La expresión de Craddock se hizo más dura aún.
—Alguien —dijo— ha arrancado todas las fotografías de Sonia Goedler de este álbum.
—Siento tener que volver a molestarla, Mrs. Haymes.
—No se inquiete —dijo Phillipa con frialdad.
—¿Entramos en esta habitación?
—¿El estudio? Si usted quiere, sí, inspector. Hace mucho frío. No está encendido el fuego.
—No importa. Será sólo un momento. Y aquí no es fácil que nos oiga alguien.
—¿Importa eso?
—A mí, no, Mrs. Haymes; pero pudiera importarle a usted.
—¿Qué quiere decir?
—Si no recuerdo mal, Mrs. Haymes, me dijo usted que su marido murió luchando en Italia.
—¿Y?
—¿No hubiera resultado más sencillo decirme la verdad: que fue un desertor de su regimiento?
La vio palidecer y las manos se le crisparon.
—¿Es necesario que saquen ustedes a relucir todo eso? —protestó con amargura.
—Esperamos que la gente nos diga la verdad acerca de sí misma —replicó Craddock con sequedad.
Ella guardó silencio. Luego repitió:
—¿Y bien?
—¿Qué quiere decir con ese «¿Y bien?», Mrs. Haymes?
—Quiero decir ¿qué piensa hacer, decírselo a todo el mundo? ¿Es necesario? ¿Es justo? ¿Es misericordioso?
—¿Lo sabe alguien?
—Aquí, nadie. Harry —cambió su voz—, mi hijo, no lo sabe. No quiero que lo sepa. No quiero que lo sepa. Jamás.
—Entonces permítame que le diga que está usted corriendo un riesgo muy grande, Mrs. Haymes. Cuando el niño sea lo bastante mayor para comprender, dígale la verdad. Si la averigua por su cuenta algún día, le hará mucho daño, si sigue usted llenándole la cabeza de cuentos diciéndole que su padre murió como un héroe.
—Yo no hago eso. No le engaño del todo. Me limito a no hablar del asunto, a su padre le... le mataron en la guerra. Después de todo, para nosotros es como si hubiera sido así.
—¿Su marido aún está vivo?
—¡Quizá! ¿Cómo quiere que lo sepa?
—¿Cuándo le vio por última vez, Mrs. Haymes?
—Hace años que no le veo.
—¿Está usted completamente segura de que eso es cierto? ¿No le vio usted, por ejemplo, hace cosa de quince días?
—¿Qué es lo que usted insinúa?
—Nunca me pareció muy probable que se encontrara usted con Rudi Scherz en el invernadero; pero Mitzi contó la historia con mucho énfasis. Sugiero, Mrs. Haymes, que el hombre a quien usted vio al volver de su trabajo era su marido.
—No me entrevisté con nadie en el invernadero.
—¿Andaba mal de dinero, quizás, y usted le proporcionó cierta cantidad?
—Le digo que no le he visto. No me entrevisté con nadie en el invernadero.
—Los desertores son, a veces, gente desesperada. Con frecuencia participan en robos. En atracos. Cosas por el estilo. Y poseen, muy a menudo, revólveres de fabricación extranjera que han traído de ultramar.
—No sé dónde está mi marido. Hace años que no le veo.
—¿Es ésta su última palabra, Mrs. Haymes?
—No tengo nada más que decir.
Craddock dejó a Phillipa Haymes y se marchó furioso y decepcionado.
«Más testaruda que una mula», se dijo enfadado.
Estaba casi seguro de que la muchacha mentía, pero no había logrado que confesase.
Le hubiera gustado saber algo más del ex capitán Haymes. Su información era escasa. Una hoja de servicios poco satisfactoria, pero nada que sugiriese que Haymes pudiera convertirse en un criminal.
Y en cualquier caso, Haymes no encajaba con la puerta engrasada.
Alguien de la casa había hecho aquello o alguien que tenía fácil acceso a ella.
Se quedó mirando escaleras arriba y de pronto se preguntó qué habría estado haciendo Julia en el desván. Un desván, se dijo, era el último sitio donde se le ocurriría meterse a una muchacha tan melindrosa como ella.
¿Qué había estado haciendo allí arriba?
Subió al piso de arriba. No había nadie por allí. Abrió la puerta por la que saliera Julia y subió la estrecha escalera que conducía al desván.
Había baúles, maletas viejas, varios muebles rotos, una silla con una pata rota, una lámpara de porcelana rota, parte de una vajilla.
Se volvió hacia donde estaban los baúles y abrió uno.
Ropa anticuada, prendas femeninas de buena calidad. Ropa que pertenecía, supuso, a miss Blacklock o a su difunta hermana.
Abrió otro baúl. Cortinas. Abrió un maletín. Contenía papeles. Y cartas. Cartas muy antiguas, amarilleadas por los años.
Miró el exterior del maletín, que llevaba grabadas las iniciales C.L.B. Dedujo que había sido propiedad de Charlotte, la hermana de Letitia. Desplegó una de las cartas. Empezaba:
Mi muy querida Charlotte:
Ayer Belle se sintió lo bastante bien para salir de merienda. R.G. también se tomó un día de fiesta. La reflotación de Asvogel ha dado un resultado magnífico. R.G. está encantadísimo. Las acciones preferentes se cotizan con prima.
Se saltó lo demás y miró la firma:
Tu querida hermana,
Letitia
Cogió otra.
Querida Charlotte:
Me gustaría que te decidieras alguna vez a ver a la gente. Exageras un poco, ¿sabes? No es, ni con mucho, tan desagradable como tú crees. A la gente ya no le molesta en realidad una cosa así. No te desfigura tanto como a ti te parece.
Asintió. Recordó que Belle Goedler había dicho que Charlotte estaba desfigurada o tenía una deformación. Letitia había acabado por renunciar a su empleo para ir a cuidar a su hermana. Aquellas cartas respiraban todas una intensa ansiedad por su enfermedad y su cariño por una inválida. Le había escrito a su hermana, al parecer, largos relatos de los acontecimientos diarios, con todos los detalles que creyó pudieran interesar a una muchacha enferma. Y Charlotte había conservado aquellas cartas. De vez en cuando se habían enviado con ellas algunas fotografías.
De pronto, Craddock se sintió invadido por la excitación. Quizás encontraría allí una pista. En aquellas cartas había detalles que la propia Letitia Blacklock habría olvidado mucho tiempo antes. Allí había un cuadro fiel del pasado y, en alguna parte, podría haber un indicio que le ayudara a identificar lo desconocido. También fotografías. Cabía la posibilidad de que hubiera un retrato de Sonia Goedler allí, de cuya existencia no estuviese enterada la persona que había arrancado las del álbum.
El inspector Craddock empaquetó las cartas otra vez, cerró el maletín y empezó a bajar la escalera.
Letitia Blacklock, de pie en el descansillo, le miró asombrada.
—¿Era usted quien estaba en el desván? Oí pisadas. No lograba imaginarme quién...
—Miss Blacklock, he encontrado unas cartas escritas por usted a su hermana Charlotte hace muchos años. ¿Me permite que me las lleve para leerlas?
A la mujer se le encendió el rostro de ira.
—¿Es necesario que haga una cosa así? ¿Por qué? ¿De qué pueden servirle?
—Pudieran proporcionarme una descripción de Sonia Goedler, de su carácter. Puede haber alguna alusión, algún incidente que sea de ayuda.
—Son cartas privadas, inspector.
—Lo sé.
—Supongo que se las llevará, de todas formas. Tendrá la autorización o podrá obtenerla sin dificultad. Lléveselas... ¡Lléveselas! Pero encontrará en ellas muy poca cosa de Sonia. Se casó y se marchó un año o dos después de empezar yo a trabajar con Randall Goedler.
—Puede haber algo —insistió Craddock con testarudez. Y agregó—: Tenemos que probarlo todo. Le aseguro a usted que el peligro es real.
—Lo sé —replicó ella—. Bunny ha muerto por tomarse una aspirina que era para mí. Puede tocarle el turno a Patrick, a Julia, a Phillipa o a Mitzi a continuación, a alguna persona joven que aún tiene toda la vida por delante. Alguien que se beba un vaso de vino que me sirvan a mí, o que se coma un bombón que me hayan enviado a mí. Oh, llévese las cartas, lléveselas. Y después, quémelas. No representan nada para nadie más que para Charlotte y para mí. Todo acabó, se fue... pasó. Nadie recuerda ahora...
Se llevó la mano al collar de perlas falsas que lucía. Craddock pensó en lo incongruente que resultaba con la chaqueta y la falda de mezclilla.
—Llévese las cartas —repitió ella.
Fue a la tarde siguiente cuando el inspector hizo una visita a la vicaría.
Era un día oscuro y ventoso.
Miss Marple había acercado su sillón todo lo posible al fuego y estaba haciendo ganchillo. Bunch se movía a gatas por el suelo cortando tela con un patrón.
Se sentó sobre los talones y se apartó el pelo de los ojos, mirando con excitación a Craddock.
—No sé si será un abuso de confianza —le comentó el inspector a miss Marple—, pero me gustaría que leyese usted esta carta.
Explicó las circunstancias de su descubrimiento en el desván.
—Es una colección de cartas bastante conmovedoras —dijo—. Miss Blacklock le contaba todo con la esperanza de mantener vivo el interés de su hermana por la vida y conseguir que conservara la salud. Hay un retrato muy claro del padre, el viejo doctor Blacklock. Un hombre autoritario y terco, de ideas fijas, convencido de que lo que él decía y hacía estaba bien. Es muy probable que matara a miles de pacientes por su testarudez. No admitía de ninguna manera las ideas ni procedimientos nuevos.
—No le culpo demasiado por eso —aseguró miss Marple—. Siempre me ha dado la sensación de que los médicos jóvenes tienen demasiadas ganas de experimentar. Después de arrancarle a una todos los dientes, de administrarle cantidades de hormonas muy extrañas y de quitarle trocitos de los órganos, acaban diciéndote que no pueden hacer nada. Prefiero los remedios antiguos, medicinas en botellas negras y grandes, que siempre puedes tirarlos a la pica si no te convencen.
Tomó la carta que le entregó Craddock.
—Quiero que la lea, porque creo que usted comprenderá mejor que yo a esa generación. No creo que pueda comprender muy bien cómo pensaba esa gente.
Miss Marple desplegó el frágil papel:
Mi muy querida Charlotte:
No te he escrito en dos días porque hemos tenido unas complicaciones domésticas terribles. La hermana de Randall, Sonia (¿La recuerdas? ¿La que fue a pasearte con el coche aquel día?). ¡Cuánto me gustaría que salieras más! Sonia ha declarado su intención de casarse con un tal Dimitri Stamfordis. Sólo le he visto una vez. Muy atractivo (y muy poco de confianza, en mi opinión). R.G. no hace más que despotricar contra él y dice que es un criminal y un estafador. Belle, bendita sea, se limita a sonreír, echada en un sofá. Sonia, que aunque parece tan impasible tiene, en realidad, un genio terrible, está furiosa con R.G. ¡Creí de verdad que ayer iba a asesinarle!
He hecho todo lo posible. Hablé con Sonia y con R.G., y conseguí que ambos sean más razonables. Pero, en cuanto se juntan, empiezan con lo mismo otra vez. No puedes imaginarte lo que esto llega a cansar. R. G. ha estado haciendo indagaciones y al parecer ese Stamfordis es un tipo indeseable.
Entretanto, se está descuidando el negocio. Yo llevo la oficina y, hasta cierto punto, resulta divertido, porque R.G. me da carta blanca. Ayer me dijo: «Gracias a Dios que hay una persona cuerda en el mundo. No es fácil que llegues nunca a enamorarte de un criminal ¿eh Blackie?» Le contesté que no era fácil que me enamorase de nadie. R.G. propuso: «Levantemos unas cuantas liebres más en la Bolsa». A veces es travieso como un diablillo, y anda muy cerca de ponerse al margen de la Ley. «Estás completamente decidida a mantenerme dentro del camino del bien, ¿eh, Blackie? A impedir que me descarríe», me dijo el otro día. ¡Vaya si pienso hacerlo! No acabo de comprender cómo es posible que haya gente incapaz de darse cuenta de cuándo algo es deshonesto; pero la verdad es que R.G. no sabe distinguir, sólo sabe lo que actualmente está en contra de la ley.
Belle se limita a reírse de todo esto. Le parece que toda esta preocupación por Sonia es una tontería. «Sonia tiene dinero propio —afirmó—. ¿Por qué no ha de casarse con ese hombre si lo desea?» Yo dije que podría ser una equivocación terrible y Belle dijo: «Nunca es un error casarse con el hombre con quien una quiere casarse, aunque luego se arrepienta». Y luego añadió: «Supongo que Sonia no quiere romper con Randall por el dinero. A Sonia le gusta mucho el dinero».
Y nada más, por ahora. ¿Cómo está papá? No diré: «Envíale todo mi amor. Abrázale cariñosamente de mi parte». Pero hazlo si crees que debes hacerlo. ¿Has visto a más gente? No debes volverte morbosa, querida. Sonia pide que te dé recuerdos suyos. Acaba de entrar y se lima las uñas. Creo que ha tenido otra riña con R.G. Claro que Sonia sabe ser muy irritante. Se impone a cualquiera, está cerrando y abriendo las manos como un gato enfurecido con esa mirada suya tan sostenida y fría.
Muchos abrazos, querida, y anímate. Este tratamiento a base de yodo puede ser la solución. Me he informado y al parecer da muy buenos resultados.
Tu hermana que tanto te quiere,
Letitia
Miss Marple dobló la carta y la devolvió. Parecía abstraída.
—Bueno, ¿qué opina usted? —la instó Craddock—. ¿Qué impresión saca?
—¿De Sonia? Bueno, es difícil hacerse una idea de cómo es alguien a través de la mente de una tercera persona. Decidida a salirse con la suya, eso parece claro. Y ansiosa de disfrutar del mejor de los mundos.
—Cerrando y abriendo las manos como un gato enfurecido —murmuró Craddock—. ¿Sabe que eso me recuerda a alguien?
Frunció el entrecejo.
—Ha estado haciendo indagaciones —murmuró miss Marple.
—Si pudiéramos conocer cuál fue el resultado de esas indagaciones —dijo Craddock.
—¿Le recuerda la carta a algo de St. Mary Mead, tía? —preguntó Bunch, no muy claramente porque tenía la boca llena de alfileres.
—No puedo decir que así sea, querida. El doctor Blacklock se parece, quizás, un poco a Mr. Curtiss, pastor de la iglesia wesleyana. No quiso permitir que su hija llevara hierros en los dientes. Dijo que si a su hija le quedaban los dientes salidos, sería voluntad del Señor. «Después de todo —le recordé yo—, usted se arregla la barba y se corta el pelo». Replicó que eso era distinto. ¡Cosas de hombres! Pero eso no nos ayuda con nuestros problemas de ahora.
—Aún no hemos conseguido averiguar —notó Craddock— de dónde salió el revólver. No era propiedad de Rudi Scherz. Si supiese quién tenía un revólver en Chipping Cleghorn...