—Mi instrucción en el manejo de las armas… —Chris arrugó la frente—. Bueno, yo…
—¿Estáis o no adiestrado? Hablad con franqueza: ¿Cuál es vuestro nivel de instrucción?
Chris decidió que le convenía ser sincero.
—En Verdad, estoy… instruido… en mi disciplina… como estudioso.
—¿Estudioso? —El anciano movió la cabeza en un gesto de incomprensión—.
Escolie? Esne discipulus? Studesne sub magistro?
—«¿Estudiáis bajo la tutela de un maestro?».
—
Ita est.
—«Así es».
—
Ubi?
—«¿Dónde?».
—Ah…, esto… en Oxford.
—¿Oxford? —Sir Daniel resopló—. Siendo así, no tenéis aquí nada que hacer con alguien como mi señora. Creedme si os digo que éste no es sitio para un
scolere
. Permitidme que os ponga al corriente de vuestras actuales circunstancias.
»Lord Oliver necesita dinero para pagar a sus mesnadas, y ya ha saqueado todas las aldeas vecinas. Así que ahora apremia a Claire a casarse para él obtener el beneficio que le corresponde como custodio. Guy de Malegant le ha hecho una buena oferta, muy satisfactoria para lord Oliver. Pero Guy no es un hombre rico, y no podrá saldar su deuda a menos que hipoteque parte de las posesiones de mi señora, lo cual ella no está dispuesta a aceptar. En opinión de muchos, lord Oliver y Guy han llegado hace tiempo a un acuerdo privado, comprometiéndose uno a vender a lady Claire y el otro a vender sus tierras.
Chris permaneció en silencio.
—Existe aún otro impedimento para la celebración de la boda. Claire detesta a Malegant, de quien sospecha que intervino directamente en la muerte de su esposo. Guy se hallaba presente cuando Geoffrey expiró. Su repentina marcha de este mundo fue una sorpresa para todos. Geoffrey era un caballero joven y vigoroso, y si bien sus heridas eran graves, se recobraba gradualmente. Nadie conoce la verdad de lo ocurrido aquel día, pero corren rumores, muchos rumores, de envenenamiento.
—Comprendo —dijo Chris.
—¿Ah, sí? Lo dudo. Pensad que mi señora bien podría considerarse prisionera de lord Oliver en este castillo. Acaso ella sola pudiera escapar, pero no le es posible sacar furtivamente a todo su séquito. Si ella parte en secreto y regresa a Inglaterra, como es su deseo, lord Oliver tomará venganza en mi persona, y en la de otros miembros de la casa. Ella lo sabe, y por eso debe quedarse aquí.
»Lord Oliver quiere casarla, y mi señora trama estratagemas para aplazar la boda. Admito que es una joven inteligente. Pero lord Oliver no se distingue por su paciencia, y pronto forzará la situación. Ahora la única esperanza de mi sobrina reside allí. —Sir Daniel se acercó a la ventana y señaló por ella.
Chris se aproximó también y miró afuera.
Desde aquella alta ventana vio el patio del castillo y las almenas de la muralla exterior. Más allá vio los tejados del pueblo y la muralla del pueblo, en cuyo adarve rondaban los guardias. A eso seguían los campos y el bosque.
Chris dirigió una mirada interrogativa a sir Daniel.
—Allí, mi
scolere
. Aquellas fogatas.
Sir Daniel señalaba hacia el horizonte. Entornando los ojos, Chris avistó sólo unas tenues columnas de humo que se desvanecían en la neblina azulada. Se encontraban en el límite de su visión.
—Ésas son las huestes de Arnaut de Cervole —explicó sir Daniel—. Están acampadas a no más de quince millas de aquí. Llegarán en un día, dos a lo sumo. Todos lo saben.
—¿Y sir Oliver?
—Sabe que la batalla contra Arnaut será encarnizada.
—Y aun así celebra un torneo…
—Eso es una cuestión de honor —dijo sir Daniel—. El puntilloso honor de lord Oliver. Sin duda lo cancelaría si pudiera. Pero no se atreve. Y para vos, ése es el peligro.
—¿Para mí?
Sir Daniel suspiró y empezó a pasearse de un lado a otro.
—Ahora vestíos, para presentaros ante mi señor Oliver como es debido. Intentaré evitar el desastre que se avecina.
El anciano se volvió y salió de la cámara. Chris miró al niño. Había dejado de restregarlo.
—¿Qué desastre? —preguntó.
Una peculiaridad del medievalismo en el siglo
XX
consistía en que no se conservaba una sola imagen de la época que mostrara cómo era el interior de un castillo del siglo
XIV
. Ni un cuadro, ni un dibujo en un manuscrito iluminado, ni un esbozo, nada. Las imágenes más antiguas sobre la vida en el siglo
XIV
databan del siglo
XV
, y los interiores —así como la comida y la vestimenta— representados en éstas eran correctos para el siglo
XV
, pero no para el
XIV
.
Como consecuencia, ningún historiador moderno sabía qué mobiliario se usaba, cómo se decoraban las paredes, o cómo vestía y se comportaba la gente. La ausencia de información era tan completa que cuando se excavaron los aposentos reales de Eduardo I en la Torre de Londres, las paredes reconstruidas tuvieron que dejarse con el enlucido a la vista, porque nadie conocía cuál fue en su momento la decoración.
Esa era también la causa de que los pintores que posteriormente habían representado temas del siglo
XIV
mostraran interiores sombríos, estancias de paredes desnudas y escasos muebles, quizá una silla o un baúl, pero poco más. La propia ausencia de imágenes contemporáneas tendía a interpretarse como prueba de la austeridad de la época.
Todo eso pasó por la mente de Kate Erickson cuando se dirigía hacia la puerta del gran salón de Castelgard. Lo que estaba a punto de ver, ningún historiador lo había visto. Deslizándose entre la gente detrás de Marek, entró por fin, y contempló con asombro la opulencia y el caos que se desplegaban ante ella.
El gran salón resplandecía como una enorme joya. Penetrando como un torrente de luz por las altas ventanas, el sol bañaba las paredes, donde colgaban tapices recamados con hilo de oro, y sus reflejos cabrilleaban en el techo rojo y dorado. Una enorme tela con un dibujo de flores de lis sobre fondo azul oscuro cubría un extremo del salón. En el lado opuesto, decoraba la pared un tapiz que representaba una batalla: los caballeros contendían engalanados con armaduras de plata y sobrevestes de colores azul y blanco, rojo y oro; sus estandartes, bordados con hilo de oro, flameaban al viento.
Al fondo del salón se hallaba la chimenea, tan grande que una persona habría podido entrar sin agacharse, con una reluciente repisa dorada y profusamente labrada. Y sobre la repisa pendía un tapiz que mostraba a unos cisnes en vuelo sobre un campo rojo de encaje salpicado de flores de oro.
El salón poseía una elegancia inherente, una decoración suntuosa y exquisitamente ejecutada… y un tanto femenina desde el punto de vista moderno. Su belleza y refinamiento contrastaban con los modales de los presentes, individuos vocingleros y ordinarios.
Frente a la lumbre se hallaba la mesa principal, cubierta con un mantel de hilo blanco. Los platos de oro estaban llenos a rebosar de comida. Unos perros pequeños correteaban sobre la mesa, sirviéndose a placer de los mismos platos, hasta que el hombre que ocupaba el lugar central los ahuyentó con un estridente juramento.
Lord Oliver de Vannes contaba alrededor de treinta años. Era un hombre de ojos pequeños, hundidos en un rostro carnoso de expresión disoluta. En su boca se dibujaba una permanente mueca de desprecio; tendía a apretar los labios porque le faltaban varios dientes. Lucía unos ropajes tan ornamentados como el propio salón: un manto azul y oro, amplia gorguera dorada y sombrero de piel. Adornaba su cuello un collar de piedras azules, cada una del tamaño de un huevo de codorniz. Llevaba sortijas en varios dedos, grandes gemas ovales engastadas en oro macizo. Ensartaba las viandas con el cuchillo y masticaba ruidosamente, hablando con gruñidos a sus compañeros.
Pese a su elegante atuendo, producía una impresión de peligrosa irascibilidad: mientras comía, miraba sin cesar a uno y otro lado con sus ojos ribeteados, alerta a la menor ofensa, presto a la pelea. Tenía los nervios a flor de piel y una pronta agresividad; cuando uno de los perros volvió a la mesa, Oliver, sin vacilar, le clavó el cuchillo en las ancas. El animal saltó al instante de la mesa y escapó del salón gañendo y dejando un rastro de sangre.
Lord Oliver soltó una carcajada, enjugó la sangre del perro de la punta del cuchillo y siguió comiendo.
Los hombres sentados a su mesa rieron la humorada. A juzgar por su aspecto, eran mesnaderos, de la edad de Oliver, e iban todos elegantemente ataviados, aunque ninguno igualaba en exquisitez las galas de su señor. Completaban la escena tres o cuatro mujeres, jóvenes, bonitas y descocadas, con vestidos ajustados y cabelleras sueltas, toqueteando a los hombres por debajo de la mesa en medio de estúpidas risitas.
Mientras Kate observaba, un término acudió de manera espontánea a su mente: señor de la guerra. Aquél era un señor de la guerra medieval, sentado en compañía de sus soldados y sus prostitutas en el castillo que había capturado.
De pronto apareció un heraldo y, con un golpe de bastón, anunció:
—Mi señor. Maese Edward de Johnes.
Volviéndose, Kate vio entrar a Johnston, conducido hacia la mesa principal por su escolta a través de la muchedumbre.
Lord Oliver alzó la vista y, limpiándose la grasa de los carrillos con el dorso de la mano, se puso en pie.
—Bienvenido seáis, maese Edwardus. Aunque no estoy muy seguro de si sois un maestro o un mago.
—Mi señor Oliver —saludó el profesor, hablando en occitano, e inclinó ligeramente la cabeza.
—Maestro, ¿por qué esa frialdad? —reprochó Oliver con un afectado mohín—. Me ofendéis. ¿Qué os he hecho yo para merecer tanta reserva? ¿Os disgusta que os haya traído del monasterio? Aquí comeréis tan bien como allí, os lo aseguro. Mejor incluso. Además, el abad no os necesita, y yo sí.
Johnston, muy erguido, guardó silencio.
—¿No tenéis nada que decir? —preguntó Oliver, lanzando una feroz mirada a Johnston. Su rostro se ensombreció. Entre dientes, añadió—: Esa actitud cambiará.
Johnston permaneció callado.
El momento de tensión pasó. Lord Oliver pareció recobrar la calma. Con una sonrisa inexpresiva, dijo:
—Pero venid, venid; no riñamos. Con el debido respeto y cortesía, solicito vuestro consejo. Sois un hombre sabio, y yo ando muy escaso de sabiduría, o eso me dicen estas ilustres personas. —El comentario fue recibido con carcajadas en torno a la mesa—. Y según he oído también adivináis el futuro.
—Nadie conoce el futuro —contestó Johnston.
—¿Ah, no? Pues creo que vos sí lo conocéis, maestro. Y os ruego que vaticinéis el vuestro. Dudo que un hombre de vuestra distinción resista mucho el sufrimiento. ¿Sabéis cómo halló la muerte nuestro difunto rey, y tocayo vuestro, Eduardo el Necio? En vuestro rostro advierto que sí lo sabéis. Con todo, vos no estabais presente en el castillo cuando ocurrió, y yo sí. —Esbozó una lúgubre sonrisa y volvió a sentarse en su silla—. En su cuerpo no quedó señal alguna.
Johnston movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.
—Sus gritos se oyeron a millas de distancia —comentó.
Kate lanzó una mirada interrogativa a Marek. En susurros, él explicó:
—Hablan de Eduardo II de Inglaterra. Fue encarcelado y asesinado. Sus captores no deseaban dejar pruebas visibles del crimen, así que le introdujeron un tubo por el recto y le insertaron un atizador al rojo vivo en las entrañas hasta que murió.
Kate se estremeció.
—Además, Eduardo era homosexual —añadió Marek—, y se consideró que esa manera de ejecutarlo revelaba un gran ingenio.
—Sí, sus gritos se oyeron a millas de distancia —confirmó Oliver—. Así que reflexionad sobre ello. Sabéis muchas cosas, y también a mí me placería saberlas. Sed mi consejero, o despedíos de este mundo.
En ese momento interrumpió a Oliver un caballero que se levantó de la mesa y se acercó a susurrarle al oído. El caballero vestía ricos ropajes de colores marrón y gris, pero tenía la cara curtida y correosa de un guerrero. Una cicatriz visible y abultada descendía por su rostro desde la frente hasta el mentón y desaparecía bajo la gorguera. Oliver lo escuchó y luego dijo:
—¿Eso creéis, Robert?
En respuesta, el caballero de la cicatriz volvió a susurrarle al oído, sin apartar la mirada del profesor.
—Bien, ya se verá —contestó sir Oliver.
El fornido caballero siguió musitando, y Oliver asintió con la cabeza.
Entre la muchedumbre, Marek se volvió hacia el cortesano que tenía al lado y, dirigiéndose a él en occitano, preguntó:
—¿Quién es, si puede saberse, la ilustre persona que habla a sir Oliver al oído?
—Amigo mío, ése es sir Robert de Kere.
—¿De Kere? —repitió Marek—. No lo conozco.
—Se ha incorporado recientemente al séquito. Lleva menos de un año al servicio de sir Oliver, pero se ha granjeado ya su favor.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
El cortesano se encogió de hombros en un gesto de hastío, como si dijera: ¿Quién sabe los motivos de cuanto ocurre en la mesa principal? Sin embargo contestó:
—Sir Robert es hombre de grandes dotes marciales, y actúa como consejero de confianza de lord Oliver en tácticas de guerra. —Bajando la voz, añadió—: Pero ciertamente creo que no debe de satisfacerle ver ante él a otro consejero, y además tan eminente.
—Ah, comprendo —dijo Marek.
Efectivamente daba la impresión de que sir Robert defendía con insistencia su posición, susurrando con actitud perentoria, hasta que Oliver alzó la mano, como si espantara a un mosquito, y al instante el caballero hizo una reverencia y retrocedió un paso, quedándose detrás de él.
—Maestro —dijo Oliver.
—Mi señor.
—Según me informan, conocéis el método del fuego greguisco.
Marek resopló.
—Nadie lo conoce —musitó, volviéndose hacia Kate.
Y así era. El fuego greguisco era un famoso enigma histórico, una devastadora arma del siglo
VI
, cuya auténtica naturaleza se debatía incluso entre los historiadores modernos. Nadie sabía qué era en realidad el fuego greguisco, ni cuál era su composición.
—Sí —respondió Johnston—. Conozco ese método.
Marek lo miró con asombro. ¿A qué obedecía aquello? Obviamente el profesor se daba cuenta de que le había surgido un rival, pero aquél era un juego peligroso. Sin duda le exigirían que lo demostrase.