Elsie empezó a farfullar una airada protesta.
—Pero en cualquier caso —prosiguió Marek, interrumpiéndola—, el profesor ha de ponerse en contacto con nosotros mañana, y se lo preguntaré. Entretanto, os sugiero que os acostéis y descanséis bien.
En la casa de labranza, Marek cerró con sigilo la puerta de la habitación antes de encender la luz. Luego miró alrededor.
Como cabía esperar, la habitación ofrecía un aspecto impecable, tan ordenado como la celda de un monje. En la mesilla de noche había cinco o seis trabajos de investigación, perfectamente apilados. En un escritorio situado a la derecha, vio varios trabajos más junto a un ordenador portátil cerrado. El escritorio tenía un cajón. Lo abrió y examinó el interior apresuradamente.
Pero no encontró lo que buscaba.
A continuación se acercó al armario. Dentro se hallaba la ropa del profesor, cuidadosamente colgada, con espacio entre cada percha. Marek palpó los bolsillos de una prenda tras otra, pero tampoco lo encontró. Quizá no estaba allí, pensó. Quizá el profesor se lo había llevado a Nuevo México.
Había una cómoda adosada a la pared opuesta a la puerta.
Abrió el cajón superior: monedas en un pequeño plato llano, un fajo de billetes —dólares estadounidenses— arrollado con una goma elástica, una estilográfica y un reloj de repuesto. Nada fuera de lo común.
De pronto, en un rincón, vio un estuche de plástico.
Sacó el estuche y lo abrió. Contenía unas gafas. Las dejó sobre la cómoda.
Tenían lentes bifocales, de forma ovalada.
Se llevó la mano al bolsillo de la camisa y extrajo una bolsa de plástico. Oyó un crujido a sus espaldas. Al volverse, vio aparecer por la puerta a Kate Erickson.
—¿Estás registrándole la ropa interior? —preguntó Kate, enarcando las cejas—. He visto luz por debajo de la puerta y he decidido entrar a echar un vistazo.
—¿Sin llamar antes? —dijo Marek.
—¿Qué haces aquí? —Kate vio entonces la bolsa de plástico—. ¿Es eso lo que imagino?
—Sí.
Marek sacó la lente bifocal de la bolsa con unas pinzas y la colocó en la superficie de la cómoda, al lado de las gafas del profesor.
—No son idénticas —observó Kate—, pero diría que esa lente es suya.
—Yo también.
—Pero ¿no es eso lo que pensabas desde el principio? Al fin y al cabo, el profesor es la única persona en este yacimiento que usa bifocales. La contaminación ha de proceder de sus gafas.
—Pero no hay contaminación alguna —rectificó Marek—. Esta lente es antigua.
—¿Cómo?
—Según David, la mancha blanca del borde es crecimiento bacteriano. No es una lente moderna Kate; es antigua.
Kate miró la lente con atención.
—Es imposible —dijo—. Fíjate en cómo están cortados los cristales de las gafas del profesor y esta lente. No hay la menor diferencia. Tiene que ser moderna.
—Lo sé, pero David insiste en que es antigua.
—¿De qué época?
—No lo sabe con seguridad —contestó Marek.
—¿No puede datarla?
Marek negó con la cabeza.
—No hay materia orgánica suficiente.
—Si es así, has entrado en su habitación porque… —Kate se interrumpió. Miró primero las gafas y luego a Marek. Arrugó la frente—. André, creía haberte oído decir que, a tu juicio, ese mensaje era una falsificación.
—Eso he dicho, sí.
—Pero también has pedido a David que intentara hacer la prueba del carbono esta noche.
—Sí.
—Y después has venido aquí, con la lente, porque te preocupa… —prosiguió Kate. Sacudió la cabeza como si necesitara aclararse las ideas—. ¿Qué te preocupa? ¿Qué crees que está pasando?
—No tengo la menor idea —contestó Marek, mirándola—. Todo esto parece absurdo.
—Pero estás preocupado.
—Sí —admitió Marek—. Lo estoy.
El día siguiente amaneció soleado y caluroso, con una intensa luz bajo un cielo totalmente despejado. El profesor no se puso en contacto con ellos a la hora prevista. Marek le telefoneó dos veces, pero en ambos casos se activó el buzón de voz: «Deje un mensaje y le devolveré la llamada».
Tampoco tenían aún noticias de Stern. Cuando telefonearon al laboratorio de Les Eyzles, un técnico les dijo que Stern estaba ocupado y no podía atenderlos; visiblemente molesto, añadió:
—Está repitiendo las pruebas otra vez, y ya es la tercera.
Marek se preguntó cuál sería el motivo de tan insistente verificación. Pensó en ir a averiguarlo él mismo a Les Eyzles —era un corto viaje en coche—, pero decidió quedarse en el granero por si telefoneaba el profesor.
No telefoneó.
A media mañana Elsie exclamó:
—¡Eh!
—¿Qué?
Elsie examinaba un pergamino.
—Éste es el documento del legajo que precedía al del profesor —explicó.
Marek se acercó.
—¿Y qué has visto?
—Parece que hay puntos de tinta de la pluma del profesor. Fíjate, aquí, y aquí.
—Probablemente leyó ese documento justo antes de escribir su mensaje —comentó Marek, encogiéndose de hombros.
—Pero están en el margen —observó Elsie—, casi como si fueran una acotación.
—Una acotación ¿a qué? ¿De qué trata el documento?
—Es un texto de historia natural, una descripción de un río subterráneo escrita por un monje. Explica que debe andarse con cautela en ciertos sitios, determinando las posiciones mediante pasos y otras medidas.
—Un río subterráneo… —dijo Marek, sin especial interés en el hallazgo.
Los monjes se dedicaban al estudio de la región y a menudo escribían breves tratados sobre geografía local, carpintería, la época idónea para la poda de los árboles frutales, la conveniencia de almacenar grano en invierno, etcétera. Eran curiosidades, y con frecuencia contenían datos erróneos.
—«Marcellus tiene la llave» —leyó Elsie—. ¿Qué querrá decir eso? Es ahí donde aparecen las marcas del profesor. Y luego hace referencia a algo sobre… unos pies gigantes…, no… los pies del gigante… ¿Los pies del gigante? Y aquí pone
«vivix»
, que en latín significa…, veamos… ésta es nueva…
Consultó un diccionario.
Marek, inquieto, salió del cubículo y se paseó de un lado a otro. Estaba nervioso, crispado.
—Es extraño —comentó Elsie—; no existe la palabra VIVIX. O al menos no se recoge en este diccionario. —Tan metódica como siempre, tomó nota.
Marek suspiró.
Las horas pasaron lentamente.
El profesor seguía sin dar señales de vida.
A las tres, como cada tarde, los estudiantes empezaron a subir por la cuesta hacia la gran tienda de campaña para tomarse un descanso. Marek los observó desde la puerta del granero. En apariencia despreocupados, bromeaban, reían y se empujaban.
Sonó el teléfono. Marek se volvió de inmediato. Descolgó Elsie, y Marek la oyó decir:
—Sí, precisamente ahora está aquí conmigo.
Marek corrió adentro.
—¿Es el profesor? —preguntó.
Elsie negó con la cabeza.
—No. Es alguien de la ITC —dijo, y le entregó el auricular.
—Sí, soy André Marek.
—Ah, señor Marek, espere un momento, por favor. El señor Doniger tiene mucho interés en hablar con usted.
—¿Ah, sí?
—Sí. Hace horas que intentamos ponernos en contacto con usted. Si es tan amable, permanezca al aparato mientras trato de localizarlo.
Una larga espera. En la línea sonaba música clásica. Marek tapó el micrófono con la mano y dijo a Elsie:
—Es Doniger.
—¡Vaya, el pez gordo en persona! —exclamó ella—. Deben de tenerte bien considerado.
—¿Por qué me telefonea Doniger?
Al cabo de cinco minutos, mientras seguía esperando, apareció Stern.
—No vas a creértelo —dijo, moviendo la cabeza en un gesto de negación.
—¿Qué? —preguntó Marek, con el auricular en la mano.
Stern se limitó a darle un papel donde se leía:
638 ± 47 B.P.
—¿Qué es esto?
—La antigüedad de la tinta —aclaró Stern.
—¿De qué hablas?
—La tinta del pergamino. Data de hace seiscientos treinta y ocho años, con un margen de error de cuarenta y siete años arriba o abajo.
—¿Qué? —dijo Marek.
—Es la estimación correcta. La tinta se remonta al año 1361 después de Cristo.
—¿Qué?
—Ya sé, ya sé —respondió Stern—. Pero hemos repetido tres veces las pruebas. No hay la menor duda. Si el profesor escribió eso realmente, lo escribió hace seiscientos años.
Marek dio la vuelta a la hoja. Al dorso, rezaba:
1361 d.C. ± 47 años
En la línea telefónica, la música se interrumpió con un chasquido y una voz tensa dijo:
—¿Señor Marek? Soy Bob Doniger.
—Sí —contestó Marek.
—Puede que no lo recuerde, pero nos conocimos hace un par de años cuando visité las excavaciones.
—Lo recuerdo con toda claridad.
—Le llamo por algo relacionado con el profesor Johnston —explicó Doniger—. Estamos muy preocupados por su seguridad.
—¿Ha desaparecido?
—No. Sabemos exactamente dónde está.
Marek percibió algo extraño en el tono de Doniger, y un escalofrío recorrió su espalda.
—¿Puedo hablar con él, pues?
—Por desgracia, en este momento no es posible —respondió Doniger.
—¿Está el profesor en peligro?
—Es difícil saberlo. Espero que no. Pero vamos a necesitar la ayuda de usted y su grupo. Ya he enviado el avión a recogerlos.
—Señor Doniger —dijo Marek—, hemos recibido un mensaje del profesor Johnston, escrito al parecer hace seiscientos años…
—Por teléfono no —lo interrumpió Doniger. Pero Marek notó que la noticia no le sorprendía—. Ahora en Francia son las tres, ¿no?
—Sí, pasan sólo unos minutos.
—Muy bien. Elija a los tres miembros de su equipo que mejor conozcan la Dordoña. Luego trasládense al aeropuerto de Bergerac. No se molesten en preparar equipaje. Aquí les proporcionaremos cuanto necesiten. El avión tomará tierra a la seis de la tarde, hora local, y los traerá a Nuevo México. ¿Queda claro?
—Sí, pero…
—Nos veremos cuando lleguen —dijo Doniger, y colgó.
David Stern miró a Marek.
—¿A qué venía todo eso? —preguntó.
—Ve a buscar tu pasaporte —dijo Marek.
—¿Cómo?
—Ve a buscar tu pasaporte, y luego vuelve con el todoterreno.
—¿Vamos a algún sitio?
—Sí —contestó Marek.
Y cogió su radio.
En el adarve del castillo de La Roque, Kate Erickson contemplaba el patio interior cubierto de hierba, el centro de la fortaleza, seis metros más abajo. Turistas de una docena de nacionalidades distintas pululaban por el recinto, todos vestidos con colores chillones y pantalones cortos. Las cámaras disparaban en todas direcciones.
Debajo de ella, oyó decir a una niña:
—¡Otro castillo! ¿Por qué tenemos que visitar tantos castillos, mamá?
—Porque a papá le interesan —respondió la madre.
—Pero son todos iguales, mamá.
—Ya lo sé, cariño.
El padre estaba a corta distancia de ellas, entre unas paredes bajas que perfilaban una antigua estancia.
—Y esto era el gran salón —anunció a su familia.
Dirigiendo hacia allí la mirada, Kate vio de inmediato que se equivocaba. El hombre se hallaba entre los restos de la cocina, como era obvio por los tres hornos todavía visibles en la pared de la izquierda y por el canal de piedra —situado justo detrás de él que en su día suministraba el agua.
—¿Qué se hacía en el gran salón? —preguntó su hija.
—Aquí se celebraban los banquetes, y los caballeros rendían homenaje al rey.
Kate dejó escapar un suspiro. No existían pruebas de que hubiera vivido jamás un rey en La Roque. Al contrario, los documentos existentes indicaban que había sido siempre un castillo privado, construido en el siglo
XI
por un tal Armard de Cléry y notablemente reformado en el siglo
XIV
, añadiéndose en esta segunda fase las murallas exteriores y nuevos puentes levadizos. Esta ampliación la llevó a cabo el caballero François le Gros, o Francisco el Gordo, alrededor de 1302.
Pese a su nombre, François era un caballero inglés, y reconstruyó La Roque conforme al nuevo modelo inglés de fortificación, establecido por Eduardo I. Los castillos eduardianos eran grandes, con espaciosos patios y agradables aposentos para el señor. Esto se adecuaba al gusto de François, quien, según las crónicas, era un hombre de temperamento artístico, tendencia a la pereza y propensión a meterse en apuros económicos. François se vio obligado a hipotecar su castillo y finalmente a venderlo. Durante la guerra de los Cien Años, La Roque estuvo bajo el control de sucesivos caballeros. Pero las defensas resistieron: nunca capturado en combate, el castillo siempre cambió de manos por transacciones comerciales. En cuanto al gran salón, Kate lo reconoció de inmediato a su izquierda. Pese a su ruinoso estado, los contornos de la enorme estancia —casi treinta metros de largo— permanecían claramente indicados. La monumental chimenea —algo menos de tres metros de altura y más de tres y medio de anchura— era aún visible. Kate sabía que cualquier gran salón de aquellas dimensiones debía tener las paredes de piedra y el techo de madera. Y efectivamente, observando la pared, vio en lo alto los huecos de ensamblaje de las grandes vigas maestras. Por encima hubo sin duda un entramado de riostras para sostener el tejado.
Junto a Kate pasó un grupo de turistas ingleses, apretujándose en el estrecho adarve.
—Estas murallas —explicaba el guía— fueron construidas por Francisco el Torvo en 1363. Francisco era un elemento de cuidado. Disfrutaba torturando en sus amplias mazmorras a hombres y mujeres, e incluso niños. Si miran a la izquierda, verán el Salto de la Amante, el lugar donde, en 1292, se produjo la mortal caída de madame de Renaud, deshonrada por quedar encinta del mozo de cuadra de su esposo. No obstante, está en duda si se cayó o la empujó su ofendido esposo…
Kate suspiró. ¿De dónde sacaban aquellas estupideces? Se concentró en su cuaderno de bocetos, donde dibujaba el trazado de las paredes. También en aquel castillo había pasadizos secretos. Pero Francisco el Gordo era un ducho arquitecto. Sus pasadizos tenían una finalidad primordialmente defensiva. Uno de ellos iba desde el adarve hasta la pared del fondo del gran salón, pasando por detrás de la chimenea. Otro discurría bajo las almenas de la muralla meridional.