—¡Debías haber estado con nosotros el sábado! ¡Cristo!
El martes por la noche, temprano —era Nochebuena—, entré, con media corona prestada, en el salón trasero del
Fishguard
. Jack Stiff estaba solo. El banco de las mujeres estaba cubierto con hojas de diario. De la lámpara colgaba un manojo de globos.
—¡A su salud!
—¡Feliz Navidad!
—¿Dónde está Mrs. Prothero?
El hombre tenía la mano vendada.
—Oh, ¿no se enteró? Se gastó todo el dinero de la colecta. Se lo llevó al puente, al
Deleite del Corazón
. No dejó que la viera ninguna de las otras viejas. Tenía más de una libra. Había gastado una buena parte antes de enterarse de que su hija no había muerto. Y no podía mirarlas de frente. (Ésta la pago yo.) De modo que el lunes por la mañana concluyó con lo que quedaba. Después, un par de boteros la vieron cruzar el puente, y pararse en la mitad. Pero no llegaron a tiempo.
—¡Feliz Navidad!
—En el bote tienen sus zapatillas.
Esa noche no fue ninguna de las amigas de la Vieja Garbo.
Mucho tiempo después, cuando mostré la historia a Mr. Farr, éste dijo:
—Entendió todo al revés. Ha mezclado a toda la gente. El muchacho del pañuelo bailaba en el
Jersey
. Fred Jones era el que cantaba en el
Fishguard
. No importa. Venga a tomarse una copa esta noche en el
Nelson
. Hay allí una chica que le mostrará dónde la mordió el marinero. Y un policía que conoció a Jack Johnson.
—Algún día los pondré a todos en una historia —dije.
El joven con jersey de marinero, sentado cerca de las casetas de baño para ver salir a las mujeres morenas y blancas y a los grupos de chicas bonitas, con escotes pálidos y espaldas tostadas, que caminaban delicadamente, sobre pies feos de dedos colorados, encima de las afiladas rocas que conducían al mar, dibujó en la arena la silueta de una mujer exuberante y ondulada. La borró y dibujó un hombre panzudo; una niña pasó corriendo encima, sacudiéndose el cabello, e hizo caer una fila de botones sobre su panza, y otra fila de gotas, como pis, en un dibujo infantil, entre las largas piernas adornadas con conchas.
Cerca de un grupo de mujeres, de merienda con sus hijos, que se estiraban, fofos y mojados, bajo el sol ardiente y se juntaban al lado de los cestos para papeles o construían castillos que eran destruidos en seguida por la zigzagueante marcha de otros excursionistas, entre los gritos de los vendedores de helados, los alaridos furiosos y felices de los muchachos que jugaban a la pelota y de los chillidos de las chicas cuando el mar se alzaba hasta su cintura, el joven seguía solitario, con las sombras del fracaso a su lado. Algunos maridos, silenciosos, con los pantalones arremangados y los tirantes colgando, chapoteaban lentamente a la orilla del mar; mujeres descalzas, con gruesos vestidos negros, se reían de sus propias piernas; varios perros corrían en pos de piedras y un chiquilín orgulloso cabalgaba sobre las aguas en una foca de goma. El joven, desde su soledad, observó cómo se desarrollaba delante de él aquel sábado festivo, falso y bonito como una pintura chata bajo un sol vulgar: las familias, retozonas, con bolsas de papel, cubos y palitas, parasoles y botellas; las muchachas, felices, acaloradas, doloridas, con linimentos para las quemaduras en sus bolsos; los muchachos, bronceados, sacando pecho; los jóvenes, blancos, envidiosos, con chaleco; las piernas flacas, peludas, patéticas, de los maridos, que caminaban silenciosamente por el agua; los niños, regordetes y con bucles, de espaldas curvas, embadurnándose sin oposición de nadie, con arena sucia. Todo producía en él —pensó dramáticamente en su aislamiento— una vieja vergüenza y piedad. Al margen de toda diversión, condenado para siempre a la compañía de sus gusanos, más allá del poder y de la estupidez de esta carne vulgar, sudorosa, asoleada, que se entregaba al día, el joven atrapó la pelota que un niño había arrojado al aire con una bandeja de latón y se levantó para tirarla de vuelta.
El niño lo invitó a jugar. La familia, cordial, aguardaba a cierta distancia (las mujeres despeinadas, con las faldas recogidas en los calzones, los hombres descalzos en mangas de camisa, un montón de niños con taparrabos o la ropa interior tijereteada). El muchacho lanzó la pelota amargamente en dirección a un padre que montaba guardia con una bandeja delante de un
wicket
de sombreros. «El lobo solitario juega a la pelota», se dijo a sí mismo en el momento en que volteaba la bandeja. Mientras corría tras la pelota hacia el mar, guiñando al pasar junto a las mujeres que se desvestían, tropezando en un castillo, cayendo en un círculo de muchachas mojadas tendidas como serpientes y empapándose los zapatos al arrebatar la pelota de la cresta de una ola, sintió que la felicidad retornaba con la exaltación de su cuerpo: «¡Cuidado, doña Pata; ahí va una fuerte!», gritó a una madre que estaba detrás de los sombreros. La pelota rebotó en la cabeza de un niño, y luego entre las familias desparramadas, entre los
sandwiches
y las ropas, los tíos y las madres, saliéndose del campo. Un hombre calvo, con los faldones de la camisa colgando, la devolvió mal, y un
collie
se la llevó al mar. Ahora le tocaba a la madre con la bandeja. Un tío con panamá hizo volar la pelota otra vez hacia el perro, que volvió a llevársela al agua, nadando fuera de su alcance. Entonces le ofrecieron
sandwiches
de huevo con berros y cerveza tibia, y se sentó entre un tío y un padre a comentar el
Evening Post
, hasta que el mar les tocó los pies.
Solo otra vez, acalorado y triste, porque el minuto de orgullo que transcurrió mientras corría a través de la gente desconocida tirada en la playa se había alejado a su vez, como una pelota, en dirección al mar, caminó hasta un lugar de la playa donde había un predicador parado sobre un cajón que decía: «Mr. Matthews». Hablaba ante una congregación de mujeres inexpresivas. Cerca de él se sentaban algunos niños silenciosos, con cerbatanas. Un hombre andrajoso no recogía nada en su gorra. Mr. Matthews agitaba las manos frías, atacaba las vacaciones, maldecía al verano desde su tembloroso cajón. Clamaba por otra clase de calor. El fuerte sol brillaba dentro de sus huesos, y él se abotonaba el cuello. Niños del valle, con ojos hundidos y descarados, lenguas rápidas y voces cantarinas, chatos de pecho como almejas, se amontonaban alrededor de los títeres y de los triciclos (y a todos los negaba él). Acusaba a las muchachas que se peinaban y empolvaban en combinación, y a las muchachas púdicas que inteligentemente se vestían en sitios cerrados.
Mientras Mr. Matthews fustigaba a la ciudad escarlata, expulsando de ella a los muchachos semidesnudos que bailaban alrededor del vendedor de helados, y cubriendo los muslos tostados de las muchachas con su abrigo negro «¡Fuera! ¡Fuera!», gritaba, «¡La noche está encima de nosotros!», el joven cabizbajo se detuvo, con una sombra sobre su hombro, y pensó en el balneario de Porthcawl, donde sus amigos se sacudían acompañados de chicas en el
látigo
o se lanzaban velozmente, en el
tren fantasma
, dentro del túnel de los esqueletos. Leslie Bird tendría los brazos llenos de cocos. Brenda estaba con Herbert en el tiro al blanco. Gil Morris, en el Esplanade, le pagaba a Molly un cóctel. Y allí estaba él, escuchando a Mr. Matthews, un borrachín retirado, que clamaba por la oscuridad sobre las arenas crepusculares; allí estaba él, con el dinero quemándole los bolsillos y el sábado quemándose, a su vez, lentamente.
En su soledad, había rechazado sus invitaciones. Herbert, en su coche bajo y rojo, llevando atrás a G. B., y sentada en el radiador a una ninfa arrojada por el mar, había ido hasta la casa de su padre; pero él había dicho:
—No estoy de humor. Voy a pasar un día tranquilo. Diviértanse ustedes. No tomen demasiadas gaseosas.
Esperando solamente que se pusiera el sol, permaneció en el triste círculo de las mujeres desagradables, que miraban fijamente hacia un punto del cielo, detrás de su profeta, y deseó que el día comenzara de nuevo. ¡Oh, estar malgastando el dinero en los quioscos de la feria, sentado en el salón cromado, con un cigarrillo turco, contándoles el último cuento a las chicas, mirando, a través de palmeras de la ventana, cómo se hundía el sol al otro lado de la costanera, por encima de las sillas de mimbre; a los inválidos y las viudas, las esposas que descansaban con pantalones y pañuelos de playa, las muchachas elegantes y rizadas y sus amigas feas y con gafas; los Pomerania que husmeaban los tobillos y los vendedores de golosinas en triciclo! Ronald había navegado hasta Ilfracombe en el
Lady Moira
, y en el salón atestado de gente, con los excursionistas de Brynhyfryd, estaría pisando pies sin pensar por un momento que en la playa su amigo estaba solo y cabizbajo a las seis de la tarde, y que el sábado era allí aburrido como una capilla. Todos sus amigos habían desaparecido en pos de sus placeres.
Pensó: los poetas viven y caminan con sus poemas; un hombre con visiones no necesita otra compañía; el sábado es un día imperfecto; debo ir a casa y sentarme en el dormitorio, junto al radiador. Pero él no era un poeta que vivía y caminaba; era un muchacho joven en un pueblo marítimo, en un caluroso día feriado, y con dos libras que gastar. No tenía visiones; sólo dos libras y un cuerpo pequeño con los pies en la arena llena de desperdicios. La serenidad, para los ancianos. Se alejó, cruzando el ferrocarril, hasta el camino por donde circulaban los tranvías.
Al pasar junto al reloj floral, en el Jardín de la Reina Victoria, gruñó.
—¿Qué puede hacer ahora un imbécil? —dijo en voz alta, haciendo que una mujer joven que estaba sentada en un banco frente al mingitorio de mayólica blanca se sonriera, bajando su novela.
Tenía el cabello castaño peinado en alto, a la moda antigua, bucles sueltos y un rodete, y de allí salía una blanca rosa Woolworth que se doblaba hacia abajo, tocándole la oreja. Llevaba un vestido blanco con una flor de papel rojo pinchada en el pecho y anillos y brazaletes que procedían de algún quiosco de feria. Los ojos eran pequeños y muy verdes.
El muchacho anotó, cuidadosa y fríamente en una sola mirada, todos los raros detalles de su aspecto. Eran la certeza tranquila, impávida, de su apostura ante su mirada escrutadora; la seguridad de su sonrisa y la actitud de su cabeza; esa suavidad, esa extraña rareza que la defendía de todo mal encuentro, de toda mirada invitante, lo que le hizo temblar los dedos. Aunque su vestido era largo y el cuello alto, lo mismo podía estar desnuda allí, en la playa. Su sonrisa confesaba que su cuerpo estaba desnudo, inmaculado, deseoso, tibio bajo la tela, y que ella esperaba, inocente.
«Qué hermosa es —pensó, puesta su mente en las palabras y los ojos en su cabello y en su piel blanca y roja—, qué hermosamente me espera, aunque no sabe que me espera, y jamás podré decírselo.»
Se había detenido y la miraba fijamente. Como una niña confiada frente a una cámara, así estaba ella sentada y sonriente, las manos entrelazadas, la cabeza ligeramente inclinada, de modo que la rosa le tocaba el cuello. Aceptaba su admiración. Aquella muchacha, de entre un millón, se apoderaba de su larga mirada y acariciaba su amor estúpido.
Le entraron mosquitos en la boca. Y siguió la marcha rápida, vergonzosamente. A las puertas del jardín se volvió para verla por última vez. Su brusca y torpe partida le había hecho perder la calma, y ella lo miraba fijamente, confusa. Había alzado una mano, como para pedirle que volviera. Él volvía la esquina y oyó la voz de ella —cien voces, todas de ella— llamándole por su nombre —cien nombres que eran su nombre—, por encima de las paredes cubiertas de plantas.
¿Y qué podía hacer un imbécil aterrorizado y loco de amor?, preguntó silenciosamente a su propia figura reflejada en el espejo deformante del salón
Victoria
, que estaba vacío. Su cara simiesca, fláccida, con la palabra
cerveza
escrita sobre la frente, le devolvió una rota mueca de desdén.
Si me trajeran a Venus en una bandeja —dijeron los dos labios rojos como tajadas de melón—, pediría vinagre para echarle encima.
Ella podía quitarme toda culpa; ella podía ahuyentar suavemente mi vergüenza. ¿Por qué no me detuve a hablarle?, se preguntó.
Lo que viste en el parque era una mujerzuela extraña —respondió su reflejo—; una hija de la naturaleza, ¡oh dioses! ¿No viste el rocío sobre su cabello? Basta de hablar al espejo; te conozco demasiado.
Una nueva cabeza, hinchada y con la mandíbula torcida, se movió detrás de su hombro. Giró, y oyó decir al
barman
:
—¿Lo ha dejado plantado la única? Parece un muerto recalentado. Tómese esta copa; paga la casa. Hoy, cerveza gratis. (Movió la manija de la canilla.) Aquí se sirve sólo lo mejor. Óxido puro. Usted tiene aspecto raro —continuó—; el único salvado del naufragio, y el único naufragio con sobrevivientes. ¡A su salud! (Y se bebió la cerveza que había servido.)
—¿Puede servirme un vaso, por favor?
—¿Se cree que esto es una casa pública?
Sobre la mesa pulida, en medio del salón, el joven dibujó, con un dedo mojado en cerveza, la cabeza redonda de una muchacha, y le puso pelo de espuma amarilla.
—¡Ah, sucio; sucio! —dijo el
barman
, corriendo desde atrás del mostrador y borrando la cabeza con un paño seco.
Tapando la suciedad con su sombrero, el muchacho escribió su nombre sobre el borde de la mesa, y observó cómo las letras se secaban y desaparecían.
Sobre la ventana de la ochava, abierta sobre las vías muertas tapadas por la arena, vio los puntos negros de los bañistas, las casetas multicolores, los enanos saltarines del teatro de títeres y el minúsculo círculo religioso. Desde que caminó y jugó allá, en el desierto, atestado de gente, ofreciendo excusas por su desesperación, buscando compañía aunque la rechazase, había descubierto su verdadera felicidad y la había perdido, todo ello en un sorprendente y torpe medio minuto, junto al «Caballeros» y al reloj floral. Más viejo y más sabio, pero no mejor, habría mirado en el espejo para ver si su descubrimiento y su pérdida se habían marcado sobre su rostro con sombras bajo los ojos o líneas al lado de la boca, si no hubiera sabido de antemano la respuesta que iba a recibir del reflejo deformado.
El
barman
fue a sentarse a su lado, y dijo con voz falsa: