—¿Y usted se llama a sí mismo «periodista»?—gritó—. ¡Pero si no sería capaz de informar ni del tiempo que hace! Para que lo sepa, Pendergast me salvó la vida. Pendergast me ha ayudado a ir a la universidad. Y no se le ocurra pensar que hay algo entre él y yo, porque es el hombre más decente del mundo, ¡tonto del culo!
—Perdone, señorita... —Un camarero agitaba las manos como si intentara hacerla desaparecer por arte de magia.
—Ni señorita ni pollas. Ya me voy. —Se volvió y contempló a la horrorizada clientela—. ¿Qué pasa, no les gustan las palabrotas?
Salió airadamente del local y, una vez en la Séptima Avenida, rodeada por la gente que había salido para almorzar, consiguió recobrar el aliento y la compostura.
Aquello era grave. Al parecer, Pendergast estaba metido en un problema, quizá en uno muy gordo. No obstante, Corrie sabía que él siempre había salido airoso de los problemas. Además, ella le había hecho una promesa, le había prometido que no se entrometería, y estaba decidida a cumplirla.
Constance estaba sentada en el asiento trasero de un coche que circulaba a toda prisa por Madison Avenue. La había sorprendido la conversación en alemán entre el doctor Poole y el conductor del coche, pero el doctor Poole no le había dado ninguna explicación acerca de los planes que Pendergast y él habían tramado para aquel encuentro. Se moría de ganas de ver a Pendergast y de estar de nuevo en la mansión de Riverside Drive.
Judson Esterhazy, también conocido como doctor Poole, estaba sentado junto a ella, y tanto su porte aristocrático como sus marcadas facciones parecían resaltar bajo el sol de mediodía. La huida había ido sobre ruedas, tal como él la había planeado. Constance lo sentía por el doctor Felder, naturalmente, y comprendía que aquello sería un borrón en su carrera, pero la seguridad de Pendergast estaba por encima de cualquier otra consideración.
Miró a Esterhazy. A pesar del parentesco familiar, había algo en él que no le gustaba. Su lenguaje corporal, su arrogante mirada de triunfo. Si era sincera, debía reconocer que no le había gustado desde el principio..., había algo en sus maneras, en su forma de hablar, que despertaba en ella el instinto de la sospecha.
Nada de eso tenía importancia. Estaba decidida a ayudar a Pendergast de cualquier forma que estuviera a su alcance.
El coche aminoró. A través de los cristales ahumados Constance vio que giraban hacia el este por la calle Noventa y dos.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Vamos a hacer una parada temporal para completar los preparativos de su... destino final.
A Constance aquella frase no le gustó nada.
—¿Mi destino final?
—Sí. —La arrogante sonrisa de Esterhazy fue a más—. En venganza, ahí es donde todo acabará.
—¿Cómo ha dicho?
—Me gusta cómo suena —repuso Esterhazy—. Sí, «en venganza, ahí es donde todo acabará».
Constance se puso en guardia.
—¿Y Pendergast?
—Olvídese de Pendergast.
La brusquedad de Esterhazy, la forma en que casi escupió el nombre del agente del FBI, disparó todas las alarmas de Constance.
—¿De qué está hablando?
Esterhazy soltó una desagradable carcajada.
—¿Aún no lo ha entendido? Usted no ha sido rescatada, ¡ha sido secuestrada!
Se volvió hacia ella en un único y ágil movimiento y, antes de que pudiera reaccionar, Constance notó que le tapaba la boca con una mano y percibió el dulce hedor del cloroformo.
Recuperó la conciencia poco a poco, como si saliera de una espesa niebla, y esperó pacientemente mientras recobraba todos sus sentidos. Estaba atada a una silla, con los ojos tapados y amordazada. También le habían atado los pies. Entonces empezó a tomar conciencia de lo que la rodeaba, el olor a moho del cuarto, los apagados sonidos de la casa. Se encontraba en una habitación pequeña, sin otro mobiliario que una estantería vacía, un polvoriento escritorio, un somier y la silla en la que estaba sentada. Más abajo, alguien se movía —sin duda, Esterhazy—, y oía el ruido del tráfico del exterior.
Lo primero que sintió fue una oleada de autorreproche. Se había dejado engañar de forma imperdonable, como una tonta, y había cooperado en su propio secuestro.
Intentando mantener su respiración bajo control, hizo un repaso a la situación. La habían atado, no con una cuerda sino con cinta adhesiva, a una silla. Pero cuando movió las manos se dio cuenta de que la cinta no parecía ni muy apretada ni muy firme. Había sido un trabajo apresurado y temporal. El propio Esterhazy se lo había dicho: «Vamos a hacer una parada temporal para completar los preparativos de su destino final».
«Su destino final.»
Empezó a mover los brazos y las muñecas, tirando de la cinta y retorciéndose. Esta empezó a aflojarse gradualmente. Seguía oyendo a Esterhazy abajo. Podía subir a buscarla en cualquier momento.
Con un último tirón, logró romper la cinta. Luego se quitó la venda de los ojos, la mordaza y se desató los tobillos. Se levantó y, procurando hacer el menor ruido posible, se acercó a la puerta e intentó abrirla. Estaba cerrada y bien cerrada, naturalmente.
Se acercó a la única ventana de la habitación, que daba a un jardín abandonado. Estaba cerrada y tenía barrotes. Miró por el sucio cristal. Era el típico patio trasero del East Side, con los jardines separados por muros de ladrillo. El de la casa donde la tenían retenida estaba vacío y lleno de malas hierbas; pero en el jardín de al lado vio a una mujer pelirroja, con un suéter amarillo, leyendo un libro.
Constance trató de hacerle señas, luego golpeó con cuidado el cristal, pero la mujer estaba absorta en la lectura.
Buscó rápidamente por la habitación, abrió los cajones de la mesa y de la cómoda, hasta que encontró un lápiz en el fondo de uno de ellos. Vio un libro viejo en la estantería, arrancó la primera hoja y escribió rápidamente un mensaje; acto seguido, la dobló y escribió otro mensaje en el reverso.
Por favor, lleven este mensaje inmediatamente
al doctor Felder, en el hospital Mount Mercy,
en Little Governor's Island.
¡ES CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE!
Lo pensó un momento y añadió:
Felder le recompensará económicamente.
Se acercó de nuevo a la ventana. La mujer seguía leyendo. Dio un golpecito en el cristal, pero la pelirroja no lo oyó. Entonces, llevada por la desesperación, Constance cogió el libro y golpeó el cristal con el lomo. El vidrio se hizo añicos, y la mujer del jardín levantó la vista.
Constance oyó al instante que Esterhazy subía a grandes zancadas la escalera.
Metió la nota doblada dentro del libro, para que no saliera volando, y arrojó este al jardín vecino.
—¡Coja la nota! —gritó—. ¡Cójala y váyase!
La mujer la miró con expresión de sorpresa cuando el libro aterrizó a sus pies. Lo último que Constance vio fue a la pelirroja agachándose —caminaba con la ayuda de un bastón— y recogiéndolo.
Se apartó de la ventana un instante antes de que Esterhazy entrara en tromba en la habitación, soltando una maldición, y corriera hacia ella. Constance levantó una mano para arañarle los ojos y, aunque él intentó apartársela, consiguió dejarle dos profundas marcas en la mejilla. Esterhazy gritó de dolor, pero reaccionó y la tiró al suelo. Se echó encima de ella y forcejearon hasta que consiguió sujetarle los brazos y aplicarle otro trapo impregnado con cloroformo. Constance sintió que perdía la conciencia y que la negrura la envolvía de nuevo.
Camelen, Maine
El solar donde antes se hallaba la antigua residencia se había convertido en una vulgar urbanización del extrarradio: una triste hilera de casas pareadas, vacías, donde flameaban banderas que anunciaban descuentos y promociones.
Pendergast entró en la desierta oficina de ventas e hizo sonar la campanilla del mostrador. Enseguida, una mujer joven de mirada entre sorprendida y soñolienta salió de una habitación trasera y le dio la bienvenida con una sonrisa profesional.
Pendergast se quitó el pesado abrigo y se alisó el traje hasta dejarlo perfecto.
—Buenos días —saludó.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó la mujer.
—Sí, puede. Estoy buscando una casa por la zona.
Aquello debía de ser toda una novedad para la vendedora. Sus cejas se alzaron.
—¿Está interesado en nuestras casas pareadas?
—Sí. —Pendergast dejó el pesado abrigo en una silla y tomó asiento—. Soy del Sur, pero estoy buscando un clima más fresco para mi pronta jubilación. Ya sabe, tanto calor...
—No sé cómo la gente puede aguantarlo —repuso la mujer.
—Desde luego, desde luego. Bueno, dígame qué tiene disponible.
La mujer cogió una abultada carpeta, extrajo varios folletos, que desplegó sobre la mesa y le lanzó su discurso de vendedora.
—Tenemos unidades de uno, dos y tres dormitorios, todas con baños de mármol y electrodomésticos de primera: neveras y lavavajillas Bosch, calderas Wolf...
Mientras parloteaba, Pendergast la animaba a seguir asintiendo levemente y murmurando aprobaciones. Cuando la mujer terminó, él le regaló una radiante sonrisa.
—Estupendo —dijo—. ¿Solo doscientos mil por la casa con dos dormitorios? ¿Y con vistas al mar?
Eso provocó otra larga parrafada, y Pendergast la dejó hablar a sus anchas hasta que hubo acabado. Entonces se apoyó en el respaldo de la silla y entrelazó las manos.
—En cierto modo, instalarme aquí me parece de lo más adecuado —dijo—. Al fin y al cabo, mi madre vivió aquí hace unos años.
Al oír eso, la mujer pareció confusa.
—Esa es una gran noticia, pero... nuestra empresa ha abierto hace poco...
—Por supuesto. Me refería a la residencia que había en este solar antes de que llegaran ustedes. Bay Manor.
—Ah, sí—dijo ella—. Bay Manor.
—¿Lo recuerda?
—Desde luego. Crecí aquí. Cerró cuando..., debió de ser hace siete u ocho años.
—Había una enfermera muy simpática que solía cuidar de mi madre. —Pendergast se mordió el labio—. No conocerá a nadie de los que trabajaban en Bay Manor, ¿verdad?
—No, lo siento.
—Qué lástima. Era una mujer encantadora. Confiaba en hacerle una visita mientras estuviera en la ciudad. —Lanzó una penetrante mirada a la vendedora—. Estoy seguro de que si viera su nombre lo reconocería. ¿Cree que podría ayudarme?
La mujer prácticamente saltó sobre la oportunidad.
—Por lo menos puedo intentarlo. Déjeme hacer un par de llamadas.
—Es usted muy amable. Mientras tanto echaré un vistazo a estos folletos. —Pendergast hojeó uno de los folletos, leía y asentía mientras la mujer descolgaba el teléfono.
Oyó que llamaba a su madre, a una vieja profesora y, por último, a un amigo de su madre.
—Bueno —dijo la vendedora al tiempo que colgaba el teléfono con expresión satisfecha—, he conseguido cierta información. Bay Manor fue derruido hace años, pero me han dado el nombre de tres personas que trabajaron allí. —Con una sonrisa triunfal, puso ante Pendergast un papel con varios nombres.
—¿Siguen viviendo por aquí?
—Solo la primera, Maybelle Payson. Las otras dos murieron.
—Maybelle Payson... Sí, ¡creo que es la mujer que cuidaba a mi madre! —dijo Pendergast con una sonrisa mientras se guardaba el papel.
—Ahora, si le parece, puedo enseñarle la casa que le ha gustado y...
—¡Magnífico! Cuando vuelva con mi mujer estaremos encantados de que nos la enseñe de arriba abajo. Ha sido usted muy amable.
Recogió los folletos, los metió en su chaqueta, se puso el abrigo y salió al tremendo frío.
Maybelle Payson vivía en una vieja casa de madera, apartada de la orilla, en el barrio obrero de la ciudad. Sus habitantes se dedicaban principalmente a la pesca de la langosta, y tenían sus barcas aparcadas en los jardines, inmovilizadas y cubiertas con lonas; algunas de ellas eran mayores incluso que las caravanas donde vivían sus propietarios.
Pendergast se acercó por el camino, subió al viejo porche, llamó al timbre y aguardó. Tras el segundo timbrazo, oyó que alguien se movía por la casa hasta que por fin una cara arrugada y seria, rodeada por un halo de cabello azul, apareció tras la puerta de cristal. La mujer lo miró con los ojos muy abiertos, unos ojos casi de niño.
—¿La señora Payson? —preguntó Pendergast.
—¿Quién?
—¿La señora Payson? ¿Puedo pasar?
—No le oigo.
—Me llamo Pendergast. Me gustaría hablar con usted.
—¿Sobre qué? —Los acuosos ojos lo miraron con suspicacia.
—Sobre Bay Manor —gritó Pendergast—. Un familiar mío estuvo internado allí y me habló muy bien de usted, señora Payson.
Oyó como se descorrían varios cerrojos, y la puerta se abrió. Siguió a la menuda anciana hasta un diminuto salón. La casa estaba muy desordenada y olía a gato. La mujer apartó a un felino que dormitaba en el sofá y se sentó.
—Por favor, siéntese —dijo.
Pendergast tomó asiento en un sillón que estaba casi totalmente cubierto de pelos blancos de gato. Su traje negro pareció atraerlos como un imán.
—¿Le apetece un té?
—Oh, no, gracias —se apresuró a contestar Pendergast mientras sacaba una libreta de notas—. Verá, estoy recopilando información sobre la historia de mi familia y deseaba hablar con usted acerca de una pariente que estuvo en Bay Manor hace unos cuantos años.
—¿Cómo se llamaba?
—Emma Grolier.
Se hizo un largo silencio.
—¿La recuerda?
Otra larga pausa. El hervidor de agua empezó a silbar en la cocina, pero la anciana no parecía oírlo.
—Permítame —dijo Pendergast al tiempo que se levantaba para apagar el fuego—. ¿Qué clase de té le apetece, señora Payson?
—Earl Grey. Sin leche.
Pendergast abrió una lata que había en la encimera, sacó una bolsita de té, la puso en una taza y vertió agua hirviendo. Acto seguido se la llevó a la anciana con una sonrisa y luego la dejó en una mesita que había cerca de ella.
—Qué amable... —dijo la mujer; ahora lo miraba con una expresión mucho más amistosa—. Tendrá que venir más a menudo.
Pendergast volvió a sentarse en el sillón con pelo de gato y cruzó una pierna sobre la otra.
—Emma Grolier —dijo la antigua enfermera—. Sí, la recuerdo bien. —Sus acuosos ojos lo miraron con renovada desconfianza—, pero dudo que le hablara bien de mí ni de nadie. ¿Qué quiere saber de ella?