Stern asintió con la cabeza. Intentaba adivinar adónde quería llegar Gordon, pero de momento no preveía el rumbo de sus razonamientos.
—Sabemos por tanto que en determinadas situaciones podemos contar con que otros universos actúen de cierta manera. Proyectamos luz a través de las hendiduras, e invariablemente los otros universos crean la figura que vemos.
—De acuerdo…
—Y si transmitimos a través de un agujero de gusano, la persona siempre es reconstruida al otro lado. También podemos contar con que eso ocurra.
Siguió un instante de silencio.
Stern frunció el entrecejo.
—Un momento, ¿está diciendo que cuando se transmite a una persona, la reconstruye el otro universo? —preguntó.
—Sí, así es. No puede ser de otro modo. Obviamente nosotros no podemos reconstruirlos, porque no estamos allí. Estamos en este universo.
—Así que
ustedes
no reconstruyen…
—No.
—Porque no saben cómo —dijo Stern.
—Porque no es necesario —rectificó Gordon—. Del mismo modo que no es necesario pegar los platos a una mesa para que permanezcan en ella. Se sostienen por sí solos. Hacemos uso de una característica del universo: la gravedad. Y en este otro caso hacemos uso de una característica del multiverso.
Stern seguía con la frente arrugada. Aquella analogía le inspiró desconfianza de inmediato; era demasiado fácil, demasiado simplista.
—Verá —continuó Gordon—, el aspecto esencial de la tecnología cuántica es su capacidad de superponer universos. Cuando un ordenador cuántico realiza sus cálculos, cuando se utilizan los treinta y dos estados cuánticos del electrón, el ordenador opera, estrictamente hablando, en otros universos, ¿no es así?
—Sí, en teoría, pero…
—No, en teoría no; en realidad. —Se produjo una pausa—. Puede ser más sencillo comprenderlo desde el punto de vista del otro universo. Ese universo ve llegar de pronto a una persona, una persona procedente de otro universo.
—Sí…
—Y eso es lo que ha ocurrido. La persona ha llegado de otro universo, no del nuestro.
—Repítalo.
—La persona no ha llegado de nuestro universo —dijo Gordon.
—¿De dónde ha llegado, pues? —preguntó Stern con cara de incomprensión.
—De un universo que es casi idéntico al nuestro, idéntico en todos los sentidos, salvo por el hecho de que sabe cómo reconstruir a esa persona en el otro extremo.
—No habla en serio —repuso Stern.
—Sí, totalmente en serio.
—¿La Kate que aparece allí no es la Kate que ha salido de aquí? ¿Es una Kate de otro universo?
—Sí.
—¿Es casi Kate, pues? ¿Una especie de Kate? ¿Una semiKate?
—No. Es Kate. Por lo que hemos podido ver mediante nuestras pruebas, es absolutamente idéntica a nuestra Kate. Porque nuestro universo y su universo son casi idénticos.
—Aun así, no es la Kate que ha salido de aquí.
—¿Cómo podría serlo? Ha sido destruida y reconstruida.
—¿Se siente uno distinto cuando ocurre eso? —preguntó Stern.
—Sólo durante uno o dos segundos —contestó Gordon.
Negrura.
Silencio, y luego, a lo lejos, una viva luz blanca.
Acercándose. Deprisa.
Chris se estremeció, sacudido por una fuerte descarga eléctrica, y se le contrajeron los dedos. Por un momento
notó
repentinamente su cuerpo, de igual modo que uno nota la ropa cuando acaba de ponérsela: notó el revestimiento de carne, notó su peso, la atracción de la gravedad, la presión de su cuerpo sobre las plantas de los pies. Después un penetrante dolor de cabeza, que duró sólo el tiempo de un latido y desapareció. Una intensa luz violácea lo envolvió. Arrugó el rostro y parpadeó.
Se hallaba a la luz del sol. El aire era fresco y húmedo. Los pájaros gorjeaban en las ramas de los enormes árboles que se alzaban alrededor. Los rayos de sol se filtraban entre el espeso follaje, moteando la tierra de luz. Uno de los rayos lo iluminaba a él. La máquina estaba junto a un camino estrecho y embarrado que serpenteaba por el bosque. Enfrente, a través de un pequeño claro, vio un pueblo medieval.
En primera línea, unos cuantos campos de labranza y varias chozas dispersas, con columnas de humo gris elevándose desde sus techumbres de paja y juncos. Detrás, una muralla de piedra y, al resguardo de ésta, los oscuros tejados del pueblo propiamente dicho. Por último, a lo lejos, el castillo con torres circulares.
Lo reconoció al instante: el pueblo y la fortaleza de Castelgard. Y no se encontraba en ruinas. Las murallas se elevaban intactas alrededor.
Estaba allí.
Nada hay en el mundo tan seguro como la muerte.
J
EAN
F
ROISSART
, 1359
Gómez saltó ágilmente de la máquina. Marek y Kate salieron despacio, mirando alrededor aturdidos. Chris abandonó también su jaula y pisó el mullido musgo.
—¡Fantástico! —exclamó Marek, y apartándose inmediatamente de la máquina, cruzó el camino embarrado para ver mejor el pueblo. Kate lo siguió; parecía no haberse recuperado aún de la impresión.
Chris, en cambio, prefirió permanecer cerca de la máquina. Volviéndose lentamente, contempló el bosque. Se le antojó oscuro, denso, primigenio. Los árboles, advirtió, eran enormes. El tronco de algunos tenía tal diámetro que detrás podían esconderse tres o cuatro personas. Se alzaban a gran altura, y la frondosa enramada proyectaba una sombra casi uniforme sobre el terreno.
—Precioso, ¿no? —comentó Gómez, que al parecer había notado la inquietud de Chris.
—Sí, precioso —contestó él, pero no era ésa ni mucho menos la sensación que le inspiraba el paisaje. Percibía algo siniestro en aquel bosque. Miró a uno y otro lado para encontrar la causa que lo inducía a pensar que algo anormal ocurría allí, que algo faltaba o no encajaba. Finalmente, preguntó:
—¿Qué pasa?
Gómez se echó a reír.
—¡Ah, es eso! —dijo—. Escucha con atención.
Chris guardó silencio y escuchó. Se oía el gorjeo de los pájaros y el suave susurro de las hojas de los árboles movidas por una ligera brisa. Pero aparte de eso…
—No oigo nada.
—Exacto —confirmó Gómez—. Eso pone nerviosas a algunas personas la primera vez que vienen. Aquí no hay ruido ambiental: ni radio, ni televisión, ni aviones, ni maquinaria, ni tráfico. En el siglo
XX
estamos tan habituados a oír sonidos continuamente que el silencio absoluto nos resulta escalofriante.
—Sí, supongo que así es. —Al menos, eso era precisamente lo que a él le ocurría. Se volvió y observó el camino embarrado, un sendero iluminado por el sol en medio del bosque. En algunos puntos el barro debía de tener un metro de profundidad, revuelto y diluido por el paso de numerosos caballos.
Éste es un mundo de caballos, pensó Chris.
Sin ruido de máquinas y con muchas huellas de cascos.
Respiró hondo y expulsó el aire poco a poco. Incluso el aire semejaba distinto. Embriagador, luminoso, como si contuviera más oxígeno.
Al volverse de nuevo, descubrió que la máquina había desaparecido. Gómez parecía no darle importancia al hecho.
—¿Dónde están las máquinas? —preguntó, procurando disimular su preocupación.
—A la deriva —respondió Gómez.
—¿A la
deriva
?
—Cuando las máquinas mantienen aún toda su carga, son un poco inestables. Tienden a alejarse del momento presente, y por eso no las vemos.
—¿Y adónde van? —dijo Chris.
—No lo sabemos exactamente —contestó Gómez, encogiéndose de hombros—. A otro universo, suponemos. Pero adondequiera que vayan, se encuentran en perfecto estado. Siempre vuelven. —Para demostrárselo, alzó el marcador de cerámica y pulsó el botón con la uña del pulgar. En medio de una serie de destellos de luz cada vez más intensos, las máquinas regresaron: las cuatro jaulas conectadas, justo en el sitio donde se hallaban poco antes—. Ahora se quedarán aquí durante uno o dos minutos, pero después volverán a desaparecer, y dejaremos que se vayan. Es mejor que no estén a la vista.
Chris asintió con la cabeza; Gómez parecía saber de qué hablaba. No obstante, la circunstancia de que las máquinas fueran a la deriva causó en Chris cierto desasosiego; aquellas máquinas eran su billete de regreso a casa, y no le gustaba la idea de que se comportaran conforme a sus propias reglas y se desvanecieran al azar.
¿Viajaría alguien en un avión si el piloto dijese que era «inestable»?, pensó. Notó una súbita frialdad en la frente, y supo que en unos segundos empezaría a sudar.
Para distraerse, siguió a sus compañeros, cruzando el camino con cuidado para no hundirse en el barro. Al otro lado, ya en tierra firme, se abrió paso a través de la densa maleza, compuesta por matas de una frondosa planta de algo más de un metro de altura, semejante al rododendro. Volvió la cabeza hacia Gómez.
—¿Hay algún peligro en estos bosques?
—Sólo las víboras —dijo Gómez—. Normalmente están en las ramas bajas de los árboles. Caen en los hombros de quien pasa por debajo y le muerden.
—Estupendo. ¿Son venenosas?
—Mucho.
—¿La mordedura es fatal?
—Descuida; son muy infrecuentes —aseguró Gómez.
Chris decidió no hacer más preguntas. En todo caso, había llegado ya a un pequeño claro bañado por el sol. Desde allí vio el río Dordogne, serpenteando entre las tierras de labranza sesenta metros más abajo, y no muy distinto de como él lo conocía.
Pero si el río era el mismo, los demás elementos del paisaje no se parecían en nada. La fortaleza de Castelgard se hallaba intacta, al igual que el pueblo. Extramuros, había parcelas de terreno destinadas a la agricultura; en ese preciso momento, se araban algunos campos.
De inmediato dirigió su atención a la derecha, donde pudo contemplar el vasto recinto rectangular del monasterio… y el puente fortificado del molino.
Su
puente fortificado, pensó. El puente a cuyo estudio había dedicado todo el verano.
Y por desgracia muy diferente de como él lo había reconstruido en el ordenador.
Chris contó cuatro ruedas hidráulicas, no tres, girando en la corriente de agua bajo el puente. Y el puente no se reducía a una única estructura. Se componía al menos de dos estructuras independientes, como pequeñas casas. La de mayor tamaño era de piedra y la otra de madera, desprendiéndose de ello que su construcción databa de épocas distintas. Del edificio de piedra surgía una ininterrumpida columna de humo gris. Eso parecía corroborar la hipótesis de que allí se fabricaba acero. Aprovechando la energía hidráulica para accionar unos enormes fuelles, era posible generar el intenso calor que requería un horno de fundición. Eso explicaría, además, la construcción de dos estructuras separadas. Dentro de los molinos harineros estaba prohibido encender fuego, incluso una simple vela; por eso sólo se molía el grano de día.
Absorto en los detalles, Chris empezó a relajarse.
A la orilla del camino embarrado, Marek contemplaba el pueblo de Castelgard con creciente sensación de asombro.
Él estaba allí.
Aturdido, marcado casi de emoción, se recreó en los detalles. En los campos, los labradores vestían calzas apedazadas y sayos de colores rojo y azul, naranja y rosa. Esas vivas tonalidades contrastaban con la tierra oscura. La mayoría de los campos ya estaban sembrados y arrellanados. Por aquellas fechas, primeros de abril, debía de haber casi concluido la siembra de primavera —cebada, guisantes, avena y judías—, los llamados «cultivos cuaresmales».
Observó cómo araban un campo nuevo, la reja negra de hierro tirada por una yunta de bueyes. El arado abría el surco y amontonaba limpiamente la tierra a ambos lados. Marek reparó complacido en la plancha de madera que llevaba montada sobre la reja. Esa pieza se denominaba «vertedera», y era característica de la época.
Detrás del labrador, un campesino esparcía la simiente con un rítmico movimiento del brazo. Acarreaba al hombro el saco de las semillas. Unos pasos por detrás del sembrador, los pájaros revoloteaban sobre el surco y picoteaban las semillas. Pero por poco tiempo. En un campo cercano, Marek vio a otro hombre a lomos de un caballo que tiraba de una grada, un bastidor de madera en forma de T con una enorme piedra encima para darle peso. Su misión era arrellanar los surcos para proteger la simiente.
Todo parecía moverse con la misma cadencia sosegada y uniforme: la mano que echaba las semillas, el arado que removía la tierra, la grada que escarificaba el campo. Y apenas se oía ruido alguno en la plácida mañana, sólo el zumbido de los insectos y los trinos de los pájaros.
Más allá de los campos, Marek vio la muralla de seis metros de altura que circundaba el pueblo de Castelgard. La piedra, gastada por la erosión, era de un color gris oscuro. En un paño de la muralla se llevaban a cabo obras de reparación; la piedra nueva era de un color más claro, gris amarillento. Los mamposteros, encorvados, trabajaban deprisa. En el adarve, guardias con cota de malla iban de un lado a otro, deteniéndose de vez en cuando para otear nerviosamente los alrededores.
Y alzándose por encima de todo lo demás, el propio castillo, con sus torres circulares y sus tejados de piedra negra. Los pendones ondeaban en lo alto de las torres albarranas, exhibiendo todos la misma divisa: un escudo marrón y gris con una rosa de color plata.