Read Retrato del artista cachorro Online

Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (11 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
9.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Personalmente —dijo Mr. Thomas—, todavía no sé si encargarme de una cantinera o una prostituta.

—¿Y por qué no una cantinera que sea prostituta? —sugirió Mr. Roberts—. O a lo mejor podemos tomar dos personajes cada uno. A mí me gustaría hacer un regidor. Y un buscador de oro.

—¿Quiénes tenían una palabra para ellos, Mr. Humphries? —preguntó Mr. Thomas.

—Los griegos.

—Se me acaba de ocurrir la frase inicial para mi parte. Escuche, Emlyn:
En la destartalada mesa del rincón de la habitación derruida y llena de trastos, un observador podría haber visto, a la luz de la vacilante vela colocada sobre la botella de ginebra, una taza rota, llena de natillas
.

—No bromee, Ted —dijo Mr. Evans riendo—. Esa frase la escribió.

—¡No; le juro que me salió así! —y Ted castañeó los dedos—. ¿Quién ha estado leyendo mis notas?

—¿Usted llegó a anotar algo, Mr. Thomas?

—Todavía no, Mr. Evans.

Aquella semana había estado escribiendo la historia de un gato que saltaba sobre una mujer en el momento en que ésta moría, y la transformaba en vampiro. Había llegado a la parte del relato en que la mujer era gobernanta de un niño vivo, pero no sabía cómo encajar todo aquello en la novela.

—No es necesario, ¿verdad? —dijo—, excluir del todo lo fantástico.

—¡Un momento! ¡Un momento! —intervino Mr. Humphries—. Mantengámonos estrictamente realistas. De lo contrario, antes de que podamos darnos cuenta, Mr. Thomas habrá transformado todos los personajes en pájaros azules. Una cosa. ¿Alguien tiene lista la historia de su personaje?

Él tenía su biografía en la mano, escrita en tinta roja. La escritura era escolar, prolija y pequeña.

—Yo creo que mi personaje está listo para salir a escena —dijo Mr. Evans—; pero aún no lo he escrito. Tendré que referirme a las notas e imaginar el resto. Es una historia muy tonta.

—Bueno; tiene que comenzar, por supuesto —dijo Mr. Humphries, desilusionado.

—Toda biografía es tonta —dijo Mr. Roberts—. La mía haría reír a un gato.

Mr. Humphries intervino:

—Estoy en desacuerdo. La vida de ese común denominador mítico, el hombre de la calle, es aburrida como agua de zanja, Mr. Roberts. La sociedad capitalista lo ha convertido en un manojo de represiones y de hábitos inútiles bajo ese símbolo de la divinidad burguesa, el sombrero hongo —apartó rápidamente la mirada de las notas que tenía en la palma de la mano—, la incesante lucha por el pan, el demonio de la desocupación, los dioses picapleitos de la nobleza, las huecas mentiras del lecho matrimonial. El matrimonio —dijo, dejando caer ceniza sobre la alfombra—: prostitución monógama legal.

—¡Arre! ¡Arre! ¡Adelante!

—Mr. Humphries y su tema preferido.

—Me temo —dijo Mr. Evans— que carezco del florido vocabulario de nuestro amigo. Tengan piedad del pobre aficionado. Está usted haciendo que me ruborice por mi historia antes de haberla comenzado…

—Insisto en pensar que la vida del hombre común es extraordinaria —dijo Mr. Roberts—. Tome la mía…

—Como secretario —interrumpió Mr. Thomas—, solicito que escuchemos la historia de Mr. Evans. Debemos tratar de terminar la novela para que entre en los catálogos de primavera.

—Mi
Mañana y Mañana
se publicó en verano en plena ola de calor —dijo Mr. Humphries.

Mr. Evans carraspeó, miró al fuego, y empezó:

—La llamaremos Mary, pero en realidad ése no es su nombre. La llamo así porque es una mujer verdadera, y no queremos que nos pongan pleito. Vive en una casa llamada
Bellevue
, pero naturalmente tampoco ése es su verdadero nombre. Una villa llamada de cualquier otra forma, Mr. Humphries. La elegí como personaje porque la historia de su vida es una pequeña tragedia que, no obstante, no carece de toques de humor. Es casi rusa. Mary (Mary Morgan ahora, pero era Mary Phillips antes de casarse, y eso viene después, es el anticlímax) no pertenecía a los suburbios por nacimiento; vivía a la sombra de los galerudos, como ustedes y yo. O como yo, por lo menos. Yo nací en
Los Álamos
y ahora estoy en
Lavengro
. De galerudo a galerudo. Aunque debo decir, a propósito de la diatriba de Mr. Humphries, y soy el primero en admirar su punto de vista, que el hombre común es un personaje tan interesante como los poetas neuróticos de Bloomsbury.

—Hágame recordar que deseo felicitarlo —dijo Mr. Roberts.

—Usted ha estado leyendo las ediciones dominicales de los diarios —dijo acusadoramente Mr. Humphries.

—Ustedes dos discutan ese tema luego —dijo Mr. Thomas.

—«¿El hombre común es un ratón?» Bueno, ¿qué pasa con Mary?

—Mary Phillips —continuó Mr. Evans— (y a cualquier otra interrupción de la
intelligentsia
haré que Mr. Roberts les cuente la historia de sus operaciones, y no perdono a nadie); Mary Phillips vivía en una gran granja de Carmarthenshire, no les diré exactamente dónde, y su padre era viudo. Tenía todo lo que importa en este mundo y bebía como una esponja, pero así y todo seguía siendo un caballero. Bueno, bueno. Olvídense de la lucha de clases. Ya la estoy viendo arder. Ese hombre procedía de una bonísima y sólida familia, pero empinaba el codo; eso es todo.

—Cazar, pescar, tomar —dijo Mr. Roberts.

—No; no era del todo noble, y tampoco
nouveau riche
. Ni judío, y conste que no soy antisemita. No hay más que pensar en Einstein y Freud. También hay malos cristianos. Era exactamente lo que les estoy diciendo, si me dejan seguir contando: un hombre de buena cepa campesina, que había hecho dinero y lo gastaba.

—Lo liquidaba.

—Tenía una sola hija, Mary, y ésta era tan pulcra y relamida que sufría viéndolo beber. Por las noches, cuando él volvía a la casa, siempre borracho, ella se encerraba en el dormitorio y desde allí lo oía tropezar por la casa, llamándola, y a veces rompiendo la porcelana. Pero sólo a veces; y además jamás le había tocado un cabello. Mary tenía unos dieciocho años y era una buena moza. No una estrella de cine, claro; no el tipo de Mr. Roberts, no, y tal vez tuviera el complejo de Edipo, pero odiaba a su padre y se avergonzaba de él.

—¿Cuál es mi tipo, Mr. Evans?

—No pretenda ignorarlo, Mr. Roberts. Míster Evans quiere decir ese tipo de muchacha que uno puede llevar a su casa para mostrarle la colección de sellos.

—Exijo silencio —dijo Mr. Thomas.

—Mary Phillips se enamoró de un joven al que llamaré Marcus David—prosiguió Mr. Evans, todavía con los ojos clavados en el fuego, evitando la mirada de sus amigos y hablando a las formas que se quemaban—, y le dijo a su padre: «Padre, Marcus y yo queremos prometernos. Una noche lo voy a traer a cenar, y tienes que asegurarme que no beberás». Él dijo: «¡Yo siempre estoy sereno!», pero no lo estaba mientras lo decía. Después de un rato hizo la promesa. «Si faltas a tu palabra, nunca te perdonaré», le dijo Mary.

»Marcus era hijo de un rico granjero de otro distrito, una especie de Valentino a la manera bucólica, pueden imaginárselo. Ella lo invitó a cenar, y él llegó, muy hermoso, con el cabello engrasado. Los sirvientes estaban francos. Míster Phillips había ido al mercado por la mañana y no había regresado aún. Ella misma acudió a la puerta. Era una noche de invierno.

»Supongan la escena. Una campesina relamida y educada, llena de ideas fijas y de fobias, orgullosa como una duquesa, ruborosa como una lechera, abriéndole la puerta a su amado y contemplándolo allí, en el oscuro umbral, tímido y gallardo. Esto lo leo de mis notas.

»Su futuro colgaba de esa noche como de un hilo. “Entra”, insistió. No se besaron, pero ella quiso que él se inclinara y estampara los labios en su mano. Lo llevó al interior de la casa, que había sido especialmente limpiada y pulida, y le mostró la vitrina con porcelana de Swansea.

»No había galería de retratos, de modo que le mostró las instantáneas de su madre en el vestíbulo y la fotografía de su padre, alto, joven, sobrio, vestido con traje de cazador de nutrias. Y durante todo este tiempo, mientras exhibía orgullosamente sus pertenencias, intentando probar a Marcus, cuyo padre era juez de paz, que gozaba de sobrada prosperidad para ser su novia, aguardaba aterrorizaba la entrada de su padre.

—»“Oh, Dios —rezó cuando se sentaron para la cena—, haz que mi padre esté presentable cuando llegue.” Llámenla
snob
, si quieren, pero recuerden que la vida de la clase media, o
casi
clase media, campesina estaba regida por anticuados tótems y fetiches.

»Mientras comían le habló del árbol genealógico familiar, rezando porque la cena le hubiera gustado. Debería haber sido una cena caliente; pero no quería que él viera a los sirvientes, que eran viejos y sucios. Su padre se negaba a cambiarlos porque siempre habían estado con él, y ahí pueden ver ustedes el
torysmo
desenfrenado de esta sociedad particular. Para abreviar una larga historia (esto es sólo la substancia, Mr. Thomas): estaban en mitad de la cena, la conversación iba tornándose más íntima y ella ya casi se había olvidado de su padre, cuando se abrió de golpe la puerta de la calle y Mr. Phillips apareció trastabillando en el pasillo, borracho como un juez. La puerta del comedor estaba entreabierta, de modo que pudieron verle claramente. No trataré de describir las calidoscópicas emociones de Mary en el momento en que su padre apareció tambaleando, murmurando con voz pastosa, en el pasillo. Era un hombre corpulento (olvidé decirlo): más de un metro ochenta y ciento veinte kilos.

»—¡Pronto, pronto, abajo de la mesa! —susurró urgente ella, arrastrando a Marcus de la mano; y los dos se agazaparon bajo la mesa.

»El grado de asombro de Marcus es algo que jamás sabremos.

»Mr. Phillips entró, y al no ver a nadie se sentó a la mesa y terminó la cena. Los dos platos quedaron limpios; desde abajo de la mesa lo oyeron blasfemar y engullir. Cada vez que Marcus, nervioso, se movía, Mary decía: “¡Shh!”

»Cuando no quedó nada que comer, Mr. Phillips salió de la habitación. Desde donde estaban pudieron ver sus piernas moviéndose. Después se las arregló para subir la escalera, mientras decía cosas que hicieron estremecer a Mary.

—Permítanos adivinar qué —dijo Mr. Roberts.

—Ella lo oyó dirigirse al dormitorio. Los dos salieron de su escondite y se sentaron frente a los platos vacíos.

»—No sé cómo pedirle disculpas, Mr. David —dijo ella. Estaba a punto de llorar.

»—No tiene ninguna importancia —dijo él. Era, en todo sentido, un joven amable—. Ha estado en el mercado de Carmarthen. Yo tampoco soy abstemio.

»—La bebida transforma a los hombres en bestias repugnantes —añadió ella.

»Él insistió en que no tenía por qué preocuparse, pues a él no le molestaba. Ella le ofreció fruta.

»—¿Qué pensará usted de nosotros, Mr. David? Le aseguro que nunca lo he visto así.

»La pequeña aventura los acercó aún más, y ya se sonreían el uno al otro, y el orgullo herido curó rápidamente; pero de pronto Mr. Phillips abrió la puerta de su dormitorio y se lanzó escalera abajo con sus ciento veinte kilos, haciendo sacudir la casa.

»—Váyase —le dijo ella suavemente a Marcus—. Por favor, ¡váyase antes de que entre!

»No había tiempo. Mr. Phillips ya estaba en el pasillo, desnudo.

»Mary volvió a arrastrar a Marcus bajo la mesa y se cubrió los ojos para no ver a su padre. Alcanzó a oírlo revolver en la percha del vestíbulo buscando un paraguas y adivinó adonde quería ir. Iba a salir para obedecer a una llamada de la naturaleza. “Oh, Dios —rogó—, ¡que encuentre el paraguas y salga! ¡En el pasillo no! ¡En el pasillo no!” Lo oyeron pedir el paraguas a gritos. Ella se destapó los ojos y lo vio tirar de la puerta. La arrancó de sus goznes y, sosteniéndola horizontalmente sobre la cabeza, salió tambaleante hacia la oscuridad.

»—¡Pronto! ¡Por favor, pronto! —apremióle Mary—. Déjeme, Mr. David. —Y lo sacó de debajo de la mesa—. Por favor, váyase ya —insistió—. Déjeme a solas con mi vergüenza. —Y comenzó a llorar. Él salió de la casa corriendo. Mary pasó toda la noche debajo de la mesa.

—¿Es eso todo? —preguntó Mr. Roberts—. Un incidente muy emocionante, Emlyn. ¿Cómo se enteró de él?

—¿Cómo puede ser
todo
? —intervino Mr. Humphries—. Esto no explica cómo llegó Mary Phillips a
Bellevue
. Acabamos de dejarle debajo de una mesa en Carmarthenshire.

—Yo opino que Marcus es un tipo despreciable —dijo Mr. Thomas—. Yo nunca habría dejado a una muchacha sola en esas condiciones. ¿Y usted, Mr. Humphries?

—Debajo de una mesa. Ésa es la parte que me gusta. Toda una posición. Las perspectivas eran diferentes en esos días —dijo Mr. Roberts—. Ese estrecho puritanismo es una fuerza ya agotada. Imagínense a Mr. Evans debajo de una mesa. Y después, ¿qué pasó? ¿La chica se murió de un calambre?

Mr. Evans se volvió desde el fuego para reprobarlo.

—Usted puede ser todo lo impertinente que quiera —dijo—, pero el hecho es que un incidente de esa naturaleza tiene efecto duradero en una muchacha sensible y orgullosa como Mary. No estoy defendiendo su sensibilidad, y sé que la base de su orgullo ha pasado de moda. El sistema social, Mr. Roberts, no está en discusión. Les estoy contando un incidente que ocurrió. Sus implicaciones sociales no interesan.

—He sido debidamente informado, Mr. Evans.

—¿Qué pasó con Mary después?

—No lo provoque, Mr. Thomas; le va a arrancar la cabeza de un mordisco.

Mr. Evans salió a buscar más vino y al regresar dijo:

—¿Qué sucedió después? Oh, Mary abandonó a su padre, naturalmente. Decía que nunca lo perdonaría, y nunca lo perdonó, de modo que se fue a vivir con un tío, en Cardiganshire, el doctor Emyr Lloyd. También era juez de paz, y encantado de serlo; tenía unos setenta y cinco años (tomen nota de la edad), y muchos clientes y amigos influyentes. Uno de sus amigos más viejos era John William Hughes (éste no es su nombre verdadero), un pañero de Londres que tenía una casa de campo cerca de la suya. ¿Recuerdan lo que dice el gran Caradoc Evans? Una vez que un galés estafa a un
cockney
y se llena los bolsillos, siempre vuelve a morir a Gales.

»Su único hijo, Henry Williams Hughes, un joven cuidadosamente educado, se enamoró de Mary apenas la vio, y ella olvidó a Marcus, olvidó la vergüenza pasada debajo de la mesa y se enamoró de él. Bueno, no se miren con cara de desencantados antes de comenzar. Éste no es un cuento de amor. Decidieron casarse, y John William Hughes dio su consentimiento porque el tío de Mary era uno de los hombres más respetados del lugar, y el padre tenía dinero, que sería de la joven cuando él muriera, para lo cual estaba haciendo cuanto podía.

BOOK: Retrato del artista cachorro
9.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Anthologist by Nicholson Baker
His Domination by Ann King
Tua and the Elephant by R. P. Harris
A Christmas Sonata by Gary Paulsen
Body By Night by Day, Zuri
Burning Up by Angela Knight, Nalini Singh, Virginia Kantra, Meljean Brook
The Red King by Rosemary O'Malley
Dark Spies by Matthew Dunn
Magic of Three by Castille, Jenna