—La vi desde el jardín trasero de mi casa, pero eso carece de importancia. Lo que quiero saber es si me va a pagar o no.
—¿Tiene esa nota? —preguntó Felder, sintiendo que se ruborizaba por su impaciencia por verla.
La mujer asintió con aire desconfiado, como si temiera que la registraran.
Con manos temblorosas, Felder sacó la cartera del bolsillo de su americana cogió un billete de cincuenta y se lo entregó.
—He tenido que coger dos taxis —dijo la mujer, guardándose el billete en el bolso.
Felder sacó uno de veinte y se lo dio.
—Y voy a tener que coger un taxi para volver. Me está esperando fuera.
Apareció otro billete de veinte —el último de la cartera de Felder— que se evaporó tan rápidamente como los anteriores. La mujer rebuscó en su bolso y sacó una hoja de papel doblada por la mitad. Uno de los extremos era irregular, como si la hubieran arrancado de un libro. Se la entregó. En ella, escrita con la elegante caligrafía de Constance, se podía leer:
Por favor, lleven este mensaje inmediatamente
al doctor Felder, en el hospital Mount Mercy,
en Little Governor's Island.
¡ES CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE!
Felder le recompensará económicamente.
Con manos aún más temblorosas, Felder desdobló la hoja y leyó. Para su sorpresa, el mensaje del interior iba dirigido a otra persona: Pendergast.
Aloysius, he sido secuestrada por un hombre que dice llamarse Judson Esterhazy y que asegura que es tu cuñado. Se hacía pasar por médico con el nombre de Poole. Me retienen en una casa situada en algún lugar del East Side, pero me trasladarán pronto, no sé adónde. Temo que quiera hacerme daño. Hay una frase que me ha dicho más de una vez con especial énfasis: «
En venganza, ahí es donde todo acabará
». Por favor, perdona mi estupidez y mi ingenuidad. Pase lo que pase, recuerda que te confío el bienestar de mi hijo.
CONSTANCE
Felder alzó la mirada, tenía un montón de preguntas en los labios, pero la mujer ya no estaba allí.
Se asomó fuera. Había desaparecido. Corrió junto al doctor Ostrom y el detective, que lo esperaban.
—¿Y bien? —dijo el director—. ¿Qué quería?
Incapaz de articular palabra, Felder le entregó el papel y vio la sorpresa de Ostrom al leer el contenido de la nota.
—¿Dónde está esa mujer? —preguntó Ostrom inmediatamente.
—Ha desaparecido.
—Dios mío. —El director corrió hasta un teléfono de pared y descolgó—. Soy el doctor Ostrom, póngame con la entrada, ¡rápido!
Bastaron unas pocas frases para averiguar que el taxi que esperaba a la mujer acababa de marcharse. Ostrom hizo una fotocopia de la nota y entregó la original al detective.
—Tenemos que detener a esa mujer. Llame a sus hombres. Hay que atraparla. ¿Lo entiende?
El policía echó a correr al tiempo que daba instrucciones por radio.
Felder se volvió hacia Ostrom.
—Constance dice que su hijo está vivo. ¿A qué se referirá?
Ostrom se limitó a menear la cabeza.
Esterhazy observó la repentina actividad que se había desencadenado en la cubierta del
Vergeltung
a resultas del acercamiento inesperado de una lancha desde el puerto deportivo. Cogió unos prismáticos y enfocó el bote desde detrás de los cristales ahumados del salón principal. En un primer momento —a pesar de que una aproximación tan directa no era propia de él— se preguntó si sería Pendergast. Pero no: la persona que iba sentada a proa era un desconocido al que no había visto en su vida.
Falkoner se acercó.
—¿Es él? —preguntó.
Esterhazy sacudió la cabeza.
—No. No sé quién es ese.
—Pues lo averiguaremos. —Falkoner se dirigió hacia popa.
—¡Ah del barco! —gritó el hombre sentado en la proa. Iba vestido, grotescamente vestido, de marino: blazer, gorra, pañuelo al cuello.
—¡Hola! —gritó Falkoner en tono amistoso.
—Soy vecino suyo y estaba admirando su barco. ¿Le molesto?
—En absoluto. ¿Quiere subir a bordo?
—Encantado. —El desconocido se volvió hacia el empleado de Boat Basin que le había llevado en la lancha—. Espéreme.
El otro asintió.
El capitán de yate subió a la plataforma de popa, y Falkoner abrió una portezuela para dejarlo pasar. Una vez en cubierta, el desconocido se alisó el blazer y le tendió la mano.
—Soy Ned Betterton. Mucho gusto.
—Falkoner.
Esterhazy estrechó también la mano de Betterton, y aunque sonrió, no se presentó. Los arañazos de la cara le dolieron al sonreír. Eso sería algo que no se repetiría: Constance estaba encerrada en la bodega, maniatada y amordazada. Sin embargo, un escalofrío le recorrió la espalda al recordar la expresión de la joven en la casa del East Side. En aquella expresión había percibido dos cosas con total claridad: odio y lucidez. Esa mujer no era la chiflada que él había dado por supuesto. Y el odio que había visto en ella resultaba especialmente inquietante por su intensidad asesina. No podía evitar sentirse intranquilo.
—Estoy amarrado por allí—Betterton movió vagamente el pulgar por encima del hombro—, y he pensado pasar un momento para saludar. Para ser sincero, este yate me tiene fascinado.
—Me alegro de que lo haya hecho —repuso Falkoner mirando brevemente a Esterhazy—. ¿Le gustaría que se lo enseñara?
Betterton asintió con ganas.
—Desde luego, gracias.
Esterhazy se dio cuenta de que los ojos del recién llegado recorrían el barco con avidez y tomaban nota de todos los detalles. Le había sorprendido que Falkoner se ofreciera a mostrarle el
Vergeltung,
había en él algo fingido. No parecía un auténtico marinero, llevaba un blazer azul mal cortado y unos zapatos de piel sintética típicos de un marinero de agua dulce.
Entraron en el lujoso salón, y Falkoner empezó a describir las principales características del yate. Betterton escuchaba con una atención casi infantil y sin dejar de mirar alrededor, como si quisiera memorizarlo todo.
—¿Cuánta gente lleva a bordo? —preguntó.
—En la tripulación, ocho personas. Aparte estamos mi amigo, que ha venido a visitarnos unos días, y yo. —Falkoner sonrió—. ¿Qué me dice de su barco?
Betterton hizo un gesto displicente con la mano.
—Tres tripulantes. ¿Ha hecho alguna travesía recientemente?
—No. Llevamos varias semanas anclados aquí.
—¿Y se ha quedado a bordo todo ese tiempo? ¡Sería una lástima, aun en un barco tan magnífico, con todo lo que Nueva York tiene para ofrecer!
—Por desgracia no he tenido tiempo de moverme.
Cruzaron el comedor y entraron en la cocina, donde Falkoner mostró una copia del menú y alabó el talento del chef del yate. Esterhazy los seguía en silencio, preguntándose adonde llevaba todo aquello.
—«Lenguado de Dover con mantequilla de trufas y
mousse
de verduras» —leyó Betterton—. No hay duda de que se cuidan.
—Tal vez le gustaría quedarse a cenar... —ofreció Falkoner.
—Muchas gracias, pero tengo un compromiso.
Siguieron por un pasillo panelado en madera de fresco japonés.
—¿Le apetece ver el puente?
—Por supuesto.
Subieron por una escalera hasta la cubierta superior y entraron en la timonera.
—Le presento al capitán Joachim —dijo Falkoner.
—Encantado —saludó Betterton mirando en derredor—. Realmente impresionante.
—A mí también me gusta —convino Falkoner—. No hay nada como la sensación de independencia que proporciona un yate..., como usted bien sabe. El sistema Loran que tenemos a bordo es el mejor que hay.
—Lo imagino.
—¿Usted también tiene Loran en su barco?
—Desde luego.
—Un invento fantástico.
Esterhazy miró a Falkoner. ¿Loran? Ya hacía mucho que esa tecnología había sido sustituida por el GPS. De repente comprendió las intenciones de Falkoner.
—¿Y qué clase de barco tiene usted? —preguntó este.
—Un... un Chris Craft. Veinticinco metros.
—Un Cris Craft de veinticinco metros. ¿Y tiene autonomía suficiente?
—Oh, sí.
—¿Cuánta?
—Ochocientas millas náuticas.
Falkoner pareció meditar aquella respuesta. Luego cogió a Betterton del brazo.
—Venga, le enseñaré uno de los camarotes principales.
Abandonaron el puente y descendieron dos niveles, hasta los camarotes de la primera cubierta. Sin embargo, Falkoner no se detuvo allí, siguió bajando hacia las entrañas del barco. Luego continuó por un pasillo hasta una puerta sin distintivos.
—Tengo curiosidad —dijo abriendo la puerta—, ¿qué clase de motores lleva su barco y cuál es su siguiente puerto de destino?
Entraron, pero no en un lujoso camarote, sino en un espartano cuarto de almacenamiento.
—Bueno, mis conocimientos náuticos no son gran cosa —contestó Betterton con una risita y haciendo un gesto con la mano—. Esos asuntos se los dejo a mi capitán.
—Qué curioso —repuso Falkoner al tiempo que abría un armario—. Yo prefiero no dejar nada en manos de los demás. —Sacó una lona del armario y la extendió en el suelo.
—¿Esto es un camarote? —preguntó Betterton.
—No —respondió Falkoner cerrando la puerta. Miró a Esterhazy y había algo glacial en esa mirada.
Betterton echó un vistazo a su reloj.
—Bueno, gracias por enseñarme el barco. Creo que ya es hora de que me va...
Se interrumpió en seco cuando vio el cuchillo de combate de doble filo en la mano de Falkoner.
—¿Quién es usted? —preguntó este en voz baja—. ¿Y qué quiere?
Betterton tragó saliva. Sus ojos iban de Falkoner al cuchillo y del cuchillo a Falkoner.
—Ya se lo he dicho. Mi yate está amarrado...
Con la rapidez de una serpiente, Falkoner le cogió una mano y le clavó la punta del cuchillo en el pellejo entre los dedos índice y corazón.
Betterton gritó de dolor e intentó apartar la mano, pero Falkoner lo aferró con más fuerza y lo empujó hacia delante, sobre la lona.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo—. No me obligue a repetir la pregunta. Judson, cúbrame.
Esterhazy sacó su pistola y dio un paso atrás. Sentía náuseas. Aquello le parecía innecesario. Y el evidente placer que Falkoner experimentaba empeoraba la situación.
—Está cometiendo un grave error —empezó a decir Betterton en tono amenazador, pero antes de que pudiera continuar, Falkoner le clavó el cuchillo en la piel entre los dedos corazón y anular.
—Lo mataré—jadeó Betterton.
Esterhazy contempló con creciente horror cómo Falkoner sujetaba con mano de acero la muñeca de su víctima, hundía el cuchillo y retorcía la hoja.
Betterton se tambaleó en la lona, gimió pero no dijo nada.
—Dígame qué hace aquí. —Falkoner hincó más el cuchillo.
—Soy un ladrón —resolló Betterton.
—Una historia muy interesante —dijo Falkoner—, pero no me la creo.
—Yo... —empezó a decir Betterton, pero, con un súbito estallido de violencia, Falkoner le propinó un rodillazo en la entrepierna y, cuando se dobló de dolor, le asestó otro en la cara.
Betterton cayó en la lona, gemía, la sangre le manaba de la nariz rota.
Falkoner cogió una de las esquinas de la lona y, como si fuera una sábana, cubrió con ella el cuerpo de Betterton. Luego lo inmovilizó apoyándole la rodilla en el pecho, cogió el cuchillo y trazó una línea en la blanda piel de debajo del mentón. Betterton, incapaz de levantarse y medio aturdido, gemía incoherencias.
Falkoner suspiró —Esterhazy no supo si de lástima o frustración—, y clavó un poco más el cuchillo justo por encima del cuello, atravesando la carne junto a la mandíbula.
Betterton soltó un alarido y se revolvió. Unos segundos después, Falkoner apartó el cuchillo.
Betterton tosió, escupió sangre.
—Periodista... —dijo al cabo de un momento.
—¿Periodista? ¿Y qué investiga?
—La muerte de... June y Carlton Brodie.
—¿Cómo ha dado conmigo?
—Los lugareños..., el coche... de alquiler..., la aerolínea.
—Eso es más creíble —repuso Falkoner—. ¿Le ha hablado a alguien de mí?
—No.
—Bien.
—Tiene que dejarme ir... Me espera un hombre... en la lancha...
Con un movimiento rápido y brutal, Falkoner le hundió el cuchillo en el cuello con todas sus fuerzas y se echó hacia atrás para evitar el borbotón de sangre.
—¡Dios! —exclamó Esterhazy, retrocediendo con asco y espanto.
Betterton se llevó las manos a la garganta, pero fue un acto reflejo. Mientras un líquido viscoso y carmesí manaba entre sus dedos, Falkoner le envolvió las piernas, que se sacudían ya con los últimos espasmos.
Esterhazy contempló la escena paralizado por el espanto. Falkoner se levantó, limpió el cuchillo en la lona, se alisó la ropa y se limpió las manos mientras miraba al periodista moribundo con una expresión muy parecida a la satisfacción.
Se volvió hacia Esterhazy.
—¿Demasiado fuerte para usted, Judson?
Esterhazy no respondió.
Regresaron arriba. Esterhazy estaba desconcertado por la brutalidad y el evidente disfrute de Falkoner. Atravesaron el salón y continuaron hasta la cubierta de popa. La lancha seguía esperando a la sombra del yate con el motor en marcha.
Falkoner se inclinó sobre la barandilla y se dirigió al tipo rubio que la manejaba y que había llevado a Betterton hasta allí.
—Vic, el cuerpo está en el cuarto almacén de proa. Vuelve cuando haya anochecido y encárgate de hacerlo desaparecer. Discretamente.
—Sí, señor —contestó el hombre de la lancha.
—Si alguien te pregunta por qué tu pasajero no ha vuelto a tierra, di que es un tipo estupendo y que lo hemos invitado a un pequeño crucero.
—Muy bien, señor.
—Te sugiero que dejes el cuerpo en Riverside Park. Allí hay una zona bastante turbia. Que parezca un atraco. Podría arrojarlo al mar pero eso sería más difícil de explicar.
—Sí, señor Falkoner. —El marinero dio gas al motor y regresó hacia el Boat Basin.
Falkoner lo observó alejarse durante un minuto. Luego miró a Esterhazy. Tenía el rostro tenso.
—Un periodista torpe y me ha encontrado. Ha encontrado el
Vergeltung.
—Entrecerró los ojos—. Solo se me ocurre un modo de que haya podido hacerlo: siguiéndolo a usted.