Se anuncia un asesinato (28 page)

Read Se anuncia un asesinato Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Se anuncia un asesinato
6.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Eso es una solemnísima mentira! —gritó Edmund.

Y entonces, de pronto, se oyó algo. Procedía de la cocina. Un prolongado aullido de terror.

—¡Ésa no es Mitzi! —exclamó Julia.

—No —dijo el inspector Craddock—, es alguien que ha asesinado a tres personas.

Capítulo XXII
 
-
La verdad

Cuando el inspector se encaró a Edmund Swettenham, Mitzi salió silenciosamente de la habitación y regresó a la cocina. Estaba llenando la pica cuando entró miss Blacklock.

Mitzi la miró avergonzada de soslayo.

—¡Qué embustera más grande eres, Mitzi! —manifestó miss Blacklock en tono festivo—. Mira, ésa no es manera de fregar. La plata primero. Y llena la fregadera por completo. No se puede fregar con dos pulgadas de agua nada más.

Mitzi abrió los grifos, sumisa.

—¿No está usted enfadada por lo que dije, miss Blacklock? —preguntó.

—Si me enfadara cada vez que dijeras una mentira, estaría siempre de mal humor.

—Iré a decirle al inspector que me lo inventé todo, ¿quiere?

—Eso lo sabe ya —le respondió amablemente miss Blacklock.

Mitzi cerró los grifos y, mientras lo hacía, dos manos le asieron la cabeza por detrás y, con un rápido movimiento, se la metieron en el fregadero lleno hasta el borde.

—Sólo que yo sé que por una vez en tu vida estás diciendo la verdad —anunció miss Blacklock con rabia.

Mitzi forcejeó, pero miss Blacklock era fuerte y le mantuvo la cabeza dentro del agua.

De pronto, desde algún punto de detrás de ella, se alzó lastimera la voz de Dora Bunner:

—¡Oh, Lotty... Lotty... no lo hagas, Lotty!

Miss Blacklock soltó un chillido. Levantó bruscamente las manos y Mitzi, viéndose libre, sacó la cabeza del agua, tosiendo medio ahogada.

Miss Blacklock chilló una y otra vez. Porque no había nadie en la cocina con ella.

—Dora, Dora, perdóname. Tuve que hacerlo... tuve que hacerlo.

Corrió casi sin darse cuenta de lo que hacía hacia la puerta del lavadero. El sargento Fletcher le cerró el paso. Y en aquel instante miss Marple salió, con el rostro encendido y triunfante, del armario de las escobas.

—Tengo una gran habilidad para imitar las voces de otras personas —afirmó miss Marple.

—Tendrá usted que acompañarme, señora —dijo el sargento Fletcher—. Yo fui testigo de cómo intentaba ahogar a la muchacha. Y habrá otras acusaciones. He de advertirle, Letitia Blacklock...

—Charlotte Blacklock —exclamó miss Marple—. Ése es su nombre. Debajo del collar de perlas que lleva siempre encontrará la cicatriz de la operación.

—¿Operación?

—La operación para extirparle el tumor del bocio.

Miss Blacklock, completamente serena ahora, miró a miss Marple.

—¿Así que está usted enterada de todo?

—Sí, hace algún tiempo que lo sé.

Charlotte Blacklock se sentó a la mesa y se echó a llorar.

—No debió usted hacer eso. No debió imitar la voz de Dora. Yo quería a Dora. La quería de verdad.

El inspector Craddock y los demás se habían apiñado junto a la puerta.

El agente Edwards, que a sus otros conocimientos sumaba el de saber hacer primeras curas y hacer la respiración artificial, estaba ocupado con Mitzi. En cuanto Mitzi pudo hablar, se mostró lírica, prodigándose a sí misma alabanzas.

—Eso lo hago bien, ¿eh? ¡Soy lista! ¡Y soy valerosa! ¡Oh, qué valiente soy! Por poco, por muy poco, yo muero asesinada también. Pero soy tan valiente que lo arriesgo todo.

Con bruscos movimientos, miss Hinchcliffe apartó a los demás a su paso y se abalanzó sobre la sollozante figura de miss Blacklock.

El sargento Fletcher tuvo que hacer uso de toda su fuerza para mantenerla a raya.

—Vamos —ordenó—. Vamos, por favor, miss Hinchcliffe.

Miss Hinchcliffe estaba murmurando entre los apretados dientes:

—Déjeme cogerla. Déjeme sólo que la coja. Fue ella quien mató a Amy Murgatroyd.

—Yo no quería matarla, yo no quería matar a nadie. No tuve más remedio; pero era Dora la que más me importaba. Después de morir Dora, me quedé sola; desde que murió, he estado sola. ¡Oh! Dora, Dora.

Y de nuevo sepultó la cabeza entre las manos y lloró.

Capítulo XXIII
 
-
Velada en la vicaría

Miss Marple estaba sentada en el sillón alto. Bunch se encontraba en el suelo, delante del fuego, con las rodillas abrazadas.

El reverendo Julian Harmon estaba inclinado hacia delante, y por una vez con más aspecto de colegial que de hombre maduro. El inspector Craddock fumaba su pipa, bebía whisky con soda y saltaba a la vista que no estaba de servicio. El círculo exterior lo componían Julia, Patrick, Edmund y Phillipa.

—Creo que la historia es suya, miss Marple —afirmó Craddock.

—Oh, no, hijo mío. Yo no hice más que ayudar un poco aquí y un poco allá. Usted era el encargado del caso y lo dirigió, y sabe muchas cosas que yo desconozco.

—Bueno, cuéntenla entre los dos —sugirió Bunch impaciente—. Un poco cada uno. Deje que empiece tía Jane, porque me gusta la forma tan enredada y confusa de funcionar que tiene su mente. ¿Cuando se te ocurrió que todo era cosa de Blacklock?

—Verás, mi querida Bunch, es difícil contestar a eso. Claro que, de buen principio, me pareció que la persona ideal, o mejor dicho, la más evidente para preparar el atraco era la propia miss Blacklock. Era la única persona de quien se sabía que había estado en contacto con Rudi Scherz y ¡cuánto más fácil resulta preparar una cosa así dentro de la propia casa de una! La calefacción central, por ejemplo; nada de fuego, porque eso hubiera significado luz en la habitación, y la única persona que podía haberse ocupado de que no hubiera fuego era la propia dueña de la casa.

»No es que todo eso se me ocurriera entonces. Sólo pensé que era una lástima que no pudiese ser así de sencillo. Sí, me dejé engañar como todos los demás. Creí que alguien quería matar a Letitia Blacklock de verdad.

—Preferiría que nos contases primero qué es lo que ocurrió realmente —le rogó Bunch—. ¿La reconoció ese muchacho suizo?

—Sí, había trabajado en...

Vaciló y miró a Craddock.

—En la clínica del doctor Adolf Koch, de Berna —aportó Craddock—. Koch era un especialista de fama mundial en operaciones de garganta. Charlotte Blacklock fue allí a que le quitaran el tumor y Rudi Scherz era uno de los ordenanzas. Cuando vino a Inglaterra reconoció en el hotel a una señora que había sido paciente allí y, obedeciendo a un impulso, le habló. Es posible que no lo hubiera hecho de haberse parado a pensar, porque él había salido de la clínica de manera muy poco honrosa, pero eso ocurrió algún tiempo después de la estancia de Charlotte, así que ella no podía estar enterada.

—¿Así que no le dijo una palabra de Montreux ni de que su padre fuera propietario de un hotel?

—Oh, no. Eso lo inventó ella para explicar por qué le había hablado el joven.

—Debió de ser un choque enorme para ella —señaló miss Marple pensativa—. Se sentía bastante segura y, de pronto, tuvo la extraña mala suerte de que apareciese alguien que la había conocido, no como una de las dos señoritas Blacklock, para eso estaba preparada, sino definitiva y concretamente como Charlotte Blacklock, paciente a la que se le había extirpado un tumor.

»Pero querías que lo explicara todo desde un principio. Bueno, el principio fue, creo yo, si es que el inspector Craddock está de acuerdo conmigo, el hecho de que, siendo Charlotte Blacklock una niña bonita, alegre y afectuosa, se le produjera esa dilatación de la tiroides que se llama bocio. Le echó a perder la vida, porque era una muchacha muy remirada. Una muchacha, por añadidura, que siempre había dado mucha importancia a su aspecto personal. Y las muchachas, entre los trece y los veinte años, son extremadamente remiradas en lo que a su aspecto se refiere. De haber tenido madre o un padre razonable, no creo que se hubiera sumido en ese estado morboso en el que indudablemente se encontraba. No tenía a nadie que la ayudara a salir de sí misma, que la obligara a ver a la gente y a llevar una vida normal, y a no pensar demasiado en su enfermedad y, claro está, si hubiera vivido en un verdadero hogar, le hubiesen hecho la operación mucho antes.

»Pero creo que el doctor Blacklock era un hombre anticuado, estrecho de miras, autoritario y testarudo. No creía en esas operaciones. Charlotte no tenía más remedio que aceptar su palabra de que no había nada que hacer, aparte de medicarse con yodo y otros medicamentos. Y la aceptó. Creo que también su hermana puso más fe en las facultades médicas del doctor Blacklock de lo que éstas merecían.

«Charlotte le profesaba a su padre un afecto muy sentimental. Decidió que su padre sabía mejor que nadie lo que se hacía y se encerró más y más en sí misma a medida que el tumor iba creciendo y era más desagradable su aspecto, y se negó a ver a la gente. En realidad, era una muchacha cariñosa y llena de bondad.

—Extraña descripción ésa, tratándose de una asesina —observó Edmund.

—No lo creo así —aseguró miss Marple—. La gente bondadosa y débil es, con frecuencia, muy traicionera. Y si albergan algún resentimiento contra la vida, éste les anula la poca fuerza moral que puedan poseer.

«Letitia Blacklock, claro está, tenía una personalidad completamente distinta. Según el inspector Craddock, Belle Goedler dijo que era buena de verdad, y yo creo que Letitia era buena. Era una mujer de gran integridad a quien le parecía difícil, como ella misma aseguró, comprender cómo era posible que la gente no distinguiese entre el bien y el mal. Letitia, por muy grande que hubiera sido la tentación, jamás hubiese soñado en cometer fraude alguno.

»Letitia quería a su hermana. Le escribía largos relatos de todo lo que sucedía para mantener a Charlotte en contacto con la vida. Le preocupaba el estado morboso en que Charlotte se estaba sumiendo.

«Finalmente murió el doctor Blacklock. Letitia, sin vacilar, abandonó su puesto al lado de Randall Goedler y se dedicó por completo a Charlotte. La llevó a Suiza para consultar allí con autoridades en la materia sobre la posibilidad de operarla. Se había dejado para muy tarde pero, como sabemos, la operación fue un éxito. Había desaparecido la deformidad. Y la cicatriz que dejara la operación podía ocultarse fácilmente con un collar de perlas o de abalorios.

»Había estallado la guerra. El regreso a Inglaterra resultaba difícil y las dos hermanas se quedaron en Suiza, trabajando para la Cruz Roja y otras entidades benéficas. ¿Es así, inspector?

—Sí, así es, miss Marple.

—De vez en cuando recibían noticias de Inglaterra. Supongo que, entre otras cosas, se enterarían de que Belle Goedler no podía vivir ya mucho. Estoy segura de que sería muy humano que ambas hicieran planes para los días en que poseyeran una cuantiosa fortuna. Creo que es fácil comprender que semejante perspectiva representaba para Charlotte mucho más que para Letitia. Por primera vez en su vida, Charlotte podía ir de un lado para otro, sintiéndose una mujer normal, una mujer a la que nadie miraba con repugnancia o compasión. Era libre, por fin, de gozar de la vida, y tenía que recuperar toda una vida en los años que le quedaban de existencia. Viajar, poseer una casa y un jardín magníficos, trajes y joyas, ir a funciones y conciertos, satisfacer todos los caprichos. Era un cuento de hadas que, para Charlotte, se convertía en realidad.

»Y de pronto, Letitia, la Letitia fuerte y sana, pilló un resfriado que se convirtió en pulmonía y murió en una semana. No sólo había perdido Charlotte a su hermana, sino que se venía abajo toda la existencia de ensueño que había estado preparando. ¿Saben?, creo que es posible que hasta incluso se sintiera algo resentida con Letitia. ¿Por qué había de morirse precisamente entonces, cuando acababan de recibir una carta diciendo que Belle Goedler no podía durar mucho? Un mes más, quizás, y el dinero hubiera sido de Letitia y de ella cuando Letitia muriese.

«Aquí es donde yo creo que se vio la diferencia entre las dos. A Charlotte no le pareció que lo que de pronto se le ocurrió hacer fuese malo, algo malo de verdad. La intención era que el dinero fuese a parar a manos de Letitia, y a sus manos hubiera ido a parar al cabo de unos meses. Consideraba que Letitia y ella eran una sola persona.

»Quizá no se le ocurrió la idea hasta que el médico o alguien le preguntó el nombre de su hermana. Y entonces se dio cuenta de que para casi toda la gente las dos no habían sido más que las señoritas Blacklock, unas inglesas de cierta edad, bien educadas, que vestían casi igual y que tenían un fuerte parecido (y como le dije a Bunch, las mujeres de cierta edad se parecen tanto unas a otras). ¿Por qué no había de ser Charlotte la muerta y Letitia la viva?

»Fue un impulso, más que un plan. A Letitia la enterraron con el nombre de Charlotte. Charlotte había muerto. Letitia volvió a Inglaterra. Toda la energía y la iniciativa naturales latentes durante tantos años se hallaban ahora en proceso ascendente. Como Charlotte había sido una figura de segunda fila, ahora asumió el porte seguro y autoritario que había poseído Letitia. No tenían mentalidades muy distintas, aunque existía, yo creo, una gran diferencia entre ambas, moralmente hablando.

»Charlotte tuvo, naturalmente, que tomar ciertas precauciones. Compró una casa en una parte de Inglaterra que le era completamente desconocida. A la única gente que tenía que esquivar era a unas cuantas personas de su propia población natal de Cumberland (donde, de todas formas, había hecho vida de ermitaña), y claro está, a Belle Goedler, porque había conocido tan bien a Letitia que cualquier intento de impostura hubiera fracasado totalmente. Las dificultades de la escritura quedaron vencidas gracias a la artritis que tenía en las manos. En realidad, resultaba muy fácil. ¡Eran tan pocas las personas que habían conocido de verdad a Charlotte!

—Pero ¿y si se hubiese encontrado con gente que conociera a Letitia? —preguntó Bunch—. Debía de haber muchas personas así.

—No importaría tanto. Alguno podría decir: «Me tropecé con Letitia Blacklock el otro día. Ha cambiado tanto que casi no la reconocí». Pero seguiría sin existir sospecha alguna en su mente de que aquella no fuese Letitia. La gente puede cambiar mucho en el transcurso de diez años. El hecho de que ella no les conociese a ellos se achacaría a su cortedad de vista. Y has de recordar que conocía todos los detalles de la vida de Letitia en Londres, la gente con quien trataba, los lugares adonde iba. Tenía las cartas de Letitia, y siempre podía acudir a ellas en caso de duda, hubiera podido desvanecer rápidamente cualquier sospecha mencionando un incidente cualquiera o preguntando por una amistad común. No, lo único que tenía que temer era que se la reconociera como Charlotte.

Other books

My Reckless Surrender by Anna Campbell
Life Its Ownself by Dan Jenkins
Night My Friend by Edward D. Hoch
Tell Me True by Karpov Kinrade
Takes the Cake by Lynn Chantale
Anybody Can Do Anything by Betty MacDonald