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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (67 page)

BOOK: Sangre de tinta
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—¿Debo eliminar ahora su nombre, alteza? —la voz de Tadeo sonó tan medrosa y casi inaudible.

—Por supuesto. Su nombre y las tres palabras, es evidente. Pero hazlo bien. Quiero que las páginas vuelvan a estar inmaculadas como nieve recién caída.

El bibliotecario, obediente, comenzó su labor. El raspador producía un sonido de rara intensidad en la sala vacía. Al concluir Tadeo su tarea, acarició con la palma de la mano el papel, de nuevo inmaculado. Después Pífano le quitó el libro de las manos y se lo tendió a Cabeza de Víbora.

Mo vio temblar sus toscos dedos cuando hundieron la pluma en la tinta. Antes de comenzar a escribir, Cabeza de Víbora levantó de nuevo la cabeza.

—No habrás cometido la estupidez de incluir alguna magia adicional en este libro, verdad, ¿eh, Arrendajo? —preguntó acechante—. Hay formas de matar a un hombre… y no sólo a un hombre, sino también a su mujer y a su hija, de un modo que convierte la agonía en un proceso muy lento y doloroso. Puede durar días, muchos días y muchas noches.

—¿Una magia? No —respondió Mo mientras seguía mirando la espada a sus pies—. No entiendo de magia. Lo diré una vez más, mi único oficio es encuadernar libros. Y todo mi saber lo he encerrado en ese libro. Ni más, ni menos.

—Bien —Cabeza de Víbora volvió a mojar la pluma… y se detuvo—. ¡Blancas! —murmuró contemplando fijamente las páginas vacías—. Mirad cuan blancas son. Blancas como las mujeres que traen la muerte, blancas como los huesos que deja atrás la Parca, tras saciarse de carne y sangre.

Después escribió. Escribió su nombre en el libro vacío. Y lo cerró.

—¡Arreglado! —exclamó con tono triunfal—. ¡Arreglado, Tadeo! Encerrad a la sorbedora de almas, a la enemiga que no se puede matar. Ahora tampoco puede matarme a mí. Ahora somos iguales. Dos Seres Fríos que gobernarán juntos este mundo. ¡Por toda la eternidad!

El bibliotecario obedeció, pero mientras encajaba los cierres del libro, miró a Mo. «¿Quién eres tú?», parecían decir sus ojos. «¿Qué papel desempeñas en este juego?» Mo no habría sabido responderle aunque hubiera querido.

Pero Cabeza de Víbora parecía creer que él sí lo conocía.

—¿Sabes que me caes bien, Arrendajo? —preguntó sin apartar de él sus ojos de reptil—. Sí, seguro que serías un buen heraldo, pero los papeles ya están repartidos, ¿no es cierto?

—Sí, lo están —contestó Mo. «Pero tú no sabes por quién. Yo, sí», añadió en su mente.

Cabeza de Víbora hizo a la Hueste de Hierro una inclinación de cabeza en señal de aprobación.

—¡Dejadlo marchar! —ordenó—. A él, a la chica y a todos a cuantos quiera llevarse con él.

Los soldados se apartaron a regañadientes.

—Ven, Mo —susurró Meggie apretando su mano.

Qué pálida estaba. Pálida de miedo, e indefensa. Mo apartó la vista de los soldados de la Hueste, recordó el patio amurallado que los aguardaba fuera, las víboras de plata mirándoles desde lo alto, las compuertas para la pez situadas encima de la puerta. Pensó en las ballestas de los centinelas de las almenas, en las lanzas de los guardianes de la puerta… y en el soldado que había tirado a Resa al fango de un empujón. Se agachó sin decir palabra… y recogió la espada que se le había caído a Zorro Incendiario.

—¡Mo! —Meggie soltó su mano y lo miró horrorizada—. ¿Qué haces?

Pero él se limitó a apartarla, mientras los soldados de la Hueste como un solo hombre, desenfundaban sus armas. La espada de Zorro Incendiario era pesada, mucho más pesada que aquella con la que él había expulsado de su casa a Capricornio.

—¡Hay que ver! —exclamó Cabeza de Víbora—. ¡No pareces confiar en mi palabra, Arrendajo!

—¡Oh, sí que confío en ella! —dijo Mo sin abatir la espada—. Pero aquí todos tienen espada salvo yo, así que creo que me quedaré con ésta sin dueño. Tú te quedarás con el libro y con un poco de suerte no volveremos a vernos después de esta mañana.

Hasta la risa de Cabeza de Víbora sonaba argentina, de plata oscurecida.

—¿Y eso por qué? —exclamó—. Me ierte jugar contigo, Arrendajo. Eres un buen contrincante. Por lo que en adelante mantendré mi palabra. ¡Dejadlo marchar! —volvió a ordenar a los soldados—. ¡Y decídselo también a los guardianes situados ante la puerta. Cabeza de Víbora deja en libertad a Arrendajo porque ya no le temerá nunca más, pues Cabeza de Víbora… ¡es inmortal!

Sus palabras resonaban en los oídos de Mo cuando cogió la mano de Meggie. Tadeo sostenía el libro, como si pudiera morderle. Mo creía percibir aún el papel entre los dedos, la madera de las tapas, el cuero, los torzales que aseguraban las hojas. Después reparó en la mirada de Meggie, clavada en la espada que empuñaba como si eso lo convirtiera en un extraño.

—Vamos —le dijo arrastrándola consigo—. ¡Reunámonos con tu madre!

—Sí, ve, Arrendajo, coge a tu hija, a tu esposa y a todos los demás —vociferó Cabeza de Víbora—. ¡Vete antes de que Mortola me recuerde lo absurdo que es dejarte marchar!

Sólo dos integrantes de la Hueste de Hierro los siguieron durante el largo trayecto a través del castillo. El patio, a tan temprana hora de la mañana, estaba casi vacío. El cielo sobre el Castillo de la Noche era gris y caía una fina llovizna como si el día que se iniciaba llevara velo. Los pocos criados que trabajaban a esa hora, retrocedieron asustados al ver a Mo empuñando la espada, y los soldados, sin decir palabra, les indicaron con una seña que se apartaran de su camino.

Los demás prisioneros aguardaban ya delante de la puerta, un grupo desconcertado vigilado por una docena de soldados. Al principio, Mo no logró distinguir a Resa, hasta que una figura se separó de las demás y corrió hacia él y hacia Meggie. Nadie la detuvo. Quizá los soldados habían oído ya lo que le había sucedido a Zorro Incendiario. Mo captaba sus miradas de aversión y de miedo… al hombre que encerraba a la muerte entre páginas blancas y que además era un bandido. ¿No lo demostraba para siempre la espada en su mano? A él le daba igual lo que pensasen. Que le temieran. Él había tenido más miedo de lo aconsejable… durante los días y noches que había creído haber perdido todo, a su mujer, a su hija, y que no le quedaría más que una muerte solitaria en aquel mundo de palabras.

Resa abrazaba alternativamente a Meggie y a él, estrujándolos casi, y cuando volvió a soltar a Mo, tenía la cara llena de lágrimas.

—¡Vamos, Resa, salgamos por esa puerta! —dijo él en voz baja—, antes de que el señor del castillo cambie de idea. Todos tenemos mucho que contar, pero antes salgamos de aquí.

Los demás prisioneros se les unieron en silencio. Contemplaron con incredulidad cómo se abría la puerta ante ellos, cómo oscilaban al separarse sus hojas con herrajes de hierro, dejándolos en libertad. Algunos, por las prisas, tropezaron cuando se agolpaban para salir. Sin embargo, nadie los seguía.

Los centinelas, con su escudo y su lanza en la mano, los miraban mientras se alejaban inseguros, las piernas entumecidas tras las semanas pasadas en las mazmorras. Sólo un soldado perteneciente a la Hueste de Hierro traspasó la puerta con ellos, indicándoles sin una palabra el camino que debían tomar.

«¿Y si nos disparan desde las almenas?», pensó Mo al observar que ningún árbol ni arbusto les ofrecería protección mientras descendían por la desnuda ladera. Se sentía como una mosca en la pared, fácil de matar.

Pero nada sucedió. Caminaban en la mañana gris, bajo la lluvia torrencial tras la que se alzaba el castillo amenazador como una alimaña… pero nada sucedió.

—Él cumple sus promesas —Mo oía cada vez con más frecuencia susurrar a alguien esas palabras—. Cabeza de Víbora cumple lo que promete.

Resa, preocupada, le preguntó por su herida y él contestó en voz baja que se encontraba bien, mientras esperaba oír pasos tras ellos, pasos de soldados… mas todo permaneció en silencio. Parecía como si llevaran una eternidad bajando por la desnuda ladera, cuando de repente surgieron los árboles ante sus ojos. La sombra que sus ramas proyectaban sobre el camino era tan oscura como si la propia noche se hubiese refugiado debajo.

SOLAMENTE UN SUEÑO

Un buen día un joven dijo: «No me gusta esa historia de que todos tengamos que morir. Iré a buscar el país donde nunca se muere».

El país donde nunca se muere
,
cuento popular italiano

Dedo Polvoriento yacía entre los árboles, la piel mojada por la lluvia. Farid yacía a su lado, tiritando, los negros cabellos pegados a su frente. Sin duda los demás, tirados por todas partes al borde de la carretera, invisibles entre espesa maleza, no se encontraban mejor. Llevaban horas esperando, habían ocupado sus puestos antes de la salida del sol, y desde entonces llovía. Debajo de los árboles reinaba la oscuridad como si no hubiera amanecido. Y el silencio. Un silencio tal como si no sólo los que esperaban contuviesen la respiración. La lluvia, sin embargo, lamía y relamía ramas y hojas, cayendo sin cesar. Farid se pasó la manga por la nariz mojada, y alguien estornudó. «¡Maldito idiota, tápate la nariz!», pensó Dedo Polvoriento y se sobresaltó al oír un crujido al otro lado del camino. Un conejo saltó fuera de la espesura. Se detuvo en el sendero, olfateando, con las orejas temblorosas y los ojos muy abiertos. «Seguramente no tiene ni la mitad de miedo que yo», se dijo Dedo Polvoriento… y deseó volver junto a Roxana, a las oscuras galerías subterráneas que olían como una fosa, pero al menos estaban secas.

Se apartaba, seguramente por enésima vez, el pelo goteante de la frente, cuando Farid, a su lado, alzó bruscamente la cabeza. El conejo saltó entre los árboles y los pasos resonaron atravesando el rumor de la lluvia. Ahí venían, por fin, un pequeño grupo desconcertado, tan empapado como los bandidos que los esperaban. Farid intentó levantarse de un salto, pero Dedo Polvoriento se lo impidió, reteniéndolo rudamente.

—¡Quédate donde estás! ¿Entendido? —le dijo enfadado—. ¡No he dejado a las martas con Roxana para tener que cuidar de ti a cambio!

Lengua de Brujo iba en cabeza, con Meggie y Resa a su lado. Empuñaba una espada, igual que la noche que había echado de su casa a Capricornio y a Basta. Al lado de Resa caminaba a trompicones sendero abajo la mujer embarazada que había visto en las mazmorras, volviendo la vista atrás hacia el Castillo de la Noche que se alzaba tras ellos amenazador, a pesar de la distancia. Eran más personas de las que tuvieron que dejar atrás junto al árbol caído. Era obvio: Cabeza de Víbora había vaciado sus calabozos. Algunos se tambaleaban como si apenas pudieran sostenerse sobre las piernas, otros parpadeaban como si incluso el alba de ese día nublado hiriera sus ojos. Lengua de Brujo parecía encontrarse bien, a pesar de la camisa manchada de sangre, y Resa ya no mostraba la palidez de la mazmorra, aunque a lo mejor era una figuración suya.

Acababa de descubrir a Buho Sanador entre los demás, ¡qué viejo y frágil parecía!, cuando Farid, asustado, lo agarró del brazo y señaló a los hombres que aparecieron de pronto más abajo, en el camino. Parecía como si brotaran de la lluvia, tan silenciosamente aparecían, y Dedo Polvoriento pensó primero que el Príncipe Negro había recibido refuerzos. Pero entonces isó a Basta.

Empuñaba la espada en una mano y el cuchillo en la otra, y en su rostro quemado llevaba escrita la sed de sangre. Ni uno de los hombres que le acompañaban ostentaba las armas de Cabeza de Víbora, pero ¿qué importaba eso? Quizá los había enviado Mortola o Cabeza de Víbora quería lavarse las manos si encontraban muertos en el camino a los prisioneros liberados. Eran muchos hombres, eso era lo único que contaba. Muchos más que los que yacían entre los árboles con el Príncipe Negro. Basta alzó la mano sonriendo y subieron por la carretera blandiendo sus espadas, sin prisa, como si quisieran saborear el miedo en los rostros de los liberados antes de matarlos.

El primero que apareció entre los árboles fue el Príncipe Negro, con el oso a su lado. Los dos se plantaron en el camino como si pudieran detener solos la matanza. Pero sus hombres le siguieron deprisa. En silencio formaron un muro de cuerpos entre los liberados y los que acudían a matarlos. También Dedo Polvoriento se incorporó, maldiciendo entre dientes. Oh, sí, sería una mañana sangrienta. La lluvia no fluiría lo bastante deprisa para arrastrar la sangre y él tendría que enfurecer mucho al fuego, porque no le gustaba la lluvia. La humedad lo adormilaba… Tendría que ser ávido, devorador.

—Farid —siseó el nombre del chico, mientras lograba sujetarlo en el último momento tirando de su brazo.

Pretendía acudir junto a Meggie, claro, pero tenía que llevarse consigo el fuego. Tenían que formar un anillo, un anillo de llamas alrededor de quienes únicamente podían oponer sus manos a las espadas. Cogió una rama gruesa, hizo brotar el fuego de la corteza húmeda, siseando y echando vapor, y lanzó al chico la madera ardiendo. El dique de carne humana no resistiría mucho, el fuego tenía que salvarlos, sólo el fuego. La voz de Basta resonó en medio de la penumbra, burlona y rebosante de ansias de muerte, mientras Farid hacía llover chispas sobre la tierra, esparciéndolas sobre el suelo húmedo igual que un labrador la simiente, mientras Dedo Polvoriento le seguía haciéndolas crecer. Cuando atacaron los hombres de Basta, las llamas se alzaron hacia lo alto. Las espadas entrechocaron, los gritos inundaron el aire y los cuerpos se apelotonaron mientras Dedo Polvoriento y Farid atraían y alimentaban el fuego hasta que casi rodeó al grupo de prisioneros.

Dedo Polvoriento sólo dejó libre un pequeño sendero, un camino de huida hacia el bosque por si las llamas tampoco lo obedecían a él y su furia acababa mordiéndolo todo, tanto a los amigos como a los enemigos.

Vio el rostro de Resa y el miedo reflejado en él, y a Farid saltando por encima de las llamas hacia los liberados, según habían acordado. Menos mal que estaba Meggie, de otro modo seguramente no habría vuelto a separarse de su lado. Dedo Polvoriento permaneció todavía delante del fuego. Sacó su cuchillo, si Basta estaba cerca era preferible empuñar uno, y susurró al fuego, con insistencia, casi con ternura, para que no obrara a su antojo y se convirtiera de amigo en enemigo. Los bandidos eran rechazados poco a poco, e iban acercándose al grupo de los liberados, entre los que sólo Lengua de Brujo empuñaba un arma. Nada menos que tres hombres de Basta acometieron al Príncipe Negro, pero el oso protegía a su señor con garras y dientes. Dedo Polvoriento se descompuso al ver las heridas que infligían esas garras negras.

BOOK: Sangre de tinta
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