ya sabes que no le gusta esperar.
—De acuerdo —respondió Chris.
Mientras Johnston y Kramer iniciaban su paseo por las ruinas, Chris corrió hacia la granja donde habían habilitado el centro de operaciones del proyecto.
Poco más allá de las desmoronadas paredes del pueblo de Castelgard, el equipo había comprado un ruinoso granero de piedra y había reconstruido la techumbre y arreglado la obra de mampostería. Allí guardaban los instrumentos electrónicos, el equipo de laboratorio y el archivo informatizado. Los artefactos e informes aún por procesar estaban extendidos en el suelo bajo una amplia tienda de campaña verde plantada junto al granero.
Chris entró en el granero, originalmente un único espacio que ellos habían dividido en dos. A la izquierda, Elsie Kastner, la lingüista y experta en grafología del equipo, estudiaba unos pergaminos encorvada sobre su mesa de trabajo. Sin prestarle atención, Chris fue derecho a la habitación abarrotada de equipo electrónico. Allí David Stern, el tecnólogo del proyecto, un joven delgado y con gafas, hablaba por teléfono.
—Veamos —decía Stern—, tendrá que escanear ese documento a una resolución bastante alta y enviárnoslo. ¿Tiene ahí un escáner?
Atropelladamente, Chris buscó una radio libre en la mesa de material. No encontró ninguna; todos los cargadores estaban vacíos.
—¿El Departamento de Policía no dispone de un escáner? —preguntaba Stern, sorprendido—. Ah, no está usted en… Bueno, ¿y por qué no vuelve allí y utiliza el escáner de la policía?
Chris tocó a Stern en el hombro y formó con los labios la palabra «radio».
Stern asintió con la cabeza y se desprendió su propia radio del cinturón.
—Sí, bueno, el escáner del hospital le servirá igualmente. Quizá haya ahí alguien que pueda ayudarlo. Ha de escanearlo a 1.280 x 1.024 pixels y guardarlo como archivo en formato JPEG. Luego mándenoslo por correo electrónico a…
Chris salió a toda prisa del granero, pulsando a la vez el selector de canal para hallar la frecuencia. Desde la puerta del granero se divisaba todo el yacimiento. Vio a Johnston y Kramer caminar por el lado del monte que ofrecía la mejor vista del monasterio. Ella sostenía un bloc de notas y se lo mostraba al profesor.
Y finalmente Chris los localizó en el canal ocho.
—Significativo aumento en el ritmo de la investigación —decía ella.
—¿Cómo? —respondió el profesor.
El profesor Johnston observó por encima de la montura metálica de sus gafas a la mujer que se hallaba de pie ante él.
—Eso es imposible —afirmó.
Kramer respiró hondo.
—Quizá no me he explicado bien. Han iniciado ya las obras de reconstrucción. Lo que Bob desearía es ampliar eso y convertirlo en un programa completo de reconstrucción.
—Sí. Y eso es imposible.
—Dígame por qué.
—Porque no tenemos aún conocimientos suficientes, sólo por eso —replicó Johnston airado—. Mire, no se ha hecho más reconstrucción que la necesaria por razones de seguridad. Hemos reconstruido algunos muros para que no se desplomaran sobre nuestros investigadores. Pero no estamos preparados para emprender la reconstrucción del emplazamiento en su conjunto.
—Pero sí una parte, seguramente —insistió ella—. Consideremos, por ejemplo, el monasterio. Sin duda podrían reconstruir la iglesia, así como el claustro y el refectorio contiguos, y…
—¿Cómo? —la interrumpió Johnston—. ¿El refectorio? —El refectorio era el comedor de los monjes. Johnston señaló el yacimiento, donde las paredes bajas y las zanjas entrecruzadas ofrecían una confusa imagen—. ¿Quién ha dicho que el refectorio estaba al lado del claustro?
—Bueno, creo…
—¿Lo ve? A eso precisamente me refiero. Aún no sabemos con certeza dónde se encontraba el refectorio. Hace sólo unas semanas que hemos empezado a pensar que quizá se hallaba situado junto al claustro, pero no estamos seguros.
—Profesor —repuso Kramer malhumorada—, el estudio académico puede prolongarse indefinidamente, pero en el mundo real de los resultados…
—Los resultados son mi objetivo primordial —atajó Johnston—. Pero el verdadero propósito de una excavación como ésta es no repetir los errores del pasado. Hace cien años un arquitecto llamado Viollet-le-Duc reconstruyó monumentos por toda Francia. En algunos realizó un trabajo correcto. Pero cuando carecía de información suficiente, recurría a la imaginación. Esos edificios sólo son fruto de su fantasía.
—Comprendo su afán de precisión…
—Si hubiera sabido que la ITC deseaba una Disneylandia, no me habría prestado a dirigir el proyecto.
—No queremos una Disneylandia —aseguró Kramer.
—Si inician ya la reconstrucción, eso es lo que conseguirán, señorita Kramer. Una fantasía. Una Medievolandia.
—No. Eso se lo garantizo de la manera más categórica. No nos interesan las fantasías. Queremos una reconstrucción históricamente fiel del lugar.
—Pero hoy por hoy no puede hacerse —dijo Johnston.
—Nosotros creemos que sí.
—¿Cómo?
—Con el debido respeto, profesor, peca usted de prudente. Conoce mejor de lo que usted cree estos yacimientos. Pongamos por caso el pueblo de Castelgard, al pie del castillo. Es evidente que eso podría reconstruirse.
—Supongo… al menos una parte, sí.
—Y eso es lo único que le pedimos: que reconstruya una parte.
David Stern salió del granero y encontró a Chris con la radio pegada al oído.
—¿Escuchando a escondidas, Chris?
—Calla —dijo Chris—. Esto es importante.
Stern hizo un gesto de indiferencia. Siempre se sentía un poco al margen de las euforias de los estudiantes de postgrado con quienes trabajaba. Los demás eran historiadores; Stern, en cambio, se había licenciado en física, y tendía a ver las cosas de otro modo. Sencillamente era incapaz de entusiasmarse por el hallazgo de una nueva fragua medieval o unos cuantos huesos de un enterramiento. En todo caso, Stern había aceptado aquel empleo —consistente en controlar el equipo electrónico, realizar diversos análisis químicos, datación por carbono, etcétera—, para estar cerca de su novia, que asistía a un curso de verano en Toulouse. Al principio, le intrigaba también la idea de datación cuántica, pero hasta el momento los aparatos no habían resultado operativos.
Por la radio, Kramer decía:
—Y si reconstruyen parcialmente el pueblo, pueden reconstruir también un fragmento de la muralla exterior del castillo, la parte adyacente al pueblo, esa sección de allí. —Señalaba un muro bajo de borde irregular que atravesaba el yacimiento de norte a sur.