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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (71 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Unos pasos sobre la piedra húmeda.

DE NUEVO SOLOS

La esperanza es esa cosa con plumas…

Emily Dickinson
,
Esperanza

Orfeo desapareció ante los mismos ojos de Elinor. Se encontraba apenas a unos pasos de él, en la mano la botella de vino que él había pedido, cuando se desvaneció en el aire, mejor dicho, en la nada, como si nunca hubiera existido y ella sólo lo hubiera soñado. La botella se le escurrió de la mano, cayendo sobre el entarimado de madera de la biblioteca, y se hizo añicos entre los libros abiertos que Orfeo había abandonado.

El perro empezó a soltar tales aullidos, que Darius entró como una tromba desde la cocina. El hombre armario, con los ojos clavados en el lugar que momentos antes había ocupado Orfeo, no se interpuso en su camino. Con voz trémula había leído de una hoja colocada justo delante de él, sobre una de las vitrinas de Elinor, apretando
Corazón de Tinta
contra su pecho, como si de ese modo pudiera obligar al libro a acogerlo al fin. Elinor se detuvo, petrificada, al comprender que lo estaba intentando de nuevo por centésima, qué digo, por milésima vez. «A lo mejor vuelven ahora ellos en su lugar», había pensado, «¡al menos uno siquiera!». Meggie, Resa, Mortimer, esos tres nombres le resultaban tan amargos como todo lo perdido. Pero ahora Orfeo se había ido, y ninguno de los tres había regresado. Y el maldito perro aullaba sin cesar.

—Lo ha conseguido —susurró Elinor—. ¡Darius, lo ha conseguido! Está al otro lado… todos están al otro lado. ¡Excepto nosotros!

Una autocompasión infinita la invadió durante un instante. Allí estaba ella, Elinor Loredan, en medio de todos sus libros, pero éstos no la dejaban entrar, ni uno solo de ellos. Cual puertas cerradas que la atraían y llenaban su corazón de nostalgia pero sólo le permitían acercarse al umbral. «¡Malditos, tres veces malditos objetos sin corazón! ¡Llenos de promesas vacías, de falsos atractivos, alimentando tu hambre perpetua, pero sin conseguir saciarte jamás!»

«Elinor, tú veías eso bajo una luz muy distinta», pensó mientras se secaba las lágrimas de los ojos. Bueno, ¿y qué? ¿Acaso no era lo bastante mayor como para cambiar de opinión, para enterrar a un viejo amor que la había traicionado miserablemente? Los libros no la habían dejado pasar. Todos los demás estaban ahora entre las páginas, excepto ella. Pobre Elinor, pobre y solitaria Elinor. Empezó a sollozar tan fuerte que se tapó la boca con la mano.

Darius le dirigió una mirada compasiva y se le acercó con paso vacilante. Por fortuna al menos él se había quedado a su lado. Pero tampoco podía ayudarla. «¡Quiero irme con ellos!», pensó desesperada. «Resa y Meggie y Mortimer son mi familia. ¡Quiero ver el Bosque Impenetrable y volver a sentir un hada sobre mi mano, quiero conocer al Príncipe Negro, aunque tenga que soportar el olor de su oso, y oír a Dedo Polvoriento hablar con el fuego aunque todavía no lo trague!» Deseos, puros deseos…

—¡Oh, Darius! —sollozó Elinor—. ¿Por qué no me llevó con él ese maldito iniduo?

Darius se limitaba a mirarla con sus sabios ojos de buho.

—¿Eh, dónde se ha ido? ¡Ese bastardo todavía tenía deudas conmigo! —el Armario se acercó al lugar donde había desaparecido Orfeo y miró en torno suyo, como si se escondiera entre los estantes—. ¡Maldita sea! Pero ¿qué se ha figurado? ¡Desaparecer así, sin más! —el hombre armario se agachó para recoger una hoja de papel.

¡La hoja que había leído Orfeo! ¿Se había llevado el libro, dejando las palabras que le habían abierto la puerta? Entonces aún no estaba todo perdido…

Con decisión, Elinor arrancó la hoja de la mano del Armario.

—¡Déme eso! —bufó, apretando contra su pecho el trozo de papel, igual que Orfeo había hecho con el libro.

El semblante del hombre armario se oscureció. Dos sensaciones muy distintas parecían luchar en su interior: el enfado por la frescura de Elinor y el miedo a las letras que ella apretaba con tanta pasión contra su pecho. Por un momento, Elinor no estuvo segura de cuál de ellas prevalecería. Darius se situó a su espalda, como si pretendiera defenderla en caso necesario, pero por fortuna el rostro de Azúcar volvió a iluminarse y se echó a reír.

—¡Pero mírala! —se burló—. ¿Qué quieres hacer con ese papelucho, comelibros? ¿Quieres disolverte en el aire como Orfeo, la Urraca y tus dos amigos? ¡Te lo ruego, no te contengas, pero antes quiero la recompensa que me deben Orfeo y la vieja! —y dicho esto acechó por la biblioteca de Elinor, intentando hallar allí algo capaz de resarcirle.

—Tu salario, claro, ya entiendo —dijo Elinor deprisa conduciéndolo hacia la puerta—. Aún guardo algo de dinero escondido en mi dormitorio. Darius, ya sabes dónde está. Entrégale todo lo que queda. Lo principal es que se largue.

Darius la miraba con escaso entusiasmo, pero Azúcar esbozó una sonrisa tan amplia que enseñó todos sus dientes cariados.

—¡Así se habla! ¡Por fin dices algo razonable! —gruñó, y siguió con paso firme a Darius que, resignado a su destino, lo condujo hasta la alcoba de Elinor.

Pero ésta se quedó en su biblioteca.

Qué silencio reinaba de repente allí dentro. Orfeo, efectivamente, había devuelto a todos los personajes que había sacado leyendo de sus libros. Sólo su perro seguía allí, olfateando con el rabo entre las piernas el lugar en el que momentos antes se encontraba su amo.

—¡Tan vacío! —murmuró Elinor—. Tan vacío —y se sintió desamparada y sola.

Casi más todavía que el día que la Urraca se había llevado con ella a Resa y Mortimer. El libro en el que todos ellos habían desaparecido se había esfumado. ¿Qué le sucedía a un libro que desaparecía dentro de su propia historia?

«¡Bah, olvida el libro, Elinor!», se dijo mientras una lágrima rodaba por su mejilla. «¿Cómo piensas volver a encontrarlos algún día?»

Las palabras de Orfeo se difuminaron ante sus ojos al clavarlos en el papel. Sí, esas palabras tenían que haberlo trasladado al otro lado, ¿dónde si no? Abrió con cuidado la vitrina de cristal sobre la que reposaba la hoja antes de la desaparición de Orfeo, sacó el libro que contenía una edición de los cuentos de Andersen con maravillosas ilustraciones, ¡y dedicatoria del autor!, y colocó la hoja en su lugar.

UN NUEVO POETA

Alegría de escribir,

Posibilidad de pervivir,

Venganza de la mano mortal.

Wislawa Szymborska
,
Alegría de escribir

Al principio Orfeo apenas era visible en las sombras que inundaban las galerías. Con paso vacilante se adentró en la luz de la lámpara de aceite cuyo resplandor había permitido a Meggie leer. A ella le pareció que él deslizaba algo debajo de su chaqueta, pero no acertó a distinguir qué. A lo mejor un libro.

—¡Orfeo! —Farid saltó hacia él, con la mochila de Dedo Polvoriento todavía en el brazo.

De modo que era él. Orfeo. Meggie se lo había imaginado distinto, muy distinto, mucho más… imponente. El hombre que tenía ante sí era demasiado robusto, muy joven, con un traje mal sentado. Aturdido, como si se hubiera tragado la lengua, observaba a Meggie, la galería por la que había venido, y por último a Farid, que parecía haber olvidado por completo que el hombre al que saludaba con sonrisa tan radiante, le había robado en su último encuentro y lo había delatado a Basta. En un primer momento Orfeo no reconoció a Farid, pero cuando finalmente lo hizo, recuperó el habla.

—¿El chico de Dedo Polvoriento? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —inquirió.

Meggie se vio obligada a admitirlo: su voz era impresionante, mucho más impresionante que su cara.

—Bueno, da igual, esto debe ser el Mundo de Tinta. ¡Sabía que podía hacerlo! ¡Lo sabía! —una sonrisa de suficiencia iluminó su rostro. Gwin se levantó de un salto, rugiendo, cuando estuvo a punto de pisarle el rabo, pero Orfeo ni siquiera se fijó en la marta—. ¡Fantástico! —murmuró acariciando las paredes de la galería con la palma de la mano—. Éste seguramente es uno de los corredores que conducen a las tumbas de los príncipes bajo el castillo de Umbra.

—No, no lo es —precisó Meggie con tono gélido.

Orfeo, el ayudante de Mortola, el traidor de lengua mágica. Qué vacía parecía su cara redonda. «No es de extrañar», pensó llena de aborrecimiento, mientras se levantaba del lecho de Dedo Polvoriento. Carecía de conciencia, de compasión, de corazón. ¿Por qué lo había traído? Como si allí no hubiera ya bastantes de su ralea. «Por Farid», respondió su corazón, «por Farid…».

—¿Cómo están Elinor y Darius? ¡Como les hayas hecho algo…! —Meggie no terminó la frase. Sí, ¿qué haría entonces?

Orfeo se volvió, sorprendido, como si hasta entonces no hubiera reparado en ella.

—¿Elinor y Darius? ¿Ah, eres por casualidad esa chica que por lo visto se traslado a sí misma hasta aquí con la lectura? —la escudriñó con la mirada. Era obvio que acababa de recordar lo que les había hecho a sus padres.

—Mi padre estuvo a punto de morir por tu culpa —Meggie se enfureció al comprobar que le temblaba la voz.

Orfeo se ruborizó como una jovencita, Meggie no supo decir si de enfado o de timidez, pero fuera lo que fuese… se contuvo.

—¿Qué culpa tengo yo de que Mortola tuviera una cuenta pendiente con él? —replicó Orfeo—. Según deduzco de tus palabras, él vive todavía, de modo que no hay ningún motivo para enfadarse, ¿no te parece? —con un encogimiento de hombros, le dio la espalda a Meggie—. ¡Extraño! —murmuró observando los cantos rodados del final de la galería, las estrechas escaleras, las vigas—. Explicádmelo, por favor. ¿Adónde he venido a parar? Esto parece una mina, pero yo no he leído nada sobre una mina…

—Da igual lo que hayas leído. ¡Yo te he traído hasta aquí!

El tono de voz de Meggie denotaba tal dureza, que Farid le lanzó una mirada de preocupación.

—¿Tú? —Orfeo se volvió y la observó con tal condescendencia, que Meggie enrojeció de rabia—. Obviamente, ignoras quién soy. Pero ¿por qué demonios hablo con vosotros? Estoy harto de contemplar esta inmunda galería. ¿Dónde están las hadas, la Hueste de Hierro, los titiriteros…? —y apartando a Meggie de un grosero empujón se apresuró hacia la escalera que conducía hasta el exterior, pero Farid se interpuso en su camino de un salto.

—¡Te quedarás donde estás, Cabeza de Queso! —le increpó—. ¿Quieres saber por qué estás aquí? Por Dedo Polvoriento.

—¿Ah, sí? —Orfeo soltó una risita burlona—. ¿Aún no lo has encontrado? Bueno, quizá no quiera que lo encuentren, y menos un muchacho tan testarudo como tú.

—Ha muerto —le interrumpió Farid con tono desabrido—. Dedo Polvoriento ha muerto, y Meggie ha leído para traerte hasta aquí con el único propósito de que tú escribas algo para devolverlo a su mundo.

—¡Ella no me ha traído leyendo hasta aquí! ¿Cuántas veces tendré que explicarlo? —Orfeo intentó dirigirse de nuevo hacia la escalera, pero Farid se limitó a cogerlo de la mano en silencio, y se lo llevó con él. Al lugar donde reposaba Dedo Polvoriento.

Roxana había colgado su tabardo delante de la galería en la que él yacía. Ella y Resa habían colocado velas encendidas a su alrededor, fuego danzante en vez de las flores que flanqueaban a otros muertos.

—¡Qué horror! —exclamó Orfeo—. ¡Muerto! ¡Muerto de verdad! ¡Pero esto es terrible!

Meggie, asombrada, vio que las lágrimas afloraban a sus ojos. Con los dedos temblorosos se quitó de la nariz las gafas empañadas y las limpió con una punta de la chaqueta. Después se acercó, vacilante, a Dedo Polvoriento, y agachándose, rozó su mano.

—¡Fría! —susurró, retrocediendo. Miró a Farid con los ojos velados por las lágrimas—. ¿Fue Basta? ¡Contesta! No, aguarda, ¿cómo era? ¿Basta estaba presente?
Una banda de hombres de Capricornio,
sí, así decía, ellos querían matar a la marta y él intentaba salvarla. ¡Se me secaron los ojos de tanto llorar cuando leí ese capítulo y arrojé el libro contra la pared! Y ahora vengo aquí, vengo aquí por fin, y… —jadeó—. ¡Sólo lo traje de regreso porque pensé que aquí estaría seguro! Oh, Dios. Dios, Dios, Dios. ¡Muerto! —a Orfeo se le escapó un sollozo… y enmudeció mientras se inclinaba sobre el cuerpo de Dedo Polvoriento—. ¡Un momento!
Apuñalado.
El libro dice
apuñalado.
¿Dónde está la herida?
Apuñalado a causa de la marta,
sí, eso decía —se giró bruscamente y miró a Gwin, que, sentada encima del hombro de Farid, le bufó—. Él no se trajo a la marta, la abandonó, igual que a ti. ¿Cómo es posible entonces que…?

Farid calló. A Meggie le apenaba, pero cuando alargó la mano hacia él, Farid retrocedió.

—¿Qué hace la marta aquí? Vamos, responde. ¿Te has tragado la lengua? —la hermosa voz de Orfeo adquirió un tono metálico.

—No ha muerto a causa de Gwin —musitó Farid.

—¿Ah, no? Y entonces ¿por qué?

Esta vez Farid no retiró la mano cuando Meggie se la cogió. Pero antes de responder a Orfeo, otra voz resonó a sus espaldas.

—¿Quién es éste? ¿Qué busca aquí un extraño?

Orfeo se volvió sobresaltado, como pillado en falta. Se presentó Roxana acompañada por Resa.

—¡Roxana! —susurró Orfeo—. ¡La bella juglaresa! —se enderezó las gafas con timidez y le hizo una reverencia—. ¿Puedo presentarme? Mi nombre es Orfeo. Yo era un… un amigo de Dedo Polvoriento. Sí, creo que cabría decirlo así.

—¡Meggie! —exclamó Resa con voz entrecortada—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Meggie, sin querer, ocultó detrás de la espalda la libreta de notas con las palabras de Fenoglio.

—¿Cómo está Elinor? —preguntó Resa a Orfeo, enfurecida—. ¿Y Darius? ¿Qué has hecho con ellos?

—Nada en absoluto —contestó Orfeo, que, confundido, no se había dado cuenta de que la mujer que sólo hablaba con los dedos había recuperado la voz—. Al contrario. Me he esforzado al máximo por inculcarles una relación algo más distendida con los libros. Ellos los mantienen ensartados como escarabajos, cada uno en su sitio, de vuelta a la celda. Los libros, sin embargo, desean sentir el aire entre sus páginas y los dedos de un lector que les acaricie con ternura el…

Roxana quitó el tabardo de Dedo Polvoriento de la viga sobre la que lo había colgado.

—Tú no pareces un amigo de Dedo Polvoriento —interrumpió a Orfeo—. Pero si quieres despedirte de él, hazlo ahora, porque voy a llevármelo.

—¿Llevártelo? Pero ¿qué dices? —Farid se interpuso en su camino—. ¡Orfeo está aquí para que vuelva!

—¡Apártate de mi vista! —le gritó Roxana, encolerizada—. Desde la primera vez que te vi en mi granja, supe que traes la desgracia.

debías estar muerto, y no él. Así es, y así será.

BOOK: Sangre de tinta
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