—¡Oh, no! —exclamó, y se echó a correr por la galería.
Tambaleándose, Marek se puso en pie y vio que el abad seguía con vida.
—Perdonadme —dijo mientras cargaba al abad sobre su hombro y se dirigía hacia un rincón.
Los soldados del patio empuñaban ya sus arcos y respondían al ataque con cerradas descargas contra el campanario. Caían ya menos flechas.
Marek llevó al abad tras los arcos de la galería y lo dejó en el suelo junto a él. El abad se arrancó la flecha del hombro y la tiró. El esfuerzo le cortó la respiración.
—La espalda… la espalda…
Marek lo volvió con delicadeza. El asta hundida en su espalda palpitaba con cada latido del corazón.
—¿Queréis que os la extraiga? —preguntó.
—No. —En un gesto desesperado, el abad echó un brazo alrededor del cuello de Marek y lo atrajo hacia sí—. Todavía no… Un sacerdote… sacerdote… —Los ojos se le quedaron en blanco.
Un sacerdote corría hacia ellos.
—Ya viene, su ilustrísima.
El abad pareció sentir alivio al oírlo, pero continuó aferrado a Marek. En voz muy baja, casi un susurro, dijo:
—La llave para entrar en La Roque…
—¿Sí, su ilustrísima?
—Habitación…
Marek esperó.
—¿Qué habitación, su ilustrísima? ¿Qué habitación?
—Arnaut —musitó el abad, y sacudió la cabeza como si tratara de despejársela—. Arnaut se enojará… habitación… —Se desprendió de Marek, y éste le arrancó la flecha de la espalda y lo ayudó a tenderse en el suelo—. Siempre me hacía… no se lo diría a nadie… por eso… Arnaut… —Cerró los ojos.
El sacerdote apartó a Marek y, hablando rápidamente en latín, dejó en el suelo la vasija con los santos óleos y descalzó al abad. De inmediato empezó a administrarle la extremaunción.
Apoyado contra una de las columnas del claustro, Marek se extrajo la flecha del muslo. Había penetrado oblicuamente, y la herida no era tan profunda como en un primer momento se temió. Sólo tres centímetros del asta habían quedado teñidos de sangre. Acababa de arrojar la flecha al suelo cuando Chris y Kate se acercaron.
Se detuvieron ante él, mirando su pierna y la flecha. La herida sangraba. Kate se recogió el jubón y, con ayuda de la daga, rasgó el borde inferior de su camisa de hilo y arrancó una tira. La ató en torno al muslo de Marek en un improvisado vendaje.
—No es grave —dijo Marek.
—En todo caso, llevarla vendada no te hará ningún mal —respondió ella—. ¿Puedes andar?
—Claro que puedo andar.
—Estás pálido.
—Estoy bien —aseguró Marek, y apartándose de la columna, se volvió para mirar hacia el patio.
Cuatro soldados yacían en tierra, y el patio entero se hallaba erizado de flechas. Los otros soldados habían desaparecido. Ya nadie disparaba desde el campanario, y de sus ventanas superiores salían bocanadas de humo. En el lado opuesto del patio vieron más humo, denso y oscuro, procedente del refectorio. El monasterio entero empezaba a arder.
—Tenemos que encontrar esa llave —dijo Marek.
—Pero está en la habitación del hermano Marcelo —repuso Kate.
—No estoy muy seguro de eso.
Marek recordaba que, en las horas previas al viaje a Nuevo México, Elsie, la grafóloga del proyecto, había hecho referencia a una llave. Y también a una palabra que desconocía. No recordaba los detalles —en aquel momento estaba demasiado preocupado por el profesor para prestar atención—, pero sí recordaba con toda claridad que el comentario aludía a uno de los pergaminos del legajo hallado en el monasterio. El mismo legajo que contenía la nota del profesor.
Y Marek sabía dónde encontrar esos pergaminos.
Corrieron hacia la iglesia por la galería porticada. En algunas ventanas, las vidrieras de colores estaban rotas, dejando escapar columnas de humo. Oyeron voces provenientes del interior, y al cabo de un momento un piquete de soldados salió por la puerta. Marek se dio media vuelta y, seguido de cerca por Kate y Chris, volvió sobre sus pasos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Chris.
—Buscar la entrada.
—¿Qué entrada?
A todo correr, Marek dobló a la izquierda, tomó por una galería porticada, y luego torció nuevamente a la izquierda por una angosta abertura que daba acceso a un reducido espacio, una especie de despensa, iluminado por una antorcha. En el suelo había una trampilla. Marek la abrió, y vieron unos peldaños que se perdían en la oscuridad. Cogió la antorcha, y los tres descendieron por la escalera. Chris, el último en entrar, cerró la trampilla y bajó a aquella cámara húmeda y oscura.
La antorcha chisporroteaba en el aire frío. A la luz vacilante de la llama, vieron enormes toneles de unos dos metros de diámetro dispuestos junto a la pared. Estaban en la bodega.
—Éste es un sitio que los soldados no tardarán en encontrar —comentó Marek. Sin vacilar, continuó adelante, atravesando sucesivas cámaras con toneles como la primera.
—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Kate, detrás de él.
—¿Tú no lo sabes? —repuso Marek.
Pero Kate no tenía la menor idea. Ella y Chris seguían de cerca a Marek, reacios a abandonar el reconfortante círculo de luz proyectado por la antorcha. Avanzaban ya entre las tumbas del monasterio, pequeños nichos abiertos en la pared donde yacían los cadáveres envueltos en mortajas, muchas de éstas hechas jirones por la misma podredumbre. De vez en cuando veían un cráneo, con restos de pelo aún adheridos; o unos pies, con los huesos parcialmente visibles. Oían los chillidos de las ratas en la oscuridad.
Kate se estremeció.
Marek se detuvo de pronto en una cámara casi vacía.
—¿Por qué paramos? —preguntó Kate.
—¿No reconoces el lugar? —dijo Marek.
Kate miró alrededor, y al cabo de un momento se dio cuenta de que se encontraba en la misma cámara subterránea en la que había penetrado unos días antes tras desmoronarse una zanja en la excavación del monasterio. Allí estaba el sarcófago del caballero, ahora tapado. Adosada a otra pared, se hallaba la tosca mesa de madera, en la cual había láminas de hule apiladas y legajos de documentos atados con cordel de cáñamo. A un lado, sobre un muro bajo, vio un legajo separado del resto, y junto a éste el reflejo de las lentes bifocales de las gafas del profesor.
—Debió de perderlas ayer —comentó Kate—. Quizá los soldados lo capturaron aquí.
—Probablemente.
Kate observó a Marek mientras éste pasaba uno por uno los pergaminos del legajo. No tardó en encontrar el mensaje del profesor, y entonces concentró su atención en el documento anterior de la pila. Con la frente arrugada, lo examinó a la luz de la antorcha.
—¿Qué es? —preguntó Kate.
—Una descripción —contestó Marek—. De un río subterráneo, y… aquí está. —Señaló a un margen del manuscrito, donde aparecía una anotación en latín escrita precipitadamente—. Pone: «Marcellus tiene la llave». Y luego hace referencia a… una puerta o abertura…, y unos pies grandes.
—¿Unos pies grandes?
—Un momento. No, no es eso —rectificó Marek. Empezó a acudir vagamente a su memoria la interpretación que Elsie había dado al texto—. Significa: «Pies de gigante».
—Pies de gigante —repitió Kate, mirando a Marek con expresión dubitativa—. ¿Estás seguro de que lo has entendido bien?
—Eso se lee aquí.
—¿Y qué es esto otro? —preguntó Kate, refiriéndose a las dos palabras, una encima de otra, que Marek señalaba con el dedo:
DESIDE
VIVIX
—Ahora me acuerdo —dijo Marek—. Elsie comentó que este término,
«vivix»
, era nuevo para ella. En cambio, no mencionó siquiera
«deside»
, y a mí esto no me parece siquiera latín. Tampoco es occitano, ni francés antiguo.
Usando la daga, cortó una esquina del documento, grabó en el fragmento de pergamino las dos palabras con la punta de la daga, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.
—Pero ¿qué quiere decir eso? —preguntó Kate.
Marek movió la cabeza en un gesto de negación.
—No tengo la menor idea.
—Estaba añadido al margen. Quizá no significa nada. Tal vez sea un simple garabato, o un dato contable, o algo así.
—Lo dudo.
—En aquella época también debían de hacer garabatos.
—Lo sé, Kate. Pero a mí esto no me parece un garabato. Esto es una anotación importante. —Volvió a examinar el manuscrito, siguiendo el texto con el dedo—. Veamos. Veamos…, aquí dice que
Transitus occultus incipit…
el pasadizo empieza…
propre ad capellam viridem, sive capellam mortis…
en la ermita verde, también conocida como ermita de la muerte… y…
—¿La ermita verde? —repitió Kate con un extraño tono de voz.
Marek asintió con la cabeza.
—Sí, así es. Pero no explica dónde está esa ermita. —Dejó escapar un suspiro—. Si el pasadizo comunica realmente con los túneles y cuevas de piedra caliza, podría estar en cualquier parte.
—No, André —corrigió Kate—. No está en cualquier parte.
—¿Qué quieres decir?
—Que sé dónde está esa ermita verde —respondió Kate—. Venía marcada en los planos topográficos realizados para el proyecto Dordogne. Son unas ruinas, justo en la periferia del área abarcada por el proyecto. Recuerdo que me extrañó que no se hubiera incluido, porque estaba muy cerca. En el plano, aparecía como
«chapelle verte morte»
, y creí que significaba la «capilla de la muerte verde». Me acuerdo porque me sonó algo salido de un relato de Edgar Allan Poe.
—¿Recuerdas dónde está exactamente?
—Exactamente no, pero sí que está en medio del bosque a un kilómetro al norte de Bezenac.
—En ese caso, es posible —dedujo Marek—. Podría haber un túnel de un kilómetro.
Detrás de ellos, oyeron a los soldados bajar a la bodega.
—Es hora de irse.
Marek los guió a la izquierda, por un pasillo que iba a dar al pie de una escalera. Kate recordó esa escalera, que días antes había visto parcialmente enterrada. Ahora, en cambio, ascendía hasta una trampilla de madera.
Marek subió por los peldaños y empujó la trampilla con el hombro, abriéndola sin dificultad. Fuera vieron el cielo gris, y humo.
Marek salió, y Kate y Chris lo siguieron.
Aparecieron en un vergel, los árboles frutales plantados en ordenadas filas, las hojas de primavera de un vivo color verde. Corrieron entre los árboles hasta el muro del monasterio. Allí tenía una altura de más de tres metros y medio, excesiva para encaramarse a él. Pero treparon a los árboles y saltaron al exterior por encima del muro. Enfrente vieron un espeso bosque. Se dirigieron hacia allí rápidamente y una vez más se adentraron en la densa sombra de la enramada.
En el laboratorio de la ITC, David Stern se apartó del prototipo. Contempló el pequeño artefacto electrónico —una serie de componentes unidos con cinta adhesiva— que había estado montando y probando durante las últimas cinco horas.
—Listo —anunció por fin—. Eso les enviará un mensaje. —Era ya de noche; por las ventanas del laboratorio se veía sólo la oscuridad—. ¿Qué hora es allí en estos momentos?
Gordon contó con los dedos.
—Llegaron a las ocho de la mañana. Han pasado veintisiete horas. Así que ahora son las once de la mañana del día siguiente.
—Muy bien. Una hora idónea.
Stern había logrado construir aquel dispositivo electrónico de comunicaciones pese a los dos sólidos argumentos de Gordon en contra de su factibilidad. Gordon sostenía que era imposible enviar un mensaje al pasado, porque no se conocía el punto exacto donde se materializaría la máquina. Estadísticamente, las probabilidades de que la máquina apareciera cerca de donde se hallaran sus compañeros eran casi nulas. Así que no recibirían el mensaje. El segundo problema estribaba en que no existía medio alguno de saber si habían recibido o no el mensaje.
Pero Stern había resuelto las dos objeciones con extrema sencillez. Su artefacto se componía de un auricular transmisor/receptor, idéntico a los que llevaban acoplados los miembros del equipo, y dos pequeños dictáfonos: el primero reproducía un mensaje grabado; el segundo grababa cualquier mensaje captado a través del auricular. En suma, el artilugio era —como Gordon lo describió con admiración— un «contestador automático concebido para el multiverso».
Stern grabó un mensaje que decía: «Os habla David. Lleváis fuera veintisiete horas. No intentéis volver antes de treinta y dos horas. A partir de ese momento estaremos preparados para recibiros. Entretanto, hacednos saber si estáis bien. Sólo tenéis que hablar, y vuestro mensaje quedará grabado. Eso es todo por ahora. Hasta pronto».
Stern escuchó el mensaje una última vez y dijo:
—Muy bien, enviémoslo.
Gordon pulsó los botones del panel de control. La máquina empezó a zumbar y la envolvió una luz azul.
Horas antes, cuando comenzaba a trabajar en el aparato, la única preocupación de Stern era que sus compañeros probablemente ignoraban que no podían regresar. En ese caso, existía el riesgo de que, en una situación apurada, viéndose por ejemplo atacados en todas direcciones, llamaran a la máquina en el último instante, convencidos de que podían volver de inmediato. Por tanto, Stern consideraba conveniente informarlos de que, por el momento, no podían volver.
Ésa había sido su preocupación inicial. Pero después lo asaltó una segunda, aún más alarmante. El aire de la cavidad se había renovado hacía ya dieciséis horas. Los equipos de trabajo habían accedido al interior y reconstruían la plataforma de tránsito. La sala de control permanecía en estado de alerta desde hacía muchas horas.
Y no se habían registrado cabriolas de campo.
Lo cual significaba que no se había producido intento alguno de volver. Y Stern presentía —aunque naturalmente, nadie había confirmado sus sospechas, y menos Gordon— que el personal de la ITC opinaba que un período de más de veinte horas sin cabriolas de campo era muy mala señal. Tenía la impresión de que un amplio sector de la ITC daba por muertos a los miembros del equipo.
Así pues, el principal interés del aparato de Stern no era tanto si podía enviar un mensaje como si era posible recibirlo. Porque si se recibía un mensaje, sería prueba inequívoca de que sus compañeros seguían vivos.
Stern había equipado el aparato con una antena y añadido un trinquete que inclinaba la antena flexible en distintos ángulos y repetía el mensaje de salida tres veces. De modo que el equipo dispondría de tres oportunidades para responder. Después de eso, la máquina regresaría automáticamente al presente, tal como ocurría cuando experimentaban con la cámara fotográfica.