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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (68 page)

BOOK: Sangre de tinta
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El fuego chisporroteaba hacia él, quería jugar, bailar, no comprendía el miedo que lo rodeaba, no lo olía, ni lo saboreaba. Oía gritos, uno tan agudo como la voz de un niño. Dedo Polvoriento, abriéndose paso entre los cuerpos que luchaban, recogió una espada caída en el barro.

¿Dónde estaba Farid?

Allí, soltando cuchilladas a diestro y siniestro, con la agilidad de una víbora. Dedo Polvoriento lo agarró por el brazo, siseó a las llamas que los dejasen pasar y se lo llevó con él.

—¡Maldita sea, debí dejarte con Roxana! —despotricó mientras empujaba a Farid a través del fuego—. ¿No te advertí que te quedaras con Meggie? —le habría encantado retorcerle su delgado pescuezo, tanto se alegró de verlo ileso.

Meggie corrió hacia Farid y lo cogió de la mano. Allí estaban codo con codo, mirando el sangriento tumulto, pero Dedo Polvoriento intentaba no oír, ni ver… Sólo debía preocuparse del fuego. El resto dependía del Príncipe.

Lengua de Brujo manejaba con destreza la espada, mucho mejor que él mismo, pero parecía exhausto. Resa, al lado de Meggie, también estaba ilesa. Todavía. La lluvia tres veces maldita corría por su nuca, ocultando su voz con su rumor. El agua cantaba a las llamas una canción de cuna, una antiquísima canción de cuna y Dedo Polvoriento alzó la voz, gritó más y más alto para volver a despertarlas, hacerlas rugir y morder. Se acercó mucho al anillo de fuego, y vio aproximarse a los combatientes. Algunos estaban a punto de tropezar y caer en la lumbre.

También Farid se había dado cuenta de lo que provocaba la lluvia. Saltó con agilidad donde las llamas se adormilaban. Meggie lo siguió. Un muerto cayó en el anillo de llamas donde estaba el chico, sofocándolas con su cuerpo sin vida, otro tropezó contra él. Mascullando un juramento, Dedo Polvoriento corrió hacia la brecha mortal, gritó pidiendo ayuda a Lengua de Brujo… y vio aparecer a Basta entre las llamas, Basta, con el rostro abrasado, odio en los ojos, odio y miedo al fuego. ¿Quién sería más fuerte? Acechó entre las llamas, parpadeó por el humo en busca de una cara. Dedo Polvoriento imaginaba cuál. Retrocedió sin querer. Otro muerto cayó en las llamas, dos hombres, con las espadas desenfundadas, saltaron sobre los cuerpos y atacaron a los prisioneros. Los alaridos resonaban en los oídos de Dedo Polvoriento, vio a Lengua de Brujo situándose delante de Resa y a Basta pisoteando a los muertos y utilizándolos a modo de puente. ¡Venga esas llamas! Dedo Polvoriento intentó acercarse a ellas, para que lo oyeran mejor, pero alguien lo agarró por el
brazo,
girándolo bruscamente hacia un lado. Dosdedos.

—¡Nos matarán! —balbució con los ojos dilatados por el pánico—. ¡Querían matarnos desde el principio! ¡Y si no lo consiguen ellos, nos achicharrarán las llamas!

—¡Suéltame! —rugió Dedo Polvoriento.

El humo le escocía en los ojos, obligándolo a toser. Basta. Le miraba fijamente, a través del humo, como si un lazo invisible los uniera. Las llamas lamían en vano hacia él y levantó su cuchillo. ¿A quién apuntaba? ¿Y por qué sonreía así?

El chico.

Dedo Polvoriento apartó a Dosdedos de un empujón. Gritó el nombre de Farid, pero el estruendo que los rodeaba se tragó su voz. El chico cogía a Meggie con una mano, mientras con la otra aferraba el cuchillo que él le había regalado, en otro mundo, en otra historia.

—¡Farid! —no le oyó… y Basta acometió.

Dedo Polvoriento presenció cómo hundía el cuchillo en la delgada espalda. Sostuvo al chico antes de que cayera al suelo, pero ya estaba muerto. Y Basta se quedó quieto, un pie apoyado en otro cadáver, sonriendo. ¿Y por qué no? Había alcanzado su objetivo, el objetivo que codiciaba desde hacía mucho tiempo: el corazón de Dedo Polvoriento, su estúpido corazón, que se partió en dos mientras sostenía a Farid entre sus brazos, se partió simplemente en dos a pesar de lo bien que lo había cuidado a lo largo de esos años. Vio la expresión de Meggie, la oyó gritar el nombre de Farid y lo dejó en sus brazos. Le temblaban tanto las piernas que le costó incorporarse. Todo su cuerpo temblaba, incluso la mano en la que sostenía el cuchillo que había extraído de la espalda al chico. Quiso ir hacia Basta, atravesando el fuego y los cuerpos que luchaban, pero Lengua de Brujo fue más rápido. Lengua de Brujo, que había sacado a Farid de su historia y cuya hija estaba sentada llorando, como si alguien le hubiera partido el corazón igual que al chico…

Sin prestar atención a las llamas que salían a su encuentro, clavó su espada en el cuerpo de Basta como si nunca hubiera hecho otra cosa y a partir de ese momento su único oficio fuera matar. Basta murió con la sorpresa reflejada en el rostro. Cayó al fuego, y Dedo Polvoriento regresó a trompicones junto a Farid, al que Meggie aún sostenía entre sus brazos.

¿Qué se había creído… que el chico volvería a la vida sólo por haber muerto su asesino? No, los ojos negros seguían yertos, vacíos como una casa abandonada. Ya no reflejaban la alegría que siempre había sido tan difícil expulsar de ellos. Y Dedo Polvoriento se arrodilló en la tierra pisoteada, mientras Resa consolaba a su hija deshecha en llanto y mientras luchaban y mataban a su alrededor, ya no supo qué es lo que hacía allí, qué sucedía en torno suyo, por qué había ido hasta allí, bajo esos árboles, los mismos árboles que había visto en sueños.

En el peor de todos los sueños.

Y ahora se había hecho realidad.

INTERCAMBIO

El azul de mis ojos se extinguió esa noche,

El oro rojo de mi corazón.

Georg Trakl
,
Por la noche

Se salvaron casi todos. Los salvó el fuego, la furia del oso, los hombres del Príncipe Negro… y Mo, que aquella mañana gris se ejercitó en el arte de matar como si quisiera convertirse en un maestro. Basta quedó muerto debajo de los árboles, igual que Rajahombres y muchos de sus secuaces, tantos que el suelo quedó cubierto por sus cadáveres cual hojas secas. Dos titiriteros también murieron… y Farid.

Farid.

El propio Dedo Polvoriento, pálido como un cadáver, lo trasladó a la mina. Meggie caminó a su lado, durante el oscuro trayecto. Sostenía la mano de Farid como si eso pudiera ayudar, y se sentía herida de muerte en su interior.

Ella fue la única a la que no expulsó Dedo Polvoriento cuando tendió a Farid sobre su tabardo en la galería más apartada. Nadie se atrevió a hablarle cuando se inclinó sobre el muchacho fallecido y le limpió el hollín de la frente. Roxana intentó hablar con él, pero al ver la expresión de su rostro lo dejó solo. Únicamente a Meggie… a Meggie la permitió sentarse al lado de Farid, quizás porque sus ojos reflejaban su propio dolor. Y ambos se quedaron allí, en la panza de la montaña de la Víbora, como al final de todas las historias. Sin necesidad de palabras.

Quizá fuera ya había anochecido, cuando Meggie oyó la voz de Dedo Polvoriento. Llegó a sus oídos desde muy lejos, atravesando la niebla de dolor que la envolvía, como si ya nunca pudiera encontrar la salida.

—¿Te gustaría mucho que volviera, verdad?

A ella le costaba apartar la mirada del rostro de Farid.

—Él nunca volverá —musitó mirando a Dedo Polvoriento. Meggie ya no tenía fuerzas para hablar más alto. Toda su energía se había evaporado, como si se la hubiera arrebatado Farid. Él se lo había llevado todo.

—Cuentan una historia —Dedo Polvoriento se miró las manos como si llevara escritas en ellas las palabras—, una historia sobre las Mujeres Blancas.

—¿Cuál? —Meggie ya no quería escuchar historias, nunca más. Esta le había roto el corazón para siempre. A pesar de todo, había un no sé qué en la voz de Dedo Polvoriento…

Él se inclinó sobre Farid y limpió trazas de hollín de la frente fría.

—Roxana la conoce —informó—. Ella te la contará. Reúnete con ella… dile que he tenido que marcharme; que deseo averiguar si la historia es cierta —hablaba entrecortadamente, como si le costara infinito hallar las palabras adecuadas—. Y recuérdale mi promesa… Siempre encontraré un camino para regresar a su lado, esté donde esté. ¿Se lo dirás?

¿De qué estaba hablando? ¿Averiguar? La voz de Meggie se quebró por los sollozos.

—¿Qué?

—Oh, se dicen ciertas cosas de las Mujeres Blancas. Algunas sólo son superstición, pero otras a buen seguro son ciertas. Así sucede siempre con las historias, ¿verdad? Fenoglio seguramente podría enseñarme más al respecto, pero para ser sincero, no me apetece preguntarle. No, prefiero preguntar
yo
mismo a las Mujeres Blancas —Dedo Polvoriento se incorporó. Se detuvo y escudriñó a su alrededor como si hubiera olvidado dónde se encontraba.

Las Mujeres Blancas.

—¿Vendrán pronto, no? —preguntó Meggie preocupada—. ¡A llevarse a Farid!

Dedo Polvoriento negó con la cabeza y por primera vez sonrió, con esa sonrisa extraña y triste tan bien conocida por Meggie y que nunca había entendido del todo.

—No. ¿Para qué? Ellas lo tienen asegurado. Sólo acuden cuando tu vida pende de un hilo, cuando tienen que atraerte al otro lado con una mirada o un susurro. Todo lo demás es superstición. Vienen cuando todavía respiras, pero estás ya al borde de la tumba. Cuando los latidos de tu corazón son cada vez más débiles, cuando ventean tu miedo o la sangre, como en el caso de tu padre. Si mueres tan deprisa como Farid, te diriges espontáneamente hacia ellas.

Meggie acarició los dedos de Farid. Estaban más fríos que la piedra donde ella se sentaba.

—Entonces no lo comprendo —musitó—. Si no vienen, ¿cómo piensas preguntarles?

—Yo las invocaré. Pero es mejor que no estés aquí cuando lo haga, así que reúnete con Roxana y comunícale lo que te he encargado —se puso el dedo en los labios cuando Meggie intentó hacerle más preguntas—. ¡Por favor, Meggie! —él no solía llamarla por su nombre—. Di a Roxana lo que te he dicho… y que lo siento. Y ahora, márchate.

Meggie percibió su miedo, pero no le preguntó de qué, porque su corazón le hacía otras preguntas: ¿Cómo era posible que Farid hubiera muerto, y qué sentiría al llevarlo para siempre en su corazón? Acarició por última vez el rostro yerto antes de levantarse. Cuando se giró a la entrada de la galería, Dedo Polvoriento contemplaba a Farid. Y por primera vez desde que lo conocía, su rostro mostraba lo que siempre ocultaba: ternura, amor… y dolor.

Meggie sabía dónde buscar a Roxana, pero se perdió dos veces en las oscuras galerías antes de encontrarla. Roxana se ocupaba de las mujeres heridas, mientras Buho Sanador atendía a los hombres. Muchos habían sufrido heridas, y a pesar de que el fuego los había salvado, también había quemado gravemente a algunos. A Mo no se le veía por ninguna parte, y tampoco al príncipe. Seguramente montarían guardia arriba, en la entrada de la mina, pero Resa estaba con Roxana vendando un brazo quemado mientras Roxana aplicaba en la frente de una anciana la misma pomada que utilizó en su día para la pierna de Dedo Polvoriento. El olor a primavera no encajaba mucho allí.

Cuando Meggie salió del oscuro pasadizo, Roxana alzó la cabeza. Quizá esperaba que fueran los pasos de Dedo Polvoriento los que había oído. Meggie apoyó la espalda contra la fría pared de la galería. «Todo es un sueño», pensó, «un mal sueño, una pesadilla». Se sentía mareada de tanto llorar.

—¿A qué se refiere? —preguntó a Roxana—. Una historia sobre las Mujeres Blancas… Dedo Polvoriento dice que me la cuentes. ¡Ah! Tiene que irse porque quiere averiguar si es cierta…

—¿Irse? —Roxana dejó a un lado la pomada—. ¿Pero qué estás diciendo?

Meggie se limpió los ojos, ya sin lágrimas. Debía de haberlas gastado todas. ¿De dónde salían tantas lágrimas?

—Me dijo que las va a invocar —murmuró la joven—. Y que pienses en su promesa, que siempre volverá, que hallará el camino esté donde esté… —las palabras seguían sin tener sentido cuando las repitió. Pero evidentemente sí lo tenían para Roxana.

Esta se levantó, igual que Resa.

—¿Qué estás diciendo, Meggie? —preguntó su madre, preocupada—. ¿Dónde está Dedo Polvoriento?

—Con Farid. Sigue aún junto a Farid —cuánto le dolía pronunciar su nombre.

Resa la abrazó. Pero Roxana permanecía inmóvil, mirando fijamente la oscura galería por la que había venido Meggie. De pronto, la apartó de un empujón, pasó a su lado y se perdió en la oscuridad. Resa corrió tras ella, sin soltar la mano de Meggie. Roxana apenas les sacaba unos pasos. Se pisó el bajo del vestido, cayó, volvió a levantarse y prosiguió su carrera cada vez más veloz. Pero a pesar de todo, llegó demasiado tarde.

Resa estuvo a punto de chocar con Roxana, tan petrificada se había quedado a la entrada de la galería en la que yacía Farid. En la pared ardía el nombre de Roxana con letras de fuego, y las Mujeres Blancas aún estaban presentes. Sacaron sus manos lívidas del pecho de Dedo Polvoriento, como si le hubieran arrancado el corazón. A lo mejor lo último que vio Dedo Polvoriento fue a Roxana. Pero quizá contemplase los movimientos de Farid antes de desplomarse con el mismo sigilo con que habían desparecido las Mujeres Blancas.

Sí, Farid se movía… como alguien que hubiera dormido un largo y profundo sueño. Se incorporó con la mirada turbia, sin ainar quién yacía inmóvil detrás de él. No se volvió ni siquiera cuando Roxana pasó a su lado. Tenía la mirada perdida y vacía, como si captara imágenes que nadie más veía.

Meggie se le acercó, vacilante, como si fuera un extraño. No sabía qué sentir. Ni qué pensar. Pero Roxana estaba de pie junto a Dedo Polvoriento, con la mano tapándose la boca para contener su dolor. En la pared de la galería seguía ardiendo su nombre, como si llevase allí toda la eternidad, pero ella no se fijaba en las letras de fuego. Tras arrodillarse en silencio, acomodó en su regazo la cabeza de Dedo Polvoriento y se inclinó sobre él hasta que sus negros cabellos rodearon su rostro como un velo.

Pero Farid seguía sentado, preso del estupor. Sólo cuando Meggie estuvo ante él, pareció verla.

—¿Meggie? —murmuró con la lengua pesada.

Era imposible. Había vuelto de verdad. Farid. De pronto su nombre ya no le provocaba dolor. Él alargó la mano hacia ella, y Meggie la cogió deprisa, como si tuviera que sujetarlo para que no se marchara lejos. ¿Estaba allí ahora Dedo Polvoriento? Cómo ardía su cara. Se arrodilló junto a él y lo abrazó con tal energía que percibió los vigorosos latidos del corazón del chico contra el suyo.

—¡Meggie!

Respiró aliviado como si hubiera despertado de un mal sueño. Una sonrisa furtiva afloró a sus labios. Pero en ese momento Roxana comenzó a sollozar detrás de ellos en un tono tan bajo que resultaba casi inaudible… Y Farid se volvió.

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