—¿Y de qué servirá eso? —preguntó Arnaut al cabo de un momento.
Más susurros. Chris no oía nada.
—Mi buena señora, he tomado ya una decisión —declaró Arnaut.
Aún más susurros.
Por fin, moviendo la cabeza en un gesto de duda, Arnaut se aproximó de nuevo a ellos.
—Esta dama me pide un salvoconducto para viajar a Burdeos. Dice que os conoce, y que sois hombres honrados. —Hizo una pausa—. Dice que debería dejaros en libertad.
—Sólo si os place, mi señor. Pues es sabido que los ingleses matan indiscriminadamente, y no así los franceses. Los franceses hacen gala de la misericordia que se desprende de la inteligencia y las buenas maneras.
—Bien decís —convino Arnaut—. Es cierto que los franceses son hombres civilizados. Y si estos dos nada saben del hermano Marcelo y el pasadizo, nada más necesito de ellos. Y ordeno, pues, que les proporcionéis caballos y comida y les permitáis que sigan su camino. Es mi deseo estar a bien con vuestro maestro Edwardus, así que presentadle mis respetos, y quiera Dios que regreséis sanos y salvos a su lado. Y ahora partid.
Lady Claire hizo una reverencia.
Chris y Kate hicieron una reverencia.
El apuesto caballero cortó las ataduras de Chris y los condujo hacia la puerta. Chris y Kate quedaron tan estupefactos por aquel giro en los acontecimientos que no despegaron los labios en el camino de regreso al río. Chris temblaba y tenía una sensación de mareo. Kate se frotaba la cara como si tratara de despabilarse.
Finalmente, el caballero dijo:
—Le debéis la vida a una dama perspicaz.
—Ciertamente… —respondió Chris.
El apuesto caballero esbozó una parca sonrisa.
—El cielo os sonríe —declaró, al parecer no muy contento de que así fuera.
En el río, la situación había cambiado totalmente. Los hombres de Arnaut habían tomado el puente del molino, en cuyas almenas ondeaba ahora el estandarte verde y negro. Los caballeros de Arnaut, a lomos de sus monturas, se alineaban en ambas orillas del Dordogne. Y una columna de hombres y pertrechos marchaba por el camino rumbo a La Roque en medio de una nube de polvo. Iban hombres con carromatos cargados de provisiones, carretas con mujeres de charla, niños en desorden, y más carromatos para el transporte de enormes maderos: gigantescas catapultas desmontadas con las que arrojar piedras y brea ardiente por encima de las murallas del castillo.
El caballero les había encontrado un par de caballos, dos jamelgos con las marcas del yugo del arado en el cuello. Una vez montados, el caballero, a pie, tiró de las riendas y los llevó hasta el puesto de control.
Chris volvió la vista al oír un súbito revuelo en el río. Una docena de hombres hundidos hasta las rodillas en el agua forcejeaban con un cañón de retrocarga, hecho de hierro colado y provisto de un bloque de madera a modo de soporte. Chris lo contempló fascinado. En el siglo
XX
no se conservaba —ni se había descrito siquiera— ningún cañón tan antiguo.
Los historiadores sabían que en la época se habían utilizado primitivas formas de artillería; los arqueólogos habían extraído balas de cañón en las excavaciones realizadas en el escenario de la batalla de Poitiers. Pero se creía que los cañones eran poco comunes y tenían una finalidad básicamente decorativa, como elemento de prestigio. Pero observando a aquellos hombres mientras trataban de sacar el cilindro del río y cargarlo de nuevo en el carromato, Chris llegó a la conclusión de que el rescate de una pieza meramente simbólica nunca habría Justificado semejante esfuerzo. Era un cañón pesado y entorpecía el avance de todo el ejército, que sin duda planeaba apostarse frente a las murallas de La Roque antes del anochecer. No había, pues, razón alguna para recuperar el cañón con tal urgencia, en lugar de volver a por él más tarde, a menos que fuera una pieza importante en el ataque.
Pero ¿cuál era su utilidad?, se preguntó Chris. Las murallas de La Roque tenían tres metros de espesor. Era imposible que una bala de cañón las traspasara.
El apuesto caballero, tras unas breves palabras de despedida, dijo:
—Id en paz y en gracia de DIOS.
—Dios os bendiga y os conceda descendencia —respondió Chris, y el caballero palmeó a los caballos en la grupa, y emprendieron la marcha hacia La Roque.
En el camino, Kate informó a Chris acerca de su hallazgo en la habitación de Marcelo, y de la ermita verde.
—¿Sabes dónde está esa ermita? —preguntó Chris.
—Sí. La vi señalada en los planos topográficos del proyecto. Está a poco menos de un kilómetro al este de La Roque. Un sendero atraviesa el bosque hasta allí.
Chris dejó escapar un suspiro.
—Así que sabemos dónde se encuentra el pasadizo —dijo— pero André tenía la oblea de cerámica, y ahora está muerto, lo cual significa que de todos modos no podremos volver.
—No, la tengo yo —contestó Kate.
—¿La tienes tú?
—Me la ha dado André, en el puente. Creo que era consciente de que no saldría vivo de allí. Podría haberse echado a correr y salvarse, pero no lo hizo. Se quedó y me salvó a mí.
Kate empezó a llorar con sollozos ahogados.
Chris guardó silencio. Recordaba los jocosos comentarios que provocaba el fervor de Marek entre los estudiantes de postgrado —«¿Os imagináis? ¡Se cree realmente todas esas gilipolleces sobre los caballeros!»—, así como la generalizada sospecha de que su comportamiento era una especie de extravagante pose. Un papel que interpretaba, una afectación. Porque en el siglo
XX
no podía esperarse que los demás aceptaran que uno creía en el honor y la verdad, y la pureza de cuerpo, la defensa de las mujeres, la inviolabilidad del verdadero amor, y todo eso.
Pero, por lo visto, André creía realmente en ello.
Avanzaron a través de un paisaje digno de una pesadilla. El polvo y el humo oscurecían el sol. Aquélla era una zona de viñedos, pero todas las vides estaban quemadas, reducidas a pequeñas y nudosas cepas todavía humeantes. Los vergeles presentaban igual grado de devastación, meros grupos de árboles negros y esqueléticos. Todo había sido pasto de las llamas.
Alrededor, oían los lamentos de los soldados heridos. Muchos soldados en retirada habían caído al lado mismo del camino. Algunos aún respiraban; otros tenían ya el color ceniciento de la muerte.
Chris se había detenido a coger las armas de uno de los cadáveres, y en ese momento, cerca de él, un soldado levantó la mano y rogó lastimeramente:
—S
ecors, secors!
Chris se acercó a él. Tenía una flecha hundida en el abdomen y otra en el pecho. Contaba poco más de veinte años, y parecía consciente de que le había llegado la hora de la muerte. Tendido de espaldas, clavó en Chris una mirada suplicante y pronunció unas palabras ininteligibles para él. Finalmente, el soldado se señaló la boca y dijo:
—
Aquam. Da mihi aquam.
Tenía sed; quería agua. Chris se encogió de hombros en un gesto de impotencia. No podía ofrecerle agua. El hombre lo miró con ira, hizo una mueca de dolor, cerró los ojos y volvió la cabeza. Chris se alejó. Más adelante, cuando pasaban junto a hombres que pedían auxilio, seguían sin detenerse. No había nada que hacer.
Veían La Roque a lo lejos, alta e inexpugnable sobre los despeñaderos del Dordogne. Y llegarían a la fortaleza en menos de una hora.
En un rincón oscuro de la iglesia de Sainte-Mère, el apuesto caballero ayudó a André Marek a levantarse y dijo:
—Vuestros amigos han partido.
Marek tosió y se sujetó al brazo del caballero al notar una punzada de dolor en la pierna. El apuesto caballero sonrió. Había capturado a Marek poco después de la explosión del molino.
Al escapar por la ventana de la fragua, Marek tuvo la suerte de caer en un profundo pozo del río, gracias a lo cual salió Ileso. Y cuando asomó de nuevo a la superficie, estaba aún bajo el puente. El pozo producía un remolino que impidió que la corriente lo arrastrara aguas abajo.
A continuación, Marek se despojó del hábito y lo tiró al río. Justo entonces estalló el molino harinero, y volaron tablas y cuerpos en todas direcciones. Un soldado cayó al agua cerca de él y empezó a girar en el remolino. Marek trepó a la orilla, y un apuesto caballero le puso la punta de su espada en la garganta y, con una seña, le indicó que siguiera adelante. Marek vestía aún los colores marrón y gris de Oliver, y comenzó a farfullar en occitano, declarando su inocencia y rogando misericordia. El caballero se limitó a responder:
—Callad. Os he visto.
Había visto salir a Marek por la ventana y desprenderse del hábito. A continuación, lo llevó a la iglesia, donde encontró a Claire y Arnaut. El Arcipreste estaba de un humor hosco y peligroso, pero Claire tenía, al parecer, cierta influencia sobre él. Fue Claire quien ordenó a Marek permanecer en silencio en la oscuridad cuando entraron Kate y Chris.
—Si Arnaut puede indisponeros a vos contra los otros dos, quizá perdone la vida a vuestros amigos. Si os presentáis los tres unidos ante él, se enfurecerá y os hará matar a todos.
Claire orquestó los acontecimientos posteriores. Y el resultado había sido más que aceptable.
Hasta el momento.
Ahora Arnaut lo observaba con manifiesto escepticismo.
—¿Vuestros amigos conocen, pues, el acceso al pasadizo?
—Sí —contestó Marek—. Os lo juro.
—Cogiéndome a vuestra palabra, les he perdonado la vida —dijo Arnaut—. A vuestra palabra y a la de esta dama que responde por vos. —Inclinó levemente la cabeza en dirección a lady Claire, que dejó asomar una fugaz sonrisa a sus labios.
—Mi señor, habéis obrado sabiamente —afirmó Claire—, porque ahorcar a un hombre puede aligerar la lengua de su amigo. Pero con igual frecuencia ocurre que el amigo se reafirma en su resolución y prefiere llevarse el secreto a la tumba. Y en este caso el secreto es de tal importancia que conviene más a mi señor saber que lo tiene bien atado.
—Así pues, seguiremos a esos dos y veremos adónde nos llevan. —Señaló a Marek con el mentón—. Raimondo, buscadle una montura a este pobre hombre y asignadle como escolta a dos de vuestros mejores
chevaliers
. Vos podéis seguirlos a distancia.
El apuesto caballero saludó a su señor con una reverencia y contestó:
—Mi señor, si dais vuestra licencia, lo acompañaré yo mismo.
—Hacedlo —concedió Arnaut—, pues podríamos llevarnos aún alguna sorpresa en este asunto. —Dirigió una expresiva mirada al caballero.
Entretanto, lady Claire se había acercado a Marek y le sostenía una mano afectuosamente entre las suyas. Marek notó algo frío entre los dedos de ella, y enseguida se dio cuenta de que era una pequeña daga, de apenas diez centímetros de largo.
—Mi señora, estoy en deuda con vos —dijo Marek.
—Siendo así, caballero, haced lo posible por pagar esa deuda —respondió ella, mirándolo a los ojos.
—Lo haré, a Dios pongo por testigo. —Ocultó la daga bajo la ropa.
—Y yo rogaré a Dios por vos, caballero —contestó Claire. Inclinándose, le dio un casto beso en la mejilla, y a la vez susurró—: Os escoltará Raimondo de Narbona. Le gusta cortar gargantas. Cuando conozca el secreto, llevad cuidado de que no corte la vuestra y las de vuestros amigos. —Sonriendo, se retiró.
—Mi señora, sois muy bondadosa —dijo Marek—. Tomaré muy en consideración vuestros deseos.
—Buen caballero, que Dios os asista y vele por vos en todo momento.
—Mi señora, no os apartaré de mi pensamiento.
—Buen caballero, querría…
—Basta, basta —los interrumpió Arnaut con tono airado. Volviéndose a Raimondo, dijo—. Id ya, Raimondo, porque esta efusión de sentimientos me revuelve el estómago.
—Mi señor.
El apuesto caballero inclinó la cabeza respetuosamente y guió a Marek hacia la puerta y la luz del sol.
—¿Quieren saber cuál es el problema? —dijo Robert Doniger, clavando una colérica mirada en sus visitantes—. El problema es dar vida al pasado, hacerlo real.
Había dos hombres y una mujer, los tres jóvenes, repantigados en el sofá de su despacho. Vestían totalmente de negro, con esas chaquetas de hombros ceñidos que parecían haberse encogido al lavarlas. Los hombres llevaban el pelo largo y la mujer un moderno peinado. Eran los especialistas en comunicación que Kramer había contratado. Pero Doniger notó que aquel día Kramer se había sentado frente a ellos, distanciándose sutilmente. Se preguntó si ella había visto ya el material.
Ese detalle predispuso negativamente a Doniger, cada vez más irascible. Además, nunca le había gustado la gente relacionada con aquel mundo. Y ésa era ya su segunda reunión del día con individuos de esa ralea. Por la mañana se había entrevistado con los gilipollas de relaciones públicas, y ahora con esos otros gilipollas.
—El problema —repitió— es que mañana vienen a oír mi presentación treinta altos ejecutivos. La presentación se titula «La promesa del pasado», y no dispongo de material visual convincente que enseñarles.
—Entendido —respondió uno de los hombres con tono resuelto—. Ése era precisamente nuestro punto de partida, señor Doniger. El cliente desea dar vida al pasado. Y eso nos propusimos. Con la ayuda de la señorita Kramer, pedimos a sus propios observadores que generaran vídeos de muestra para nosotros. Y consideramos que este material posee el carácter persuasivo…
—Veámoslo —lo interrumpió Doniger.
—Si apagáramos alguna luz…
—Deje las luces como están.
—Sí, señor Doniger. —La pantalla de la pared cobró vida. Mientras contemplaban las imágenes, el hombre dijo—: El motivo por el que nos gusta este primero es que se trata de un famoso acontecimiento histórico con una duración de sólo dos minutos de principio a fin. Como sabe, muchos acontecimientos históricos se desarrollaron con gran lentitud, sobre todo para la sensibilidad moderna. En cambio, éste es rápido. Por desgracia, tuvo lugar en un día un tanto lluvioso.
La pantalla mostraba un cielo encapotado, gris y sombrío. La cámara se desplazó para enfocar a un grupo de gente en alguna clase de reunión, filmando sobre las cabezas de una numerosa multitud. Un hombre alto subía a una sencilla tribuna de madera cruda.
—¿Qué es eso? —preguntó Doniger—. ¿Un ahorcamiento?
—No —contestó el experto en comunicación—. Ése es Abraham Lincoln, a punto de pronunciar el discurso de Gettysburg.