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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (13 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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—Sí; míranos —dije—. Míranos perdiendo el tiempo. La Cabeza del Gusano está a doce millas. ¿No te gustaría oír un tranvía, Ray? Ésa es una paloma de monte. ¡Mira! En este momento salen a la calle los vendedores de diarios con el suplemento deportivo especial. ¡Diario, diario! Te apuesto a que Curly está ganando. Vamos, vamos.

Otra vez en el camino, fuera del bosque, un ómnibus de dos pisos rugió detrás de nosotros.

—Ahí viene el ómnibus de Rhossilli —dije.

Los dos alzamos nuestros bastones para detenerlo.

—¿Por qué hiciste parar el ómnibus? —protestó Ray cuando estuvimos sentados arriba—. ¿No íbamos a caminar hasta allá?

—Tú también lo paraste.

Nos sentamos bien adelante, como si fuéramos dos conductores más.

—¿Quieres mirar bien la huella? —protesté.

—Nos lleva dando tumbos —dijo Ray.

Abrimos nuestras mochilas y compartimos los
sandwiches
, los huevos duros y la pasta de carne, y bebimos del termo.

—Cuando volvamos a casa no digas que tomamos el ómnibus —dije—. Hagamos como si hubiéramos caminado todo el día. ¡Ahí viene Oxwich! No parece lejos, ¿verdad? A esta hora ya tendríamos barba.

El ómnibus pasó a los ciclistas, que trepaban una loma.

—¿Quieren que los remolquemos? —grité; pero no podían oírme. La chica del tándem había quedado bastante detrás de los otros.

Nos sentamos con nuestra merienda en las faldas, dejando que el conductor, en su jaula de abajo, condujera donde y como le pareciera por el zigzagueante camino; vimos capillas grises y ángeles gastados por el tiempo; al pie de las colinas, alejadas del mar, casitas rosadas, bonitas (horribles, pensé, para vivir, porque el pasto y los árboles hacían que me sintiera más prisionero que la jungla de calles abigarradas y los techos erizados de chimeneas), y surtidores de nafta y hacinas de heno, y un hombre inmóvil sobre un carro, en medio de una zanja, rodeado de moscas.

—Así debe verse el campo.

El ómnibus, en un camino estrecho, obligó a dos caminantes cargados de mochilas a saltar buscando refugio junto al seto del costado, contra el que se apretaron alzando los brazos y entrando la barriga.

—Ésos podíamos haber sido tú y yo.

Volvimos las cabezas para observar, felices, a los dos hombres contra el seto. Volvían a trepar al camino y seguían viajé, lentos como caracoles cada vez más pequeños.

A la entrada de Rhossilli hicimos sonar la campanilla del conductor para detener el ómnibus, y caminamos, con paso elástico, los pocos cientos de yardas que conducían a la aldea.

—Hemos tardado bastante poco tiempo —dijo Ray.

—Creo que es una hazaña —agregué.

Sobre el acantilado que domina la larguísima playa dorada, riendo, nos señalamos, como si el otro fuera ciego, la Cabeza del Gusano. El mar estaba lejos. Cruzamos sobre las piedras resbaladizas y por fin nos erguimos, triunfantes, sobre la cima ventosa. Crecía allí un pasto espeso, monstruoso, que ponía resortes en nuestros talones; reímos y saltamos sobre él, asustando a las ovejas, que corrieron como cabras por las laderas fragosas. Aun en ese día de calma soplaba viento sobre el Gusano. Al final del cuerpo giboso y serpentino, una cantidad de gaviotas como nunca había visto chillaban sobre sus muertos recientes y sobre los excrementos milenarios. En la punta, el sonido de mi voz fue atrapado y amplificado en un alarido hueco, como si el viento hubiera construido alrededor de mí una concha o una cueva con paredes y techo azules e intangibles, tan alta y ancha como la bóveda del cielo, donde el aleteo de las gaviotas se transformaba en un tronar ensordecedor. De pie allí, las piernas separadas, una mano en la cadera, haciendo pantalla sobre mis ojos como sir Walter Raleigh en algunos cuadros, me imaginé solo en ese instante epiléptico que precede a las pesadillas, cuando las piernas se estiran y echan brotes hacia la noche y el corazón martillea tratando de despertar a los vecinos y el aliento es un huracán que vibra a través de la habitación elástica.

En lugar de sentirme pequeño sobre la enorme roca que se levantaba entre el cielo y el mar, me sentí del tamaño de un gran edificio jadeante; en todo el mundo sólo Ray podía igualar el rugido de mi voz cuando dije:

—¿Por qué no nos quedamos a vivir aquí para siempre? Para siempre. Podríamos construir una casa de m… y vivir como reyes de m…

Las palabras tronaron entre los pájaros chillones, que las transmitieron hacia la costa en los tambores de sus alas. Como una torre, Ray saltó sobre el inseguro borde de una roca vecina, dando latigazos alrededor con su bastón, que podía hacer saltar serpientes o llamas de las piedras; y los dos nos dejamos caer hacia el suelo, hacia la hierba resbaladiza decorada por las gaviotas, hacia las piedras con boñiga de oveja, pedazos de hueso y plumas, y nos acurrucamos en el extremo mismo de la península. Y allí nos quedamos quietos tanto tiempo, que las gaviotas grises se calmaron y algunas se posaron cerca de nosotros. Después concluimos nuestra merienda.

—Esto no se parece a ningún otro lugar —dije. Ya había vuelto a ser casi de mi tamaño real: un metro setenta, y sesenta kilos, y mi voz ya no se remontaba, retumbando, hacia el cielo.

—Da la impresión de que se está en medio del mar. Y a ratos parece que el Gusano se mueve, ¿verdad? Guíalo hacia Irlanda, Ray. Veremos a W. B. Yeats, y tú podrás besar al Blarney. Y en Belfast nos pelearemos.

Ray parecía fuera de lugar en el extremo de la roca. No intentaba ponerse cómodo, tenderse al sol o echarse de costado para mirar, acantilado abajo, hacia el mar, sino que trataba de sentarse derecho, como si estuviera en una silla dura, y no sabía qué hacer con sus manos. Jugueteaba con su bastoncillo y parecía aguardar a que el día recuperara el orden, a que brotaran caminos y barandas de las fragosas laderas del Gusano.

—Demasiado salvaje para un pueblerino —dije.

—¡Pueblerino serás tú! ¿Quién hizo detener el ómnibus?

—¿No te alegras de que haya sido así? Todavía estaríamos caminando, como Félix. Lo que pasa es que quieres hacerme creer que esto no te gusta. Pero hace un rato bailabas sobre la piedra.

—Apenas un par de saltos.

—Yo sé lo que pasa: no te gustan los muebles. No hay bastantes sillas y sofás —dije.

—Tú te crees un muchacho de campo, pero no eres capaz de distinguir un caballo de una vaca.

Comenzamos a pelear, y pronto Ray volvió a sentirse cómodo y a olvidar la monotonía del aire libre. Si hubiera caído nieve de pronto, no la habría notado. Luego se recogió dentro de sí mismo, y para él la roca se volvió oscura como una casa con las persianas cerradas. Las sombras altas como el cielo, que habían bailado y gritado a los pájaros, se arrastraron para ocultar a dos pequeños lugareños en un hueco.

Yo sabía lo que iba a pasar, por la forma en que Ray agachaba la cabeza y se encogía de hombros, hasta parecer un hombre sin cuello, y por la manera de aspirar el aire entre los dientes. Clavó la vista en sus zapatos blancos, ahora polvorientos, y en seguida supe qué forma les estaba dando su imaginación: eran los pies de un hombre muerto en la cama. De un momento a otro me iba a hablar de su hermano.

A veces, apoyados contra un cerco mientras mirábamos un partido de fútbol, lo había sorprendido mirándose su mano delgada: yo sabía que la veía cada vez más flaca, que le arrancaba la carne hasta ver frente a él la mano de Harry con los huesos transparentándose a través de la piel sensitiva. Si por un momento perdía al mundo circundante, si lo dejaba solo, si bajaba la vista, si su mano se aflojaba sobre el cerco duro, real, o sobre el hornillo caliente de la pipa, Ray regresaba a los horribles dormitorios, volvía a transportar ropas y palanganas y a escuchar la llamada de las campanillas.

—Nunca había visto tantas gaviotas —dije—. ¿Y tú? ¡Cuántas gaviotas! ¿A que no tratas de contarlas? Allá arriba están peleando dos; ¡mira: se picotean en el aire como gallinas! ¿A que no adivinas cuál gana? ¡Qué pico más feo! ¡No les envidio la cena: un pedazo de oveja y gaviota muertas! (Me maldije en silencio por haber empleado esta última palabra.) Qué alegre estaba el pueblo esta mañana, ¿verdad? —agregué.

Ray miraba fijamente su mano. Ya nada podía detenerlo.

—El pueblo estaba alegre esta mañana. Todo el mundo vestido de verano, riendo, o sonriente. Los chicos jugaban, y todos eran felices; no faltaba más que la banda de música. Cuando a mi padre le daban los ataques, yo tenía que sujetarlo en la cama. Dos veces al día debía cambiar las sábanas de mi hermano, y todo estaba lleno de sangre. Yo vi cómo se iba poniendo cada vez más flaco; al final se le podía levantar con una sola mano. Y su mujer no quería entrar a verlo porque le tosía en la cara. Mamá no podía moverse, y yo también tenía que cocinar y atender a los niños, y cambiar las sábanas, y sujetar a mi padre cuando se excitaba. Soy un amargado —dijo.

—Pero te encantaba caminar, gozabas estando en el prado. Es un día maravilloso, Ray. Siento mucho lo de tu hermano. Vamos a explorar un poco. Bajemos hasta el mar. A lo mejor hay una gruta con dibujos prehistóricos, y podemos escribir un artículo y hacernos ricos. Bajemos.

—Mi hermano solía tocar un timbre para llamarme; apenas si podía susurrar. Me decía: «Ray, mírame las piernas. ¿Están más flacas hoy?»

—El sol ya está bajando. Vamos.

—Papá creía que yo quería asesinarlo cuando lo sujetaba en la cama. Cuando murió yo lo tenía agarrado, y se sacudía. Mamá estaba en su silla, en la cocina, pero supo que se moría y comenzó a gritar llamando a mi hermana. Brenda estaba en un sanatorio, en Craigynos. Harry hizo sonar el timbre cuando oyó a mamá, pero yo no podía ir, y papá estaba muerto en la cama.

—Voy a bajar hasta el mar —dije—. ¿Vienes conmigo?

Se puso de pie; salía de su hueco para entrar otra vez en el mundo; me siguió lentamente hasta la punta. Cuando bajé por la empinada ladera se alzó una tormenta de gaviotas. Me aferré a las matas secas y espinosas, pero se salían de raíz. Perdí pie. Mis dedos resbalaron en una grieta donde intenté sostenerme. Trastabillando, alcancé una roca negra, chata, cuya cabeza, como la de un gusano más pequeño, se curvaba peligrosamente hacia el mar, a unos pasos de distancia, y empapado por la espuma levanté la vista y alcancé a ver a Ray cayendo entre una lluvia de piedras. Aterrizó a mi lado.

—Creí que me mataba —dijo, cuando hubo terminado de temblar—. Vi toda mi vida pasada, como en un relámpago.

—¿Toda?

—Bueno; casi toda. Vi el rostro de mi hermano tan claro como el tuyo.

Contemplamos el sol que se ponía.

—Parece una naranja.

—Parece un tomate.

—Parece un pez dorado en una pecera.

Nos superábamos el uno al otro describiendo al sol. El mar batía contra nuestra roca y nos empapaba los pantalones, nos pellizcaba las mejillas. Me quité los zapatos y sosteniéndome de la mano de Ray me deslicé boca abajo por la roca, hasta hundir los pies en el mar. Después le tocó el turno a Ray; yo lo sostuve mientras él pataleaba en el agua.

—Basta ya —le dije, tirando de su mano.

—No; no —contestó—. Es delicioso. Déjame meter los pies un rato más. Está tibio como en un baño. —Pateó, gruñó, y con la otra mano golpeó frenéticamente la piedra—. ¡No me salves! —gritó—. ¡Me ahogo! ¡Me ahogo!

Lo arrastré hacia arriba, y al resistirse hizo caer un zapato al mar. Lo pescamos. Estaba lleno de agua.

—No importa. Valía la pena. No hacía eso desde los seis años. No podría decirte cómo me he divertido.

Se había olvidado de su padre y de su hermano, pero yo sabía que una vez que terminara esa alegría provocada por el agua tibia y salvaje retornaría a la casa doliente y volvería a ver cómo enflaquecía su hermano. Tantas veces había oído morir a Harry…

El padre loco me resultaba tan familiar como el propio Ray. Conocía cada acceso de tos, cada grito, cada zarpazo al aire.

—De ahora en adelante lo haré todos los días —dijo Ray—. Todas las tardes bajaré a la playa a chapotear en el agua. Me mojaré hasta las rodillas. Y no me importa si se ríen de mí.

Calló durante un minuto, meditando gravemente sobre lo último.

—Por las mañanas, cuando me despierto, no tengo nada que esperar, salvo los sábados —dijo luego—, o cuando subo hasta tu casa a estudiar gramática. Lo mismo daría estar muerto. Pero ahora podré despertarme y pensar: «Esta tarde voy a chapotear en el mar». Voy a hacerlo de nuevo —se arremangó los pantalones empapados y se deslizó por la roca—. No me sueltes.

Mientras pataleaba dentro del mar, dije:

—Esta roca está al final del mundo. Estamos solos. Todo esto es nuestro, Ray. Aquí podemos traer a quien queramos; solamente a quien queramos. ¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros?

Estaba demasiado ocupado para responder; chapoteaba, roncaba, soplaba como si tuviera la cabeza debajo del agua, haciendo movimientos circulares o rozando perezosamente la superficie con el dedo gordo.

—¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros aquí en la roca?

Se había quedado tendido como un muerto, los pies inmóviles dentro del mar, la boca a la altura de una pequeña hoya de la roca, la mano aferrada a mi pie.

—Me gustaría que George Gray estuviera con nosotros —dije—. Es un tipo de Londres que ha venido a vivir en Norfolk Street. Tú no lo conoces. Es el tipo más raro que puedas imaginar; más raro que Oscar Thomas. Y eso que yo creía que no podría haber nadie más raro. George Gray usa gafas, pero sin vidrios; sólo la armadura. Uno se da cuenta sólo al acercarse. Y hace de todo. Es médico de gatos, y todas las mañanas va a no sé dónde, en Sketty, a ayudar a vestirse a una mujer. Es una vieja viuda (me dijo) que no puede vestirse sola. No sé cómo la habrá conocido. Hace apenas un mes que está en el pueblo. Además, es bachiller en artes. ¡Y las cosas que tiene en los bolsillos! Pinzas y tijeras, para gatos, montones de diarios. Una vez me leyó en ellos cosas que hizo en Londres. Solía acostarse con una policía, y ella le pagaba a él. La individua se acostaba a veces con el uniforme puesto. Nunca he visto un hombre más raro. Me gustaría que estuviera aquí ahora. ¿Quién te gustaría que estuviera con nosotros, Ray?

Ray comenzó a mover los pies de nuevo, echándolos con fuerza atrás y pateando violentamente el agua, salpicando para todos lados.

—Y también me gustaría que Gwilym estuviera aquí —continué—. Ya te he hablado de él. Le echaría un sermón al mar. Éste es el lugar ideal para él; no hay ninguno más solitario. «¡Oh, el terrible mar! ¡Oh, el amado crepúsculo! ¡Tened piedad de los marineros, tened piedad de los pecadores, tened piedad de Raymond Price y de mí! ¡Oh, la noche se nos viene encima como una nube! Amén. Amén.» ¿Quién te gustaría, Ray?

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