—Estoy reuniendo información sobre la familia por razones personales y estoy interesado en saber todo acerca de ella. ¿Cómo era?
—Ya entiendo. En fin, lamento decirle que era una persona difícil. Una mujer antipática y malhumorada. Una cascarrabias. Lamento ser tan directa. No era una de mis pacientes favoritas. Siempre estaba quejándose, gritando, tirando la comida. Era incluso violenta. Sufría una grave discapacidad cognitiva.
—¿Dice que era violenta?
—Y fuerte. Pegaba a la gente, rompía cosas con furia. Una vez me mordió. En algunas ocasiones tuvimos que atarla.
—¿Recibía visitas de familiares?
—Nadie iba a verla, aunque supongo que tenía familia, porque disfrutaba de los mejores cuidados: un médico especial, salidas pagadas, ropa bonita, regalos en Navidad..., ese tipo de cosas.
—¿Un médico especial?
—Sí.
—¿Recuerda cómo se llamaba?
Un largo silencio.
—Me temo que he olvidado por completo su nombre. Extranjero. Aparecía por Bay Manor un par de veces al año, un tipo alto que se daba aires de importancia, como si fuera el mismísimo Sigmund Freud. ¡Era muy exigente! Nada le parecía nunca bien. Cada vez que llegaba, había follón. Fue un alivio cuando el otro médico vino a buscar a Emma y se la llevó.
—¿Cuándo fue eso?
Otra pausa.
—No me acuerdo. Hubo tantas idas y venidas... Fue hace mucho. Sin embargo recuerdo el día. Se presentó sin avisar, firmó la autorización para llevarse a Emma y eso fue todo. No se llevó ninguna de sus pertenencias personales. Fue muy raro. No volvimos a ver a Emma. Por aquella época el Bay Manor tenía problemas económicos y cerró pocos años después.
—¿Qué aspecto tenía ese médico que se la llevó?
—No sabría decirle con precisión. Alto, atractivo, bien vestido. Al menos así lo recuerdo.
—¿Sabe si por aquí hay alguien más que trabajara en Bay Manor y con quien pudiera hablar?
—No que yo sepa. No se quedaron. Por los inviernos, ya sabe.
—¿Dónde guardan los archivos médicos?
—¿Los de Bay Manor? —La vieja enfermera frunció el entrecejo—. Lo normal es que esas cosas las envíen a Augusta.
Pendergast se levantó.
—Ha dicho antes que tenía una discapacidad. ¿Cuál, exactamente?
—Retraso mental.
—¿Demencia senil?
La anciana lo miró sorprendida.
—¡Claro que no! Emma Grolier era una chica joven. No creo que tuviera más de veintisiete o veintiocho años. —Lo miró con desconfianza—. ¿No ha dicho que era pariente de Emma?
Pendergast permaneció un instante en silencio. Aquella información era sorprendente, aun si su trascendencia todavía no estaba clara. Disimuló su reacción con una sonrisa y se inclinó.
—Le agradezco su tiempo.
Mientras salía al gélido exterior, disgustado por el hecho de que una octogenaria medio sorda lo hubiera ahuyentado, se consoló pensando que en los archivos médicos de Augusta encontraría los detalles que le faltaban.
Augusta, Maine
Aloysius Pendergast estaba sentado en el sótano del edificio Maine State Archives rodeado de expedientes de la desaparecida residencia de Bay Manor. Con el ceño fruncido, miraba la pared de hormigón encalada de blanco mientras con una uña muy cuidada tamborileaba en la mesa con evidente irritación.
Una diligente búsqueda en los archivos de Emma Grolier solo había dado como resultado una tarjeta donde se indicaba que su expediente completo había sido transferido por orden médica a un tal doctor Judson Esterhazy, en concreto a su clínica de Savannah, Georgia. La fecha del traspaso era seis meses después de la presunta muerte de Helen en África. En la tarjeta aparecía la firma de Esterhazy, y era auténtica.
¿Qué había hecho Esterhazy con aquellos papeles? No se hallaban en la caja fuerte de su casa de Savannah. Pendergast estaba casi seguro de que los había destruido; eso suponiendo que la teoría que seguía tomando forma en su mente era correcta. Cabía la posibilidad de que las facturas de Bay Manor fueran un descuido.
«Emma Grolier. Y si...»
Se levantó despacio, pensativo, y apartó la silla lentamente.
Mientras subía por la escalera del sótano y salía al frío atardecer, su móvil sonó. Era D'Agosta.
—Constance ha escapado —dijo este sin preámbulos.
Pendergast se quedó de piedra. Por un momento fue incapaz de articular palabra. Luego, abrió la puerta de su coche de alquiler y se metió dentro.
—Imposible. No tenía motivos para escapar.
—Aun así, se ha escapado. Y déjame que te diga que espero que tengas un paraguas a mano porque va a llover mierda.
—¿Cuándo ha sido? ¿Cómo?
—A la hora de la comida. Es raro. Había salido de excursión.
—¿Fuera del hospital?
—Al zoológico de Central Park. Según parece, uno de los médicos que la acompañaba la ayudó a escapar.
—¿El doctor Ostrom? ¿El doctor Felder? Imposible.
—No, ellos no. Tengo entendido que se llama Poole. Ernest Poole.
—¿Quién demonios es ese Poole? —Pendergast puso el motor en marcha—. ¿Y qué narices hacía una asesina de niños confesa fuera de los muros de Mount Mercy?
—Esa es la pregunta del millón. Puedes estar seguro de que la prensa se pondrá las botas si llega a enterarse, y probablemente se enterará.
—Mantén a la prensa alejada cueste lo que cueste.
—Estoy haciendo todo lo que puedo; pero, como es natural, los de Homicidios están por todas partes.
—Pues diles que lo dejen. No puedo tener un montón de detectives husmeando esto.
—Ni hablar. Es obligatorio que haya una investigación. Lo siento, amigo.
Pendergast permaneció callado e inmóvil durante varios segundos, pensando.
—¿Has comprobado el historial de ese doctor Poole?
—Todavía no.
—Si los de Homicidios tienen que meter las narices, diles que se ocupen de eso. Descubrirán que es un impostor.
—¿Sabes de quién se trata?
—Por el momento prefiero no aventurar nada. —Hizo otra pausa—. Fui un imbécil al no prever algo así. Creí que Constance estaría a salvo en Mount Mercy. Ha sido un terrible descuido, uno más.
—Bueno, es probable que no esté en peligro. Tal vez se encaprichó de ese doctor y se escapó en plan aventura amorosa...
D'Agosta dejó la frase sin acabar, incómodo.
—Vincent, ya te he dicho que Constance no se ha escapado. La han secuestrado.
—¿Secuestrado?
—Sí. Y lo ha hecho ese falso Poole. Mantén a la prensa lejos y no permitas que los de Homicidios compliquen las cosas.
—Haré lo que pueda.
—Gracias.
Pendergast aceleró en la helada calle, y el coche de alquiler patinó y salpicó nieve, y se dirigió hacia el aeropuerto y la ciudad de Nueva York.
Nueva York
Ned Betterton se hallaba de pie, ante la entrada del Boat Basin de la calle Setenta y nueve, contemplando la cantidad de yates, veleros y embarcaciones de recreo que se mecían suavemente en las tranquilas aguas del Hudson. Llevaba la única americana que tenía —un blazer azul marino— y un pañuelo de cuello muy vistoso que acababa de comprar junto con la gorra de capitán. Faltaba poco para las seis de la tarde, y el sol se hundía rápidamente tras el horizonte de New Jersey.
Con las manos en los bolsillos, observó el barco, anclado lejos de los pantalanes, adonde había visto que llevaban en lancha a su hombre el día anterior. Era un yate bastante grande, de un blanco reluciente, con tres cubiertas recorridas por ventanas ahumadas y de más de cuarenta metros de eslora. No se veía actividad a bordo.
Las vacaciones de Betterton se habían acabado, y las llamadas de Kranston desde el
Bee
habían adquirido un tono amenazador. Estaba furioso por haber tenido que cubrir personalmente la última reunión de la parroquia. ¡Pues que le dieran! Aquel yate era una pista interesante y podía constituir su boleto para alcanzar el éxito.
«¿Y usted se llama a sí mismo "periodista"? ¡Pero si no sería capaz de informar ni del tiempo que hace!» Se ruborizó al recordar el rapapolvo que le labia echado Corinne Swanson. Esa era la otra razón por la que había ido al Boat Basin. Sabía que, de un modo u otro, Pendergast estaba involucrado, y no como agente del FBI.
De hecho, lo que le había dado la idea era el blazer azul. Sabía que entre los propietarios de barcos anclados unos cerca de los otros era costumbre hacer visitas de cortesía e invitar a una copa. Así pues se había vestido de capitán de yate y de esa guisa subiría a bordo para ver lo que hubiera que ver. Pero esos tipos eran mala gente, traficantes de drogas..., de modo que tendría que ir con pies de plomo.
Enseguida descubrió que acceder al Boat Basin no era tan sencillo. Todo el lugar estaba vallado, y en la verja de entrada había una garita con un guardia. Un gran cartel decía: visitantes solo con invitación. El lugar, aislado y exclusivo, apestaba a dinero.
Examinó la valla que recorría la orilla: empezaba junto al agua y desaparecía entre unos matorrales. Se aseguró de que nadie lo observaba y la siguió hasta el final. Hurgó entre la maleza y encontró lo que buscaba: una abertura cerca del suelo.
Se coló a través de ella, se levantó, se sacudió la ropa, volvió a ponerse la gorra de capitán, se alisó la chaqueta y echó a andar por la orilla, junto a la maleza. Cincuenta metros más allá, vio los primeros amarres y una caseta. Volvió a alisarse rápidamente la indumentaria, bajó a la pasarela del pantalán y empezó a caminar con toda tranquilidad, como si fuera un capitán más que había salido a dar una vuelta. Un empleado del puerto deportivo estaba trabajando cerca del embarcadero, donde había amarradas media docena de barcas auxiliares.
—Buenas tardes —saludó Betterton.
El operario levantó la vista, le devolvió el saludo y siguió trabajando.
—Me preguntaba —dijo Betterton— si estaría usted dispuesto a llevarme hasta ese barco.
Sacó un billete de veinte e hizo un gesto con la cabeza para señalar el gran yate blanco anclado a unos cuatrocientos metros del muelle.
El hombre se levantó. Miró el billete y después a Betterton.
—¿Al
Vergeltung?
—Eso es. Y que me esperara allí para traerme de vuelta. Solo estaré a bordo cinco minutos, diez como mucho.
—¿Y para qué quiere ir?
—Una visita de cortesía. De capitán a capitán. He estado contemplando ese barco y considerando la posibilidad de cambiar el mío por algo así. Estoy amarrado por ahí. —Hizo un gesto impreciso.
—Bueno...
Betterton vio movimiento en el interior de la caseta, y un hombre salió de la oscuridad; tenía unos treinta y cinco años, cabello castaño descolorido por el sol y rostro atezado a pesar de ser el mes de noviembre.
—Yo lo llevaré, Brad —dijo el recién llegado mirando fijamente a Betterton.
—De acuerdo, Vic. Todo tuyo.
—¿Y me esperará mientras yo esté a bordo? —preguntó Betterton.
El hombre asintió, luego señaló una de las barcas auxiliares.
—Suba.
El doctor Felder caminaba arriba y abajo ante las ventanas de cristal emplomado del despacho del doctor Ostrom en el hospital Mount Mercy. Se detuvo y suspiró hondo mientras contemplaba las pardas marismas en la distancia y la bandada de patos que volaba en «V» hacia el sur.
Menuda tarde había sido..., menuda tarde tan horrible. La policía de Nueva York había aparecido para hacer todo tipo de preguntas, escudriñar el lugar de arriba abajo, incordiar a los internos y registrar a fondo la habitación de Constance. Un detective se había quedado en el hospital para seguir con la investigación, y en esos momentos estaba fuera del despacho conversando con el doctor Ostrom en voz baja. El director de Mount Mercy vio que Felder lo miraba, frunció el entrecejo en señal de desaprobación y se volvió hacia el detective.
Hasta el momento habían conseguido que la historia no llegara a la prensa, pero eso no iba a ayudarle demasiado y probablemente tampoco duraría mucho. Ya había recibido una llamada del alcalde, que había dicho en términos muy claros que, si Constance no era devuelta al hospital sana y salva y sin escándalo, Felder ya podía empezar a desempolvar su currículo. Por lo visto el doctor Poole había intervenido en la fuga —quizá incluso la había planeado—, y eso no ayudaba en modo alguno a Felder. El nombre que aparecía como firmante del permiso de salida seguía siendo el suyo.
¿Qué podía querer de Constance aquel falso doctor Poole? ¿Por qué había corrido tantos riesgos para sacarla de Mount Mercy? ¿Habría obrado en beneficio de alguna relación desconocida? ¿Estaría Pendergast implicado?
Al pensar en el agente del FBI, Felder se estremeció.
Oyó alboroto al final del pasillo, cerca de la garita del vigilante de la entrada. Un ordenanza con bata blanca se acercó al doctor Ostrom y al detective. Felder dejó de caminar y los observó conversar brevemente.
El director de Mount Mercy se volvió hacia él.
—Una mujer desea verlo.
Felder arrugó las cejas.
—¿Una mujer?
¿Quién podía saber que en ese momento estaba allí aparte del doctor Ostrom y del personal del centro? No obstante, siguió al ordenanza por el pasillo hasta la garita.
En efecto, una mujer esperaba en la entrada: cincuenta y tantos, baja, delgada como un palo, abundante cabello pelirrojo y labios pintados de un brillante rojo. Llevaba al hombro un bolso falso de Burberry. Caminaba con un bastón.
—Soy el doctor Felder. ¿Deseaba verme?
—No —respondió la mujer con voz alta y plañidera.
—Ah. ¿No? —repitió Felder, sorprendido.
—No lo conozco a usted de nada. Localizarlo no ha sido precisamente mi idea de una tarde agradable. No tengo coche, y no se imagina lo difícil que es llegar hasta aquí sin coche. Incluso enterarme de dónde está Mount Mercy ha sido complicado. Little Governor's Island, ¡bah! —Golpeó el suelo de mármol con el bastón para dar énfasis a sus palabras—. Pero me prometieron dinero.
Felder la miró, perplejo.
—¿Dinero? ¿Quién le prometió dinero? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?
—La chica.
—¿Qué chica?
—La chica que me dio la nota. Me dijo que se la llevara al doctor Felder del hospital Mount Mercy. Y dijo que me pagarían. —Dio otro golpe con el bastón.
—¿Una chica? —repitió Felder. «¡Dios mío, tiene que ser Constance!», pensó—. ¿Dónde vio a esa chica?