Quizá el comandante había tenido razón. Quizá el —según lo había definido él— «culto al héroe» por parte de Jury había creado cierta turbación en lugar de estrechar los lazos que pudieran unirles.
Por otra parte, el enclenque Merrett había adquirido una seguridad en sí mismo de la que nadie le hubiera creído capaz poco antes. Era como si hubiera estado seguro de que iba a morir y, puesto que eso no había sucedido, ahora tuviera la convicción de que jamás podría sucederle nada peor que el trance por el que había pasado. Subía con soltura a los obenques junto a los demás guardiamarinas, y durante las guardias, a menudo se oía su estridente voz compitiendo o enzarzado en una discusión con sus compañeros.
Un anochecer, mientras el barco seguía su rumbo con las gavias desplegadas como si se tratase de un buque fantasma, en el momento en que iba a relevar al teniente Rhodes para la primera guardia, Bolitho vio a Jury que observaba a los otros guardiamarinas bromeando y peleando amistosamente, seguramente deseando estar con ellos.
Bolitho esperó a que el timonel gritara:
—¡Así derecho, señor! ¡Sursudoeste!
Luego pasó frente al guardiamarina y preguntó:
—¿Qué tal la herida?
Jury se lo quedó mirando y sonrió.
—Ya no duele, señor. He tenido suerte. —Dejó que los dedos acariciaran su cinturón de cuero en bandolera y tocó la muesca que había quedado en la placa dorada—. ¿Eran de verdad piratas? —dijo.
Bolitho se encogió de hombros.
—Lo que yo creo es que nos estaban siguiendo. Quizá fueran espías. Pero ante los ojos de la ley serán considerados piratas.
Había pensado mucho en ello desde aquella terrible noche. Sospechaba que Dumaresq y Palliser sabían mucho más de lo que decían, que el bergantín apresado estaba relacionado con la misión secreta de la
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y su breve escala en Funchal.
—Pero si mantenemos esta marcha —agregó— estaremos en Río dentro de una semana. Yo diría que entonces sabremos la verdad.
Gulliver apareció en el alcázar y se quedó mirando las tensas velas durante un minuto largo antes de pronunciar palabra. Luego dijo:
—El viento arrecia. Creo que deberíamos acortar vela. —Tuvo un momento de vacilación, y sin apartar la vista de Bolitho preguntó—: ¿Se lo dirá usted al comandante, o debo hacerlo yo?
Bolitho observó las gavias, hinchándose y tensándose bajo la fuerza del viento. Bajo la mortecina luz del crepúsculo parecían gigantescas conchas marinas de color rosa.
Pero Gulliver tenía razón, y él como teniente era quien debía haberse dado cuenta.
—Yo se lo diré.
Gulliver se precipitó hacia la aguja magnética, como si fuera incapaz de disimular su alivio.
—Todo iba demasiado bien como para durar. Lo sabía —dijo para sus adentros.
Bolitho llamó al guardiamarina Cowdroy, que compartía provisionalmente las guardias con Jury hasta que estuviera totalmente recuperado.
—Mis saludos al comandante. Dígale que el viento está refrescando por el nordeste.
Cowdroy saludó y se dirigió con premura hacia la escotilla. Bolitho notó casi físicamente su fastidio. Era un matón arrogante, intolerante y obstinado. Se preguntaba cómo Rhodes era capaz de soportarlo.
—¿Se avecina una tormenta, señor? —preguntó Jury con calma.
—No es probable, creo, pero siempre es mejor estar preparados. —Vio algo centelleando en la mano de Jury y dijo—: Es un reloj muy bonito.
Jury se lo alcanzó, con el rostro lleno de satisfacción, mientras respondía:
—Perteneció a mi padre.
Bolitho abrió la tapa con cuidado y vio en el interior un diminuto pero inmaculado retrato de un oficial de marina. A su edad, Jury se parecía ya mucho a él.
Era un reloj hermoso, fabricado por uno de los mejores artesanos de Londres.
Se lo devolvió con un consejo:
—Cuide mucho de él. Sin duda es muy valioso.
Jury lo deslizó en el bolsillo de sus pantalones.
—Desde luego para mí tiene un valor incalculable. Es todo lo que conservo de mi padre.
Algo en su tono de voz emocionó profundamente a Bolitho. Le hizo sentir insensible, enfadado consigo mismo por no haber sido capaz de ver lo que Jury escondía tras su necesidad de complacerle. No tenía a nadie más en el mundo a quien eso le importara.
—Bueno, compañero —le dijo—, si conserva su presencia de ánimo en este viaje, le resultará muy útil más adelante. —Sonrió antes de proseguir—: Me pregunto quién había oído hablar de ese tal James Cook hace sólo unos años. Y ahora es un héroe para todo el país; además, cuando vuelva de su último viaje, no me cabe duda de que será ascendido de nuevo.
La voz de Dumaresq le hizo girar en redondo.
—No excite al muchacho, señor Bolitho. ¡De lo contrario deseará usurpar mi puesto demasiado pronto!
Bolitho esperó la decisión de Dumaresq. Con él uno nunca sabía exactamente qué terreno pisaba.
—Tendremos que acortar vela dentro de poco, señor Bolitho. —Giró sobre sus talones y examinó las velas una por una—. Continuaremos a esta marcha mientras nos sea posible.
Cuando desapareció a través de la escotilla, el segundo del piloto comentó:
—El bote está suelto en la andana, señor.
—Muy bien. —Bolitho requirió de nuevo la colaboración del guardiamarina Cowdroy—: Coja algunos hombres y aseguren el bote, hágame el favor.
Notó el resentimiento del guardiamarina y supo por qué. Se alegraría de librarse de él cuando abandonara su guardia.
Jury había adivinado lo que estaba sucediendo.
—Yo iré, señor. Es mi trabajo.
—No está usted en condiciones, señor Jury —le espetó Cowdroy volviéndose de repente—. ¡No haga esfuerzos innecesarios!— Y desapareció gritando el nombre de uno de los segundos del contramaestre.
Más tarde, tal como había pronosticado Gulliver, el viento continuó arreciando, y el mar cambió su plácida apariencia por la de una superficie salpicada de blancas y espumeantes crestas; Bolitho se olvidó de las desavenencias que él mismo había establecido entre los dos guardiamarinas.
La cubierta fue invadida primero por una ola, luego otra más, y cuando el barco empezó a balancearse y cabecear hundiendo la proa en un mar cada vez más encrespado, Dumaresq dio órdenes de que todos los hombres subieran a la arboladura y aferraran todas las velas excepto la gavia de mayor para que la
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pudiera capear la borrasca y salir de ella.
Entonces, como para demostrar que podía ser tan amistoso como perverso, el viento amainó por completo, y para cuando rompió el día de nuevo, el barco tardó muy poco en quedar totalmente seco, navegando bajo un cálido sol.
Bolitho estaba ejercitando a sus hombres en la batería de cañones de doce libras de estribor, cuando apareció Jury informándole de que se le había concedido permiso para incorporarse a su actividad plenamente y que ya no tendría que dormir en la litera de la enfermería.
Bolitho tuvo el presentimiento de que algo andaba mal, pero estaba decidido a no dejarse involucrar. Se limitó a decir:
—El comandante quiere que los nuestros sean los marinos más rápidos que hayan visto nunca en Río a la hora de disparar la salva de artillería. —Observó a algunos marineros, desnudos de cintura para arriba, que sonreían y se frotaban las palmas de las manos—. Así que vamos a celebrar una carrera. La primera división contra la segunda; el premio para los ganadores consiste en un poco de vino. —Previamente había pedido permiso al contador para gastar una cantidad no prevista de vino.
Codd había dejado al descubierto sus descomunales incisivos, con lo que adquirió de inmediato el mismo aspecto que el tajamar de una galera, y se había mostrado de acuerdo diciendo con regocijo:
—Naturalmente, si usted paga, señor Bolitho. ¡Si usted paga!
—Todo listo, señor —gritó Little.
Bolitho se giró hacia Jury.
—Puede usted cronometrarlos. La división que lo consiga antes en dos de tres intentos será la ganadora.
Sabía que los hombres se estaban impacientando, y les vio empuñar sus aparejos y espeques como si se estuvieran preparando para un auténtico combate.
Jury intentó mirar a Bolitho a los ojos antes de decir:
—No tengo reloj, señor.
Bolitho se le quedó mirando fijamente, consciente de que el comandante y Palliser esperaban en la batayola del alcázar para ver cómo sus hombres competían entre ellos.
—¿Lo ha perdido? ¿El reloj de su padre? —Recordaba perfectamente lo orgulloso y a la vez triste que Jury se había sentido la noche anterior, cuando se lo mostró—. Explíqueme eso.
Jury agitó la cabeza, el rostro lleno de abatimiento.
—Ha desaparecido, señor. Es todo lo que sé.
Bolitho apoyó una mano en su hombro.
—Ahora tranquilícese. Intentaré pensar en algo. —Impulsivamente, sacó del bolsillo su propio reloj, que a su vez había obtenido de su madre—. Utilice el mío.
Stockdale, agachado junto a uno de los cañones, lo había oído todo y había estado observando los rostros de los hombres que tenía cerca. El jamás en su vida había poseído un reloj ni era probable que lo llegara a tener nunca, pero de alguna manera supo que aquel reloj en concreto era importante. En el atestado mundo que constituía un barco, en el que el espacio disponible era tan limitado, un ladrón resultaba muy peligroso. Los marineros eran demasiado pobres como para dejar que el autor de un delito como ése no fuera debidamente castigado. Sería mejor que lo pillaran antes de que sucediera algo peor.
Bolitho agitó el brazo.
—¡En marcha!
La segunda división de artilleros ganó sin esfuerzo. Era de esperar, según decían los perdedores, pues la segunda división contaba tanto con Little como con Stockdale, los dos hombres más fuertes del barco.
Pero mientras compartían las jarras de vino y se relajaban a la sombra de la vela mayor, Bolitho sabía que por lo menos Jury no estaba disfrutando de aquel momento de jolgorio.
—Amarren los cañones —le ordenó a Little.
Luego caminó hacia el alcázar; algunos de sus hombres hicieron una reverencia a su paso.
Dumaresq esperó hasta que él hubo llegado, al alcázar.
—¡Lo han hecho verdaderamente rápido!
Palliser sonrió sin demasiada afabilidad y comentó:
—¡Si tenemos que sobornar a nuestros hombres con vino cada vez que tengan que manejar los cañones pronto no quedará ni una gota en este barco!
Bolitho dijo de golpe:
—El reloj del señor guardiamarina Jury ha sido robado.
Dumaresq le miró con calma.
—¿Y? ¿Qué debería hacer yo, señor Bolitho?
Bolitho se sonrojó.
—Lo siento, señor. Yo… pensé que…
Dumaresq entrecerró los ojos para observar tres pequeñas aves que volaban por el través; parecían puntos diminutos en la inmensidad del mar.
—Ya casi puedo oler la tierra —dijo Dumaresq. Luego se volvió de repente hacia Bolitho—: Usted fue informado del robo y usted debe ser quien se encargue del asunto.
Bolitho saludó mientras el comandante y el primer teniente empezaban a pasear arriba y abajo por el lado de barlovento de cubierta.
Todavía tenía mucho que aprender.
Con todo el velamen desplegado excepto las gavias y el contrafoque, la
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se deslizaba lentamente surcando las azules aguas de la rada exterior de Río. El calor era opresivo, y la ligera brisa apenas si llegaba a rizar el agua bajo la proa del barco; pero Bolitho notaba la expectante excitación a su alrededor a medida que se iban acercando al fondeadero.
Incluso los marinos con más experiencia a bordo reconocían la impresionante majestuosidad del lugar donde se disponían a recalar. Lo habían visto materializarse, cada vez más imponente, entre la bruma de la mañana, y ahora se extendía ante ellos, refulgente bajo los rayos del sol, como queriendo envolverlos. Bolitho no había visto nunca nada igual a la gran montaña que cerraba la bahía de Río, elevándose como un gigante que hacía que todo lo que la rodeaba pareciera diminuto. Y más allá, entremezcladas con manchas de bosque verde y exuberante, había otras cadenas montañosas, escarpadas y angulosas, como olas que se hubieran convertido en piedra. Playas de arena blanca, collares de espuma en las rompientes, y en la especie de nido que se formaba entre las colinas y el océano, la ciudad. Casas encaladas, campanarios bajos y palmeras inclinadas, no podía ser más distinto del canal de la Mancha.
Por el lado de babor, Bolitho vio la primera batería amurallada, con la bandera portuguesa ondeando a intervalos sobre ella, bajo la implacable luz del sol. Río estaba bien defendida; contaba con suficientes baterías de artillería como para desalentar al atacante más intrépido.
Dumaresq inspeccionaba con el catalejo la ciudad y los barcos anclados.
—Arribar una cuarta —ordenó.
—¡Oesnoroeste, señor!
Palliser miró a su comandante.
—Se acerca el barco de vigilancia del puerto, señor —dijo.
Dumaresq sonrió brevemente.
—Sin duda se preguntarán qué demonios estamos haciendo nosotros aquí.
Bolitho tiró de su camisa para despegársela de la piel. Vigilaba a los marineros, que podían ir medio desnudos mientras los oficiales se sofocaban de calor enfundados en las pesadas casacas de su uniforme de protocolo.
El señor Vallance, el artillero, estaba ya pasando revista a su selecta dotación para asegurarse de que nada fallaría al disparar la salva de saludo a la bandera.
Bolitho se preguntó cuántas miradas ocultas estarían observando la llegada de la fragata inglesa mientras ésta se aproximaba al puerto. Un buque de guerra, ¿qué andaría buscando? ¿Tendría intenciones pacíficas? ¿O sería portadora de noticias como una nueva ruptura de algún tratado en Europa?
—¡Empiecen con la salva de saludo!
Un cañón tras otro fueron estallando en su saludo de arribada; el aire caliente empujaba las espesas humaredas hacia el agua, que hacían que la tierra desapareciera de la vista momentáneamente.
El barco de vigilancia portugués había girado sobre su eslora propulsado por largos remos, que le conferían el aspecto de un escarabajo de agua.
—El insecto nos guía a su guarida —comentó alguien.
El último cañón retrocedió al disparar y los marineros se abalanzaron sobre las cuadernales para humedecer el humeante rebufo de los cañones y amarrar todas las armas como último gesto demostrativo de que sus intenciones eran pacíficas.