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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (12 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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»Planeaban casarse en Londres, sin barullo. Todo estaba preparado. Mr. Phillips no había sido invitado. Mary tenía el
trousseau
listo. El doctor Lloyd iba a ser su padrino. Beatrice y Betti William Hughes, sus damas de honor. Mary viajó a Londres con las dos y paró en casa de una prima, y Henry William Hughes se alojó en el departamento que había sobre la tienda de su padre; y en la víspera de la boda el doctor Lloyd llegó del campo, invitó a Mary a tomar el té y cenó con John William Hughes. Me pregunto quién pagaría. Bueno; después el doctor Lloyd se retiró a su hotel. Les doy estos detalles triviales para que ustedes vean qué normal y ordinario era todo. Allí estaban todos los actores, tranquilos y confiados.

»Al día siguiente, poco antes de que comenzara la ceremonia, Mary y su prima, cuyo nombre y carácter no interesan, y las dos hermanas, que eran feas y de más de treinta años, esperaban impacientes que fuera a buscarlas el doctor Lloyd. Los minutos pasaban y Mary se echó a llorar, las hermanas se enfurruñaron y la prima comenzó a hartarlas a las tres. Pero el doctor Lloyd no llegaba. La prima telefoneó a su hotel, pero le dijeron que no había pasado la noche allí. Sí, dijo el empleado; sabía que el doctor tenía que concurrir a un casamiento. No; nadie había dormido en su cama. El empleado sugirió que tal vez estuviera aguardándolas en la iglesia.

»El tictac del taxímetro afligía ya a Beatrice y a Betti cuando las dos hermanas, la prima y Mary llegaron juntas a la iglesia. Afuera se había reunido una multitud. La prima asomó la cabeza por la ventanilla del taxi y rogó a un policía que llamara al sacristán, y el sacristán le dijo que el doctor Lloyd no estaba allí, y que el novio y el padrino estaban esperando. Podrán imaginar las sensaciones de Mary Phillips cuando observó una conmoción en la puerta de la iglesia y vio aparecer a un policía sacando a su padre. Mr. Phillips tenía los bolsillos llenos de botellas; cómo pudo meterse en la iglesia, es cosa que nadie pudo saber.

—La última gota —dijo Mr. Roberts.

—Beatrice y Betti le dijeron: «No llores, Mary; el policía se lo lleva. ¡Mira! ¡Se cayó en el charco! ¡Qué zambullida! No te preocupes; esto se acaba en seguida. Serás Mrs. Henry William Hughes». Hacían lo que podían.

»—Te puedes casar sin el doctor Lloyd —dijo la prima, y ella pareció alegrarse bajo sus lágrimas; era para que llorase cualquiera. Y en ese momento otro policía…

—¡Otro! —exclamó Mr. Roberts.

—…se abrió camino entre la gente, se acercó a la puerta de la iglesia y transmitió un mensaje a su interior. John William Hughes, Henry William Hughes y el padrino salieron, y los tres se pusieron a hablar con el policía, agitando los brazos y señalando al taxi donde estaban Mary, las damas de honor y la prima.

»John William Hughes bajó corriendo hasta el taxi y gritó por la ventanilla: “¡El doctor Lloyd ha muerto! ¡Tendremos que aplazar la boda!”

»Henry William Hughes, que lo seguía, abrió la puerta del taxi y dijo: “Tienes que volverte a casa, Mary. Nosotros hemos de ir a la comisaría.”

»—Y a las pompas fúnebres —agregó su padre.

»De modo que el taxi se llevó a la que iba a ser esposa, y las hermanas se pusieron a llorar más que ella durante todo el viaje.

—Es un final triste —dijo con reconocimiento Mr. Roberts, y se sirvió otro vaso.

—No es en realidad el fin —dijo Mr. Evans—, porque la boda no se retrasó. Sencillamente, no se verificó nunca.

—Pero ¿por qué? —preguntó Mr. Humphries, que había seguido el relato con expresión grave, aun cuando Mr. Phillips cayera dentro del charco—. ¿Por qué había de arruinarlo todo la muerte del doctor Lloyd? Cualquier otro podía ser el padrino. Yo mismo hubiera podido ser.

—No fue la muerte del doctor, sino el sitio y la forma como ocurrió —dijo Mr. Evans—. El doctor Lloyd había muerto en un dormitorio, en brazos de cierta dama. Una mujer de la vida.

—¡Bueno! —dijo Mr. Roberts—. ¡A los setenta y cinco años! Me alegro de que nos pidiera que tomáramos nota de la edad, Mr. Evans.

—Pero ¿cómo llegó Mary a
Bellevue
? Todavía no nos ha contado eso —dijo Mr. Thomas.

—Los William Hughes se negaron a que la sobrina de un hombre fallecido en esas circunstancias…

—No importa lo halagador que resultara para su virilidad —tartamudeó Mr. Humphries.

—…entrara a formar parte de su familia; de modo que la muchacha se fue a vivir con su padre, que se reformó (¡oh, ella tenía su buen geniecito en ese tiempo!), y un día conoció a un corredor de forraje para cerdos, y de rabia se casó con él. Se fueron a vivir a
Bellevue
, y cuando Mr. Phillips murió dejó su dinero a la capilla, de tal suerte que a Mary no le tocó nada.

—Ni tampoco a su marido. ¿Qué dijo que vendía ese tipo? —preguntó Mr. Roberts.

—Forraje para cerdos.

Después de eso, Mr. Humphries leyó su biografía, que era extensa, triste y detallista, escrita en buena prosa, y Mr. Roberts contó una historia de suburbios que no podía ser incluida en el libro.

Finalmente, Mr. Evans miró su reloj.

—Es medianoche. Le prometí a Maud que no pasaríamos de medianoche. ¿Dónde está el gato? Tengo que sacarlo porque destroza los almohadones. No porque a mí me importe…
¡Sambo! ¡Sambo!

—Ahí está, Mr. Evans; debajo de la mesa.

—Como la pobre Mary —dijo Mr. Roberts.

Mr. Humphries, Mr. Roberts y el joven Mr. Thomas recogieron sombreros y abrigos de la baranda de la escalera.

—¿Sabes qué hora es, Emlyn? —preguntó mistress Evans desde arriba.

Mr. Roberts abrió la puerta y salió corriendo.

—Ya voy, Maud; me estoy despidiendo. Buenas noches —dijo en voz alta Mr. Evans—. El próximo viernes a las nueve en punto —susurró—. Puliré un poco mi relato. Terminaremos el segundo capítulo y comenzaremos con el tercero. Buenas noches, camaradas.

—¡Emlyn! ¡Emlyn! —llamó Mrs. Evans.

—Buenas noches, Mary—dijo Mr. Roberts, dirigiéndose a la puerta cerrada.

Los tres amigos bajaron por el caminillo.

¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros?

Cantaban los pájaros en los árboles de la rotonda; niños en bicicleta hacían sonar sus timbres y se lanzaban pedaleando barranca abajo, y los chirridos de sus ruedas sobresaltaban a las mujeres que parloteaban en los zaguanes asoleados; en la calle, las niñas empujaban los andadores de sus hermanitos y hermanitas menores, vestidos con sus mejores ropas de verano, con cintas de colores; en la hamaca circular del parque, chicos de la escuela primaria giraban, felices y mareados, gritando: «¡Empújennos!» «¡Oh, me caigo!»

La mañana era movida y brillante, una mañana internacional o de jubileo, cuando Raymond Price y yo, con pantalones de franela y sin sombrero, con bastones y mochilas, emprendimos la marcha hacia la Cabeza del Gusano. Marchando a grandes pasos acompasados a través de la plaza del barrio residencial, nos cruzamos con jóvenes de blancos pantalones con la raya afilada como cuchillo y camisetas de colores, y chicas con piernas de jugadores de
hockey
con toallas alrededor del cuello y gafas negras de celuloide; golpeamos un buzón con nuestros bastones y nos abrimos camino a empujones a través de un montón de viajeros diurnos que aguardaban en la parada del ómnibus de Gower, pasando por encima de las cestas de comida sin preocuparnos de si las pisábamos o no.

—¿Es que estos lagartos no saben caminar? —preguntó Ray.

—Nacieron demasiado cansados —contesté.

Proseguimos nuestro camino, Sketty Road arriba, a gran velocidad, con las mochilas rebotando sobre nuestras espaldas. Llamamos en cada puerta, para dar a la gente que se guarecía en aquellas casas opresivas nuestra bendición de caminantes. Como una ráfaga de aire fresco, pasamos junto a un hombre de oficinesco traje rayado, que silbaba en una esquina con una correa de perro en la mano. Alejándonos de los ruidos y olores de la ciudad a cada movimiento de nuestros hombros y a cada largo paso de nuestras piernas, estábamos ya en mitad del ascenso cuando oímos que unas excursionistas nos gritaban: «¡Mutt y Jeff!», porque Ray era alto y delgado, y yo bajo. Sobre la casa rodante volaban gallardetes. Ray, chupando furiosamente su corta pipa, caminaba demasiado rápido para saludar con la mano; ni siquiera sonrió. Me pregunté qué perdería entre las mujeres que agitaban los brazos y jugaban al otro lado de la loma. Mi próximo amor podía ser la que tenía una gorra de papel en la cabeza, sentada detrás del carromato, junto al barril; pero una vez alejado de los caminos familiares, girando ya hacia la costa, olvidé su rostro y su voz, que habían sido hechos de noche, y respiré hondamente el aire del campo.

—El aire es distinto aquí. Aquí se respira como si el campo y el mar se mezclaran —dijo Ray—. Aspira hondo; te limpiará de nicotina. (Se escupió en la mano.) Todavía gris —dijo. Se llevó otra vez la mano a la boca, y seguimos caminando con la cabeza erguida.

A esto ya nos hallábamos a tres millas del pueblo. Las casas separadas, cada una con un garaje techado de cinc al fondo, una casilla para el perro y el césped bien cortado, tenían a veces un coco colgado de un palo, o un baño para pájaros, o un arbusto podado en forma de pavo real y comenzaban a ralear cuando llegamos fuera del ejido comunal.

Ray se detuvo, suspiró y dijo:

—Espera medio segundo; quiero llenar mi vieja pipa.

Y le acercó un fósforo con tantas precauciones como si estuviera en medio de una tormenta.

Con los rostros hirvientes y las cejas empapadas, nos sonreímos. Ya el día nos había acercado como dos chicos escapados de la escuela. Huíamos corriendo, caminábamos llenos de orgullo y malicia, escapando arrogantes de las calles que nos poseían hacia el campo imprevisible. Pensé que era contrariar nuestro destino caminar en el sol sin escaparates deslumbrantes y sin la música de las cortadoras de césped alzándose por encima de los pájaros. Un excremento de ave cayó sobre un cerco. Una a nuestro favor contra el pueblo. Una oveja invisible baló, como burlándose del barrio residencial. Burlándose de qué, no hubiera podido decirlo.

—Un par de aventureros en el salvaje Gales —dijo Ray, guiñando, y un camión cargado de cemento pasó a nuestro lado en dirección a los
links
de golf. Palmeó mi mochila y enderezó los hombros—. Vamos; adelante —y aceleramos el paso cuesta arriba.

Un grupo de ciclistas se había detenido al costado del camino y bebía refrescos en vasos de papel. Vi las botellas vacías entre sus manos. Todos los muchachos usaban pantalones cortos, y las chicas camisas abiertas de
cricket
y pantalones grises de varón, con alfileres de gancho en las botamangas, en lugar de pinzas.

—Hay lugar para uno atrás —me dijo una chica desde un tándem.

—No será un matrimonio elegante —comentó Ray.

—Estuviste bien —le dije cuando comenzamos a alejarnos de ellos y los ciclistas se pusieron a cantar.

—¡Dios, cómo me gusta esto! —exclamó Ray.

En la primera loma del polvoriento camino que se extendía a través de los brezos, hizo pantalla con sus manos sobre los ojos y miró alrededor, humeando como una chimenea y señalando con su bastón irlandés los distantes grupos de árboles y los trozos de mar que se veían entre ellos.

—Allá abajo está Oxwich; pero no se alcanza a verla. Es una granja. ¿Ves el techo? No, allá. Fíjate en mi dedo. Esto es vida —dijo.

Descendimos marchando por el centro del camino, codo con codo, dando latigazos a las plantas de las orillas. Ray vio un conejo que huía a saltos.

—Nadie diría que estamos cerca del pueblo, ¿eh? Esto es salvaje.

Nos señalamos los pájaros cuyos nombres sabíamos, e inventamos nombres para los otros. Vi gaviotas, cuervos, tordos, golondrinas y alondras volando por encima de nosotros mientras tarareando apretábamos el paso.

Ray se detuvo para arrancar unas hojas de hierba.

—Debiera ser paja —dijo, y se las puso en la boca junto a la pipa—. ¡Dios, qué azul es el cielo! Conejos, campos, granjas. Mirándome ahora nadie pensaría que he sufrido. Podría hacer cualquier cosa. Arrear vacas. Arar un campo.

Su padre, su hermana y su hermano habían muerto, y su madre se pasaba el día sentada en una silla de ruedas, inmovilizada por la artritis. Tenía diez años más que yo, el rostro huesudo y surcado de arrugas y la boca apretada y torcida. Su labio superior había desaparecido.

Solos sobre el largo camino, rodeados de millas de tierra que se perdía a ambos lados en una tibia niebla, seguimos caminando bajo el sol de la tarde, comenzando a sentir sed y sueño, pero sin amenguar el paso. Pronto pasaron a nuestro lado los ciclistas, tres muchachos y tres chicas, y la chica solitaria del tándem, riendo y haciendo sonar sus timbres.

—¿Qué tal?

—¡Hasta la vuelta!

—¡Cuando volvamos, todavía van a estar caminando!

—¿Quién quiere una muleta?

Después desaparecieron. El polvo volvió a asentarse. Los timbres sonaban débilmente a través del bosque, al otro lado del camino. La tierra salvaje —seis millas y un poco más desde el pueblo— se extendía sin una sola figura humana; debajo de los árboles, fumando ávidamente para mantener alejados los mosquitos, nos apoyamos contra un tronco y hablamos como hombres al borde de un lugar nunca hollado que no han visto un semejante en muchos años.

—¿Te acuerdas de Curly Parry?

Lo había visto dos días antes en un salón de billar, pero su rostro con hoyuelos se desvanecía al pensar en él, confundiéndose con los colores del camino, la ceniza del polvo y de los brezos, el verde y azul de los prados y del mar fragmentario; y el recuerdo de su voz tonta se perdía entre el canto de los pájaros y el susurro de las hojas que se movían sin razón en el aire sin viento.

—¿Qué estará haciendo ahora? Debería andar más al aire libre; está demasiado metido en el pueblo. Míranos aquí —Ray señaló con su pipa los árboles y el cielo llenos de hojas—. Yo no cambiaría esto por High Street.

Miré; un chico y un joven con rostros que, bajo la reciente quemadura del sol, tenían aún la palidez del pueblo abigarrado; jadeantes y con los pies ardiendo; detenidos, en la tarde temprana, junto a un camino, frente a un bosque. Y pude ver la desacostumbrada felicidad en los ojos de Ray, y la imposible amistad en los míos; y Ray protestaba contra su historia cada vez que le preguntaba algo o señalaba la escena campestre, y yo sentía dentro de mí más amor del que jamás podría necesitar o prodigar.

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