—Sí, posiblemente… —admitió el profesor.
—Y podrían ampliar la muralla hacia el sur, por allí, donde se adentra en el bosque —prosiguió Kramer—. Podrían talar los árboles de esa zona y reconstruir la torre.
Stern y Chris cruzaron una mirada de perplejidad.
—¿De qué habla? —preguntó Stern—. ¿Qué torre?
—El bosque aún no se ha inspeccionado —dijo Chris—. Tenemos previsto empezar la tala a finales del verano y el reconocimiento del terreno en otoño.
Por la radio, oyeron responder al profesor:
—Su propuesta es muy interesante, señorita Kramer. Déjeme hablar de ello con los demás y volveremos a reunimos a la hora del almuerzo.
Y a continuación Chris vio volverse al profesor, mirar directamente hacia ellos y señalar con el dedo en dirección al bosque.
Dejando atrás el claro donde se hallaban las ruinas, treparon por un talud cubierto de hierba y penetraron en el bosque. Los árboles eran delgados pero crecían muy juntos, y el ramaje producía una densa sombra y un ambiente fresco. Chris Hughes siguió la vieja muralla exterior del castillo, que disminuía gradualmente de altura, llegándole hasta la cintura en su primer tramo, reduciéndose luego a un bajo afloramiento de piedra y desapareciendo por fin entre la maleza.
A partir de ese punto tuvo que agacharse y apartar los helechos y matorrales con las manos para rastrear el recorrido de la muralla.
El bosque se espesó. Una sensación de paz invadió a Chris. Recordaba que en su primera visita a Castelgard un bosque como aquél poblaba casi todo el yacimiento. Las escasas paredes que permanecían en pie estaban cubiertas de musgo y liquen, pareciendo surgir de la tierra como formas orgánicas. Un halo de misterio envolvía por entonces aquel lugar. Pero eso se perdió en cuanto deforestaron el terreno e iniciaron las excavaciones.
Stern seguía sus pasos. Rara vez salía del laboratorio, y por lo visto estaba disfrutando del paseo.
—¿Por qué son tan pequeños los árboles? —preguntó.
—Porque es un bosque nuevo —contestó Chris—. Casi todos los bosques del Périgord tienen menos de cien años. Antiguamente estas tierras eran campos, viñedos.
—¿Y qué pasó?
Chris se encogió de hombros.
—Una plaga, la filoxera, mató todas las vides a principios de siglo y volvió a crecer el bosque. —Tras un breve silencio, añadió—: La industria vinícola francesa casi se extinguió. La salvaron importando vides inmunes a la filoxera, de California, cosa que preferirían olvidar.
Mientras hablaba, continuaba atento al terreno, guiándose por algún que otro fragmento aislado de piedra para seguir la línea de la muralla.
Pero de pronto la muralla desapareció. La perdió por completo. Tendría que desandar el camino y localizar de nuevo el rastro.
—¡Maldita sea! —exclamó.
—¿Qué ocurre? —dijo Stern.
—No encuentro la muralla. Venía en esta dirección —indicó el recorrido con la palma de la mano—, y ahora ya no la veo.
En aquella parte del bosque la maleza era especialmente densa, formada por helechos y alguna clase de enredadera espinosa que arañaba a Chris las piernas desnudas. Stern llevaba pantalones largos y siguió adelante, diciendo:
—No sé, Chris; tiene que estar por aquí…
Chris sabía que debía retroceder. Acababa de volverse cuando oyó gritar a Stern.
Giró la cabeza.
Stern no estaba. Había desaparecido.
Chris se hallaba solo en el bosque.
—¿David?
Un gemido.
—¡Ay… maldita sea!
—¿Qué pasa?
—Me he dado un golpe en la rodilla, ¡y cómo duele, la condenada!
Chris no lo veía.
—¿Dónde estás?
—En un hoyo —respondió Stern—. Me he caído. Lleva cuidado si vienes hacia aquí. De hecho… —Un gruñido. Un juramento—. No te molestes. Puedo levantarme. Estoy bien. De hecho… ¡Eh!
—¿Qué?
—Espera un momento.
—¿Qué ocurre?
—Tú espera, ¿de acuerdo?
Chris vio agitarse los matorrales, mecerse los helechos, a medida que avanzaba hacia la izquierda. Por fin Stern volvió a hablar, y su voz resonó de manera extraña.
—¿Eh, Chris?
—Sí, ¿qué has encontrado?
—Una sección de pared. Curva.
—¿Qué?
—Creo que estoy en el fondo de lo que en otro tiempo fue una torre redonda, Chris.
—¡No me digas! —exclamó Chris, y pensó: ¿Cómo se ha enterado Kramer de esto?
—Comprobadlo en el ordenador —ordenó Johnston—. Consultad los escanogramas de reconocimiento aéreo, infrarrojos o de radar, para ver si se detecta alguna torre. Quizá ya esté registrada y no nos hayamos fijado.
—Para los infrarrojos, la mejor opción es la última hora de la tarde —aconsejó Stern, sentado y con una bolsa de hielo en la rodilla.
—¿Por qué la última hora de la tarde?
—Porque la piedra caliza retiene el calor. Por eso esta zona gustaba tanto a los cavernícolas. Incluso en pleno invierno, dentro de una cueva del Périgord había cinco grados menos de temperatura que en el exterior.
—Y por tanto a última hora de la tarde…
—El muro retiene el calor mientras el bosque se enfría —concluyó Stern—. Y eso debería reflejarse en las imágenes por infrarrojos.
—¿Aunque el objeto esté bajo tierra?
Stern se encogió de hombros.
Chris se sentó ante el ordenador y empezó a teclear. Se oyó un breve pitido y la imagen del monitor cambió de repente.
—Vaya, está entrando correo.
Chris cliqueó el icono del lector de correo. Había sólo un mensaje, y tardó un tiempo considerable en descargarse.
—¿Qué es esto?
—Imagino que lo envía ese tal Wauneka —dijo Stern—. Le he pedido un gráfico bastante grande, y probablemente no lo ha comprimido.
Por fin la imagen cobró forma en la pantalla: una serie de puntos dispuestos geométricamente. Todos reconocieron el dibujo de inmediato. Era sin duda el monasterio de Sainte-Mère, su propio yacimiento.
Con mucho mayor detalle que el plano que ellos habían elaborado.
Johnston observó la imagen detenidamente, tamborileando en la mesa con los dedos.
—Es extraño que Bellin y Kramer se hayan presentado aquí precisamente el mismo día —comentó al cabo de un rato.
Los dos estudiantes de postgrado cruzaron una mirada.
—¿Qué tiene de extraño? —preguntó Chris.
—Bellin no ha mostrado el menor interés en conocerla, y siempre quiere conocer a las fuentes de financiación.
Chris hizo un gesto de indiferencia.
—Parecía tener mucha prisa.
—Sí, eso parecía. —Se volvió hacia Stern—. En todo caso, saca una copia de eso por impresora. Veremos qué opina nuestra arquitecta.
Katherine Erickson, una muchacha de cabello rubio ceniza, ojos azules y piel muy bronceada, se hallaba suspendida a quince metros del suelo, su rostro a menos de un palmo del techo gótico parcialmente hundido de la capilla de Castelgard. Colgaba de un arnés en posición supina y tomaba notas tranquilamente acerca de la construcción.
Erickson era la estudiante de postgrado que más recientemente se había incorporado al proyecto, formando parte del equipo sólo desde hacía unos meses. En un principio ingresó en Yale para estudiar arquitectura, pero un tiempo después, desencantada de la carrera elegida, solicitó el traslado a la facultad de historia. Allí, Johnston acudió a ella para convencerla de que se uniera al grupo, del mismo modo que había convencido a los demás: «¿Por qué no dejas todos esos libros viejos y te dedicas a la historia auténtica, la historia práctica?».
Y en efecto era un enfoque práctico, como demostraba el hecho de que estuviera allí colgada. Pero ese aspecto del trabajo no le importaba. Kate se había criado en Colorado y era una entusiasta del alpinismo. Desde su llegada a Francia, dedicaba todos los domingos a escalar en los despeñaderos rocosos que flanqueaban el Dordogne. Allí, rara vez se encontraba con nadie, lo cual era una delicia; en Colorado, uno tenía que guardar turno en los mejores puntos de escalada.
Usando el piolet, desprendió unas cuantas laminillas de argamasa de diversas zonas para someterlas a un análisis espectroscópico y las depositó en distintos recipientes de plástico —semejantes a los envases de los carretes fotográficos— que llevaba sujetos de dos correas cruzadas ante el pecho como bandoleras.
Estaba etiquetando los recipientes cuando oyó una voz que decía:
—¿Cómo vas a bajar de ahí? Quiero enseñarte una cosa.
Kate volvió la cabeza y abajo vio a Johnston.
—Muy fácil —contestó. Soltó los seguros de las cuerdas y se deslizó suavemente hacia el suelo hasta posarse con gran ligereza. Luego se apartó los mechones de pelo rubio que le tapaban el rostro. Kate Erickson no era una muchacha bonita, como tantas veces le había dicho su madre, ganadora de un concurso de belleza en su época universitaria, pero poseía un aspecto saludable y genuinamente americano que los hombres encontraban atractivo.
—Creo que escalarías cualquier cosa —comentó Johnston.
Kate se despojó del arnés.
—Es la única manera de conseguir estos datos.
—Si tú lo dices…
—En serio —aseguró Kate—. Si queremos conocer la historia arquitectónica de esta capilla, he de subir ahí y extraer muestras de argamasa. Ese techo se ha reconstruido muchas veces, bien porque la edificación inicial era defectuosa y se desplomaba a la más mínima, bien a causa de los destrozos provocados en las guerras por las máquinas de asalto.
—Por lo segundo, sin duda —afirmó Johnston.
—Bueno, yo no estoy tan segura —dijo Kate—. Las estructuras principales del castillo…, el gran salón, los aposentos interiores… son sólidas, pero hay varias paredes mal construidas. En varios casos, da la impresión de que se añadieron muros para crear pasadizos secretos. Incluso hay uno que lleva a la cocina. Quienquiera que introdujese esas modificaciones debía de ser un paranoico. Y quizá se hicieron con precipitación. —Se limpió las manos en el pantalón corto—. ¿Y bien? ¿Qué quería enseñarme?
Johnston le entregó una hoja de papel. Era un dibujo sacado por impresora, una serie de puntos dispuestos en forma geométrica.
—¿Qué es esto? —preguntó Kate.
—Dímelo tú.
—Parece Sainte-Mère.
—¿Lo es?
—Diría que sí. Pero la duda es… —Kate salió de la capilla y contempló la excavación del monasterio, a unos dos kilómetros en el llano de la otra orilla del río. Desde aquella altura, el trazado de las paredes se veía casi con igual claridad que en el gráfico que sostenía en la mano—. Sí.
—¿Qué?
—Hay elementos en este dibujo que aún no hemos descubierto. Una capilla absidial en la iglesia, un segundo claustro en el cuadrante nororiental y… esto parece un jardín, intramuros… Por cierto, ¿de dónde ha salido este plano?
El restaurante de Marqueyssac se hallaba en lo alto de un promontorio desde donde se dominaba todo el valle del Dordogne. Kramer, sentada ya a la mesa, alzó la mirada y vio con sorpresa que el profesor llegaba acompañado de Marek y Chris. Ella había pedido una mesa para dos.
Marek acercó dos sillas de la mesa contigua, y se sentaron todos juntos. El profesor se inclinó hacia Kramer y la miró fijamente.
—Señorita Kramer —dijo—, ¿cómo sabía dónde estaba el refectorio?
—¿El refectorio? —Se encogió de hombros—. Pues… no sé. ¿No se mencionaba en el informe semanal sobre la marcha del proyecto? ¿No? Entonces quizá me lo haya comentado el doctor Marek. —Observó los rostros de los tres hombres que la miraban escrutadoramente—. Caballeros, los monasterios no son ni mucho menos mi especialidad. Debo de haberlo oído en alguna parte.
—¿Y la torre del bosque?
—Debía de aparecer en un escanograma. O en alguna fotografía antigua.
—No. Ya lo hemos verificado. —El profesor colocó ante ella el plano que acababan de recibir—. ¿Y por qué Joseph Traub, un empleado de la ITC, tenía un dibujo del monasterio más completo que los nuestros?
—No lo sé… ¿De dónde han sacado esto?
—Lo ha enviado un policía de Gallup, en Nuevo México, que tiene las mismas dudas que yo.
Kramer guardó silencio.
—Señorita Kramer —prosiguió Johnston al cabo de un momento—, creo que nos oculta información. Creo que han estado realizando su propio análisis a nuestras espaldas y se han guardado sus hallazgos. Y creo que la razón es que ustedes y Bellin han negociado con miras a explotar este yacimiento en previsión de que yo me niegue a cooperar. Y el gobierno francés estaría encantado de echar a los norteamericanos de su patrimonio histórico.
—Profesor, eso no es cierto. Puede estar seguro…
—No, señorita Kramer, ya no estoy seguro de nada. —Johnston consultó su reloj—. ¿A qué hora sale su avión de regreso a la ITC?
—A las tres.
—Yo estoy ya preparado para el viaje —anunció Johnston, y apartó la silla de la mesa.
—Pero voy a Nueva York.
—Entonces vale más que cambie de planes y vaya a Nuevo México.
—Querrá usted entrevistarse con Bob Doniger, y no conozco su agenda…
—Señorita Kramer —instó Johnston, inclinándose sobre la mesa—, arréglelo.
Cuando el profesor se marchó, Marek dijo:
—Ruego a Dios que vea con benevolencia vuestro viaje y os devuelva sano y salvo.
Era así como despedía siempre a los amigos. Había sido la frase preferida del conde Geoffrey de la Tour, seiscientos años antes.
En opinión de algunos, Marek llevaba su fervor por el pasado al extremo de la obsesión. Pero para él era algo natural; ya de niño sentía una intensa atracción por el medioevo, y actualmente parecía en muchos sentidos vivir en esa época. Una vez, en un restaurante, dijo a un amigo que no pensaba dejarse barba porque no estaba de moda en esos tiempos.
—Claro que está de moda —protestó su amigo, atónito—; sólo tienes que mirar alrededor y verás cuántos hombres llevan barba.
—No, no —repuso Marek—; quiero decir que no está de moda en
mis
tiempos.
Con lo cual se refería a los siglos
XIII
y
XIV
.
Muchos especialistas en la Edad Media sabían leer lenguas antiguas, pero Marek era capaz de
hablarlas
: inglés medio, francés antiguo, occitano y latín. Era un experto en la indumentaria y las costumbres del período. Y con su estatura y facultades atléticas, se había propuesto dominar las técnicas marciales de la época. Al fin y al cabo, afirmaba, la Edad Media fue un tiempo de guerra permanente. Montaba ya a la perfección los enormes percherones que se usaban por entonces como caballos de guerra. Y había adquirido una considerable destreza en las justas, ejercitándose horas y horas con el muñeco giratorio de torneo, conocido como «estafermo». Marek poseía tal habilidad con el arco
longbow
que había empezado a instruir a los otros en su manejo. Y ahora se adiestraba en la lucha con mandoble.