Rescate en el tiempo (12 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Rescate en el tiempo
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—Ah, sí, disculpa. En la mesa del fondo. Lleva las letras DS en la etiqueta adhesiva.

Marek fue a buscar la radio y apretó el botón.

—¿David? Soy André.

—Hola, André.

Marek apenas lo oyó a causa del estruendo del helicóptero.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Marek.

—Nada. Nada en absoluto —contestó Stern—. Hemos comprobado en el monasterio y en el bosque. No aparece ninguna de las construcciones mencionadas por Kramer, ni en el radar de barrido lateral, ni en los infrarrojos, ni en los ultravioleta. No tengo la menor idea de cómo hizo esos descubrimientos.

Cabalgaban a galope tendido por un promontorio cubierto de hierba desde donde se dominaba el río. O al menos Sophie galopaba; Chris botaba y se zarandeaba en la silla, agarrándose desesperadamente para no caerse. En sus otras salidas, Sophie había moderado la marcha en consideración a la menor aptitud de Chris, pero aquel día atravesaba los campos a toda velocidad gritando de placer.

Chris procuraba no rezagarse, rogando por que se detuviera pronto, y finalmente ella refrenó a su corcel negro, que paró en el acto, resoplando y sudoroso, y le dio unas palmadas en el cuello mientras aguardaba a Chris.

—¿No ha sido emocionante? —dijo Sophie.

—Sí —respondió Chris, sin aliento—. Desde luego.

—Lo has hecho muy bien, Chris, hay que reconocerlo. Cada día montas mejor.

Con el trasero dolorido de tanto saltar sobre la silla y los muslos agarrotados por la fuerza con que se aferraba a la montura, Chris sólo pudo asentir con la cabeza.

—Este sitio es precioso —comentó Sophie, señalando el río y las formas oscuras de los castillos que se alzaban en lo alto de montes lejanos—. ¿No te parece una vista magnífica?

Y a continuación miró su reloj, lo cual irritó a Chris. Pero seguir avanzando al paso le resultó inesperadamente agradable. Ella cabalgaba muy cerca de él, sus monturas casi rozándose. De vez en cuando Sophie se inclinaba hacia él y le susurraba al oído, y en una ocasión le echó el brazo a los hombros y lo besó en los labios, para después desviar la mirada, avergonzándose al parecer de su momentáneo atrevimiento.

Desde aquella posición se veía el conjunto de yacimientos del proyecto: Castelgard, el monasterio y más allá, en alto, La Roque. Las nubes surcaban rápidamente el cielo, sus sombras deslizándose por el paisaje. Soplaba una brisa cálida y suave, y el silencio era total, salvo por el creciente ronroneo de un motor.

—Chris, Chris —dijo Sophie, y volvió a besarlo. Cuando sus labios se separaron, miró a lo lejos y de pronto levantó una mano para saludar.

Un descapotable amarillo ascendía en dirección a ellos por la sinuosa carretera. Era un deportivo, con el chasis muy bajo. Se detuvo a corta distancia de ellos, y el conductor se irguió tras el volante y se sentó en el respaldo del asiento.

—¡Nigel! —exclamó Sophie con entusiasmo.

El hombre del coche le devolvió el saludo perezosamente, trazando un lento arco en el aire con la mano.

—Chris, ¿me harías el favor? —preguntó Sophie, entregándole las riendas de su caballo. Luego desmontó y corrió cuesta abajo hacia el coche, donde abrazó al conductor. Los dos subieron al deportivo. Cuando se alejaban, ella volvió la cabeza para mirar a Chris y le lanzó un beso.

Capítulo 10

Sarlat, un pueblo medieval restaurado, poseía un especial encanto por las noches, cuando la tenue luz de las lámparas de gas iluminaba sus casas apiñadas y sus estrechas callejas. En la rue Tourny, Marek y los estudiantes de postgrado bebían vino tinto de Cahors bajo las sombrillas blancas de la terraza de un restaurante.

Aunque normalmente Chris Hughes disfrutaba de esas veladas, aquella noche no encontraba nada a su gusto. Hacía demasiado calor y estaba incómodo en la silla metálica. Había pedido su plato favorito,
pintade aux cèpes
, pero la carne de la gallina le parecía reseca y las setas insípidas. Incluso la conversación le irritaba. Por lo general, charlaban sobre el trabajo del día, pero aquella noche la joven arquitecta del equipo, Kate Erickson, se había encontrado con unos amigos de Nueva York, dos parejas de poco menos de treinta años —agentes de bolsa y sus novias— y los había invitado a cenar con ellos. A Chris le despertaron antipatía casi de inmediato.

Los hombres abandonaban una y otra vez la mesa para hablar por sus teléfonos móviles. Las mujeres eran publicistas y trabajaban en la misma agencia de relaciones públicas; recientemente habían organizado la presentación por todo lo alto del último libro de Martha Stewart. Aquellas ínfulas no tardaron en crispar a Chris. Además, como muchos ejecutivos de éxito, tendían a tratar a los académicos como si fueran un poco retrasados mentales, incapaces de desenvolverse en el mundo real, de jugar a juegos reales. O quizá, pensó Chris, les parecía inexplicable que alguien eligiera una ocupación cuyo objetivo no fuera llegar a millonario antes de cumplir veinticuatro años.

No obstante, debía admitir que era gente agradable; bebían mucho vino y hacían muchas preguntas sobre el proyecto. Por desgracia, eran las preguntas habituales, las que siempre formulaban los turistas: «¿Qué tiene de tan especial este sitio? ¿Cómo sabéis dónde cavar? ¿Cómo sabéis qué buscar? ¿A qué profundidad excaváis y cómo sabéis cuándo hay que parar?».

—¿Por qué trabajáis precisamente allí? —preguntó una de las mujeres—. ¿Qué tiene de tan especial ese sitio?

—Es un yacimiento muy representativo del período —respondió Kate—, con dos castillos rivales. Pero su verdadera importancia es que estuvo abandonado hasta fecha reciente, nunca se había excavado.

—¿Y eso es bueno? ¿Ese abandono? —dijo la mujer con el entrecejo fruncido. Procedía de un mundo donde el abandono estaba mal visto.

—Es en extremo conveniente —contestó Marek—. En nuestro trabajo, las auténticas oportunidades surgen en lugares que han quedado al margen del mundo. Como por ejemplo este pueblo, Sarlat.

—Es muy bonito —comentó una de las mujeres.

Los hombres se apartaron para hablar por teléfono.

—Pero la cuestión es que este antiguo pueblo existe aún por puro azar —dijo Kate—. En sus orígenes, Sarlat fue un centro de peregrinación desarrollado en torno a un monasterio con reliquias. Al final, el pueblo creció tanto que el monasterio se trasladó a otra parte, buscando la paz y la tranquilidad perdidas. Sarlat siguió siendo un próspero núcleo comercial de la región de la Dordogne. Pero su importancia disminuyó gradualmente a lo largo de los años, en el siglo
XX
el mundo se olvidó de Sarlat. Era una población tan pobre e insignificante que no tenía dinero para reconstruir las zonas antiguas. Los edificios del pasado simplemente permanecían en pie, sin modernas instalaciones de agua y electricidad. Muchos fueron abandonados. —Kate explicó que en la década de los cincuenta el municipio decidió por fin demoler el barrio antiguo para edificar viviendas nuevas—. André Malraux lo impidió. Convenció al gobierno francés de que destinara fondos para la restauración. La gente pensó que era un disparate. En la actualidad Sarlat es la ciudad medieval mejor conservada de Francia y una de las principales atracciones turísticas del país.

—Es encantador —dijo la mujer distraídamente.

De pronto los dos hombres volvieron juntos a la mesa, se sentaron y se guardaron los teléfonos con ademán definitivo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kate.

—Ha cerrado la bolsa —anunció uno de ellos—. Bueno, hablabais de Castelgard. ¿Qué tiene de especial?

—Comentábamos el hecho de que nunca se había excavado —recapituló Marek—. Pero para nosotros también es importante porque reúne todas las características propias de una ciudad amurallada del siglo
XIV
. El pueblo en sí es más antiguo, pero la mayor parte de las estructuras se construyó o modificó entre los años 1300 y 1400 con vistas a mejorar la defensa: muros más gruesos, murallas concéntricas, puertas y fosos más complejos.

—¿Y ése qué período es? ¿La Edad de las Tinieblas? —preguntó uno de los hombres, sirviéndose más vino.

—No —contestó Marek—. En rigor, es la Baja Edad Media.

—¿Baja? Yo sí voy a caer bajo si sigo bebiendo así —bromeó el hombre—. ¿Y qué viene antes de eso? ¿La Alta Edad Media?

—Exacto —confirmó Marek.

—¡Vaya! —dijo el hombre, levantando la copa—. ¡He acertado a la primera!

Desde alrededor del año 40 a. C., Europa estuvo bajo dominación romana. La región francesa donde se hallaban, Aquitania, fue antes la provincia romana de Aquitania. A lo largo y ancho de Europa, los romanos construyeron calzadas, controlaron las rutas comerciales y mantuvieron la ley y el orden. Europa conoció una época de gran prosperidad.

Más tarde, hacia el año 400 d. C., empezó a retirar sus ejércitos y abandonar sus plazas fuertes. Tras la caída del imperio, Europa se sumió en un estado de anarquía que se prolongó durante quinientos años. Decreció la población, desapareció el comercio y las ciudades declinaron. Las hordas bárbaras invadieron las zonas rurales: godos y vándalos, hunos y vikingos. Ese período tenebroso fue la Alta Edad Media.

—Pero al final del milenio, es decir, en el año 1000 después de Cristo, la situación empezó a mejorar —dijo Marek—. Cobró forma una nueva organización social que ahora conocemos como sistema feudal, aunque por entonces nadie empleaba ese término.

En el feudalismo, poderosos señores establecían el orden local.

El nuevo sistema dio buen resultado. Mejoró la agricultura. Florecieron el comercio y las ciudades. Hacia el año 1200 d.C. Europa había recobrado su antigua pujanza y contaba con una población mayor que durante el Imperio Romano.

—Así pues —concluyó Marek—, el año 1200 es el principio de la Baja Edad Media, una época de crecimiento económico y auge cultural.

Los cuatro norteamericanos se mostraron escépticos.

—Si las cosas iban tan bien, ¿por qué todos construían más defensas? —preguntó uno de ellos.

—Por la guerra de los Cien Años, entre Inglaterra y Francia —contestó Marek.

—¿Qué fue, una guerra religiosa?

—No —respondió Marek—. La religión no tuvo nada que ver. Por aquel entonces todos eran católicos.

—¿Sí? ¿Y los protestantes?

—No había protestantes.

—¿Dónde estaban?

—Aún no se habían inventado a sí mismos —dijo Marek.

—¿En serio? ¿Cuál fue, pues, la causa de la guerra?

—La soberanía —contestó Marek—. El hecho de que Inglaterra poseyera una gran parte de Francia.

Uno de los hombres arrugó la frente en una expresión de incredulidad.

—¿Cómo? ¿Estás diciendo que Inglaterra era dueña de Francia?

Marek dejó escapar un suspiro.

Marek había acuñado un término para definir a esa clase de gente: pueblerinos temporales, personas que desconocían el pasado y se jactaban de su ignorancia.

Los pueblerinos temporales sólo concedían importancia al presente y tenían la arraigada convicción de que todo aquello ocurrido en un tiempo anterior podía pasarse por alto sin más. El mundo moderno era novedoso y absorbente, y no guardaba relación alguna con el pasado. Estudiar historia servía de tan poco como aprender a comunicarse mediante el alfabeto morse o a conducir coches de caballos. Y la época medieval, habitada por caballeros con ruidosas armaduras y damas con vestidos largos y sombreros puntiagudos, les parecía tan intrascendente que ni siquiera merecía la menor consideración.

Sin embargo, la verdad era que los principios del mundo moderno se asentaron en la Edad Media. El sistema jurídico, el concepto de estado-nación, la confianza en la tecnología, o incluso la idea de amor romántico se establecieron en el medioevo. Aquellos agentes de bolsa debían a la Edad Media la noción misma de economía de mercado. Y si no lo sabían, ignoraban los fundamentos de su propia identidad, la finalidad de su trabajo, y sus orígenes.

El profesor Johnston solía decir que si uno no sabía historia, no sabía nada. Era como ser una hoja que no sabía que formaba parte de un árbol.

El agente de bolsa insistía sobre la cuestión con la contumacia que exhiben ciertas personas al ponerse de manifiesto su propia ignorancia.

—¿En serio? ¿Inglaterra poseía parte de Francia? Eso no tiene sentido. Los ingleses y los franceses siempre se han odiado.

—No siempre —observó Marek—. Hablamos de hace seiscientos años. El mundo era entonces muy distinto. Por aquellas fechas ingleses y franceses estaban mucho más cerca que ahora. Desde que los ejércitos normandos conquistaron Inglaterra en 1066, la nobleza inglesa era en su mayoría de ascendencia francesa. Hablaban francés, comían al estilo francés, seguían las modas francesas. Era normal que sus propiedades incluyeran territorio francés. Aquí en el sur habían gobernado Aquitania durante más de un siglo.

—¿Y a qué se debió, pues, la guerra? ¿Los franceses decidieron que lo querían todo para ellos?

—Sí, más o menos.

—Tiene lógica —dijo el agente de bolsa, asintiendo con la cabeza en un gesto de suficiencia.

Marek prosiguió con su lección de historia. Chris pasó el rato tratando de cruzar una mirada con Kate. A la luz de las velas, sus facciones angulosas —que a pleno sol ofrecían un perfil muy acusado, incluso severo— se atenuaban notablemente. De improviso, la encontraba atractiva.

Pero ella no lo miraba. Tenía puesta toda la atención en sus dos amigos, los agentes de bolsa. Típico, pensó Chris. Dijeran lo que dijesen, las mujeres sólo sentían atracción por los hombres con dinero y poder. Incluso tratándose de un par de sujetos vulgares y desquiciados como aquéllos.

Sin darse cuenta, Chris se concentró en sus relojes. Los dos agentes de bolsa lucían sendos Rolex, voluminosos y macizos, con las cadenas muy holgadas, de modo que colgaban de la muñeca y se deslizaban pesadamente arriba y abajo como pulseras de mujer. Era un signo de indiferencia y riqueza, una informal dejadez que inducía a pensar que vivían en vacaciones permanentes. Ese detalle le molestó.

Cuando uno de ellos empezó a juguetear con su reloj, haciéndolo girar en torno a la muñeca, Chris vio colmada su paciencia. De pronto se levantó, pretextó entre dientes que tenía que volver al yacimiento para verificar unos análisis, y se marchó rue Tourny abajo en dirección al aparcamiento situado en la periferia del barrio antiguo.

Descendiendo por la calle, tuvo la impresión de que alrededor sólo había amantes, parejas cogidas del brazo, la mujer con la cabeza apoyada en el hombro de su compañero. Se sentían a gusto juntos, sin necesidad de hablar, limitándose a disfrutar del entorno. Con cada pareja que veía, aumentaba su irritación, induciéndolo a apretar el paso.

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