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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (25 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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Marc le dejó hablar. Lykham disfrutaba en su papel de experto, de hombre que lo sabía todo. En condiciones normales, pasaba horas sentado en la sala de audiencias, sin poder decir una palabra, escuchando y tomando notas y susurrando de vez en cuando una sugerencia en el oído del presidente. Sólo su esposa escuchaba sus opiniones y jamás entendía su trascendencia. Lykham se sentía feliz de haber encontrado un académico que había acudido a él en busca de información veraz.

—Dexter es un buen orador… un personaje simpático. Venció al candidato que debía completar el mandato de Ribicoff cuando a éste el presidente lo designó embajador viajero. Fue un triunfo inesperado. Nunca habría pensado que a Connecticut lo representarían dos republicanos. Supongo que los responsables del cambio fueron todos los neoyorquinos ricos que se mudaron a Stamford. De todos modos, confidencialmente, Andrews, yo desconfío de la pureza de los principios de Dexter. ¿Sabe cuántas fábricas de armas hay en Connecticut? «Remington», «Colt», «Olin», «Winchester», «Marlin», «Sturm-Ruger». Claro que eso nunca impidió que el senador Ribicoff votara a favor del control de armas, pero Dexter… bien, no es un secreto que tiene mucho dinero invertido en una de esas fábricas. Algo le preocupa últimamente, porque está de pésimo humor. Quizás es algo relacionado con este proyecto de ley, porque hasta ahora no ha faltado a una sola sesión.

Marc experimentó un malestar en el estómago. Por Dios, ¿el padre de Elizabeth? Sencillamente, no quería creerlo.

—¿De modo que piensa que esta ley será aprobada? —preguntó Marc con la mayor naturalidad.

—Por supuesto, mientras los demócratas lleven la batuta. El informe de la minoría fue feroz, pero el día 10 habrá mayoría de votos a favor. No quedaron muchas dudas después de que la Cámara de Representantes aprobó el proyecto. El jueves, nadie podrá detenerlo. El líder de la mayoría parlamentaría sabe perfectamente cuán importante es esta ley para el presidente.

Byrd, pensó Marc. Figura en la lista.

—¿Qué me puede decir acerca del líder de la mayoría parlamentaria? ¿Formaba parte de la Comisión de Asuntos Judiciales, verdad? ¿Cuál es su posición?

—Es una pregunta interesante, Andrews. El senador Byrd es un individuo adusto, vehemente, ambicioso. Tiene úlcera. Nació en el seno de una familia pobre y siempre pone énfasis en sus orígenes. Tanto que algunos de sus colegas le llaman Uriah Heep. En la década de 1940, cuando sólo tenía diecinueve años, fue miembro del Ku Klux Klan, pero logró despojarse de este lastre y remontarse a las cumbres del poder, en el Senado, dentro de un partido dominado por los liberales. Llegó a ese puesto porque sabe jugar en equipo. Siempre ha hecho y sigue haciendo favores a los otros senadores. Es diligente y se preocupa por satisfacer las necesidades de los demás. Su puntillosidad ha rendido frutos. Siempre ha apoyado la posición Demócrata… con D mayúscula. Y es muy eficiente como líder de la mayoría parlamentaria. Pero lo extraño, en la situación actual, es que conduce el programa de un hombre a quien detesta. Siempre aborreció a los Kennedy, aunque trata de disimularlo. En 1967, tuvo un violento altercado con RFK en el recinto del Senado, y en 1971 desplazó a EMK de su puesto de portavoz de la mayoría. Es una relación fría, pero ahora que deben trabajar codo con codo, Byrd ha acatado la disciplina. Dados sus antecedentes, es poco probable que sea sinceramente partidario del control de armas, pero, naturalmente, no ha hablado contra el proyecto, porque él es quien lo ha introducido aquí en representación del presidente. Lo introdujo anticipadamente en la agenda, evitó las interrupciones en las actividades parlamentarias…

—Disculpe que me entrometa, señor Lykham, ¿pero qué entiende usted por evitar las interrupciones en las actividades parlamentarias? ¿Seguramente la comisión no está reunida las veinticuatro horas del día?

—No, joven, me refería a una distinción técnica, de procedimiento, entre el hecho de levantar la sesión y el hecho de interrumpirla. Verá, generalmente el Senado interrumpe la sesión de un día para otro. Al día siguiente de la interrupción, tiene prioridad el temario inconcluso del día anterior, y es posible desechar la agenda del momento. Cuando el líder de la mayoría opta por interrumpir la sesión en lugar de levantarla, alarga la «jornada legislativa». Y como los proyectos despachados por la comisión deben quedar en carpeta durante una jornada legislativa antes de que se considere la moción de tratarlos, la interrupción puede servir como método para postergar la discusión de un determinado asunto. La así llamada «jornada legislativa» puede prolongarse durante días, semanas, y teóricamente incluso meses. Este proyecto ha sido puesto a consideración en un plazo mínimo. Si el presidente no consigue apoyo el día 10, no tendrá tiempo de repetir la operación antes de presentar su candidatura para un segundo período. Será una victoria de los enemigos del proyecto. Y es posible que no lo reelijan, si debemos creer en los resultados de las encuestas. Últimamente los estadounidenses se cansan en seguida de sus presidentes. De modo que o lo aprueban el 10, o habrá que olvidarlo.

—¿Qué podría hacerle fracasar?

—Nada que se me ocurra de primera intención, excepto la muerte del presidente, que obligaría a suspender las sesiones del Senado durante siete días. Pero yo lo veo muy bien. Quizás un poco sobrado de peso, aunque no soy el más indicado para hacer ese tipo de comentarios.

Marc se disponía a interrogar a Lykham acerca de Bayh, cuando el director de personal consultó el reloj.

—Mire la hora —exclamó Lykham—. Debo volver. He de estar allí el primero, sabe, para ponerlo todo en orden. Así los senadores piensan que no hemos salido de la oficina.

Marc le dio las gracias. Lykham cogió la cuenta y la firmó.

  • Cuando necesite más información, no vacile en llamarme.
  • Claro que lo haré —asintió Marc.

El rechoncho director de personal se alejó con un paso que para él era muy veloz. Marc se quedó cavilando frente a su café.

El hombre sentado tres mesas más allá había terminado el suyo y esperaba el movimiento siguiente de Marc. Las malditas campanillas volvieron a sonar. Pero esta vez indicaban que se estaban computando los votos afirmativos y negativos en el recinto. Apenas terminara la votación, los senadores volverían todos a las reuniones de comisión. La campanilla arrancó a Marc de sus reflexiones.

Regresó al edificio Dirksen y a las oficinas de la Comisión de Relaciones Exteriores, donde preguntó por el señor Kenneck.

—¿A quién debo anunciar? —inquirió la secretaria.

—Andrews. Soy estudiante de Yale.

La secretaria levantó el auricular y pulsó dos dígitos. Le repitió a su interlocutor lo que le había dicho Marc.

—Está en el despacho 4991.

Marc le dio las gracias y se encaminó hacia el despacho 4991, que quedaba muy cerca de allí.

—Bien, Andrews, ¿qué puedo hacer por usted?

La brusquedad de la pregunta desconcertó a Marc. Luego se recuperó.

—Estoy reuniendo algunos datos para una tesis sobre el trabajo de los senadores, señor Kenneck, y el señor Lykham me dijo que usted es la persona a quien me conviene consultar. ¿Acaso los senadores Percy y Pearson estuvieron en el Senado el jueves 3 de marzo, a las diez y media, para asistir a la sesión de la Comisión de Relaciones Exteriores?

Kenneck se inclinó sobre un libro encuadernado en cuero rojo.

—Percy… no. —Hizo una pausa—. Pearson… no. ¿Algo más, señor Andrews?

Obviamente, no estaba sobrado de tiempo.

—No, gracias.

Marc se encaminó hacia la biblioteca. Esto era inesperado. Ahora la lista quedaba reducida a cinco nombres, sí el FBI no se equivocaba al deducir de lo captado en la transmisión ilegal de radio que el hombre que les interesaba debía de haber estado en el Senado en la mañana del 3 de marzo. Revisó sus anotaciones: todos los sospechosos restantes —Bayh, Byrd, Dexter, Duncan y Thornton— habían asistido a las sesiones de la Comisión de Asuntos Judiciales sobre el proyecto de Ley de control de armas, y se hallaban en el recinto del Senado, donde asistían al debate. ¿Cinco hombres y un motivo?

Le siguieron fuera de la oficina y en el ascensor que le condujo a la planta baja. Utilizó el teléfono público situado en el otro extremo del vestíbulo, cerca de la entrada de Constitution Avenue, para llamar al director.

Marcó el número privado del director.

—Julius.

—¿Cuál es su número?

Marc se lo dio. El director se comunicó con él pocos segundos después.

—He eliminado a Percy y Pearson. Quedan cinco, y lo único que tienen en común es que los cinco han formado parte de la comisión que estudió el proyecto de Ley de control de armas.

—Bien —respondió el director—. Lo que esperaba. Está mejorando, Marc, pero se le agota el tiempo. Sólo quedan aproximadamente cuarenta y ocho horas.

—Sí, señor.

La comunicación se cortó.

Esperó un momento y luego marcó el número de «Woodrow Wilson». Nuevamente debió soportar una espera interminable mientras buscaban a Elizabeth. ¿Qué podía decir acerca de la noche anterior? ¿Qué sucedería si el director estaba en lo cierto y el padre de Elizabeth…?

—Doctora Dexter.

—¿Cuándo terminas de trabajar esta noche, Liz?

—A las cinco, mi amante —respondió ella con tono mordaz.

—¿Puedo ir a buscarte?

—Si lo deseas, ahora que sé que tus intenciones son puras y honorables.

—Escucha, tenemos que poner las cosas en claro. Te he dicho lo que siento. Era cierto ayer y es cierto ahora.

—Te veré a las cinco, Marc.

—Te veré a las cinco, Liz.

Marc hizo un esfuerzo premeditado de voluntad para borrar a Elizabeth de su mente y atravesó la calzada en dirección al edificio del Capitolio. Se sentó bajo un árbol en el césped que se extendía entre el Tribunal Supremo y el Capitolio. Protegido, pensó, por la ley y la legislatura, sujeto por la Constitución y la Independencia. ¿Quién se atrevería a hacerle daño allí, frente al Capitolio, en la madriguera favorita del personal del Senado, los empleados de tribunales y la policía del Congreso? Un autocar de turismo, azul y blanco, pasó por First Street, y le bloqueó la imagen de las fuentes que se levantaban frente al Tribunal Supremo. Los turistas miraban boquiabiertos el blanco esplendor marmóreo de Washington. «Y a su derecha, damas y caballeros, el Capitolio de los Estados Unidos. La piedra fundamental del edificio original fue colocada en 1793. Los británicos incendiaron el edificio del Capitolio el 24 de agosto de 1814…».

Y un senador loco lo profanó el 10 de marzo de 1983, agregó Marc silenciosamente mientras el autocar seguía su marcha. Los presagios le abrumaban: va a suceder realmente, no podremos evitarlo. César llega al Capitolio… Sangre sobre la escalinata.

Se obligó a mirar sus anotaciones. Bayh, Byrd, Dexter, Duncan, Thornton. Disponía de dos días para reducir a uno esos cinco nombres. El conspirador a quien buscaba era Cassio, no Bruto. Bayh, Byrd, Dexter, Duncan y Thornton. ¿Dónde habían estado el 24 de febrero a la hora de comer? Si hubiera tenido la respuesta, habría sabido cuáles de los cuatro eran inocentes y cuál era el hombre suficientemente extraviado como para tramar el asesinato del presidente. Aunque descubramos al instigador, pensó, mientras se ponía en pie y se sacudía la hierba del pantalón, ¿cómo evitaremos el asesinato? Obviamente, el senador no iba a ser el autor material del crimen. Deberemos mantener alejado al presidente del Capitolio. El director debe de tener un plan. Con seguridad no dejará que las cosas lleguen hasta semejante extremo, se dijo. Marc cerró su carpeta y se encaminó hacia el Metro.

Una vez en su casa, recogió el coche y condujo lentamente hacia el «Woodrow Wilson». Esta vez le seguía un coche distinto, un «Buick» negro. Alguien me vigila nuevamente, pensó. Llegó al hospital a las 16.45, pero Elizabeth aún no había terminado, de modo que volvió al coche y encendió la radio para escuchar el noticiario de la tarde. La apertura fue que un terremoto había causado la muerte de ciento doce personas en las Filipinas. El presidente Kennedy confiaba en obtener apoyo para el proyecto de Ley de control de armas. El nivel del índice Dow-Jones había subido tres puntos para cerrar a 1211. Los Yankees habían vencido a los Dodgers en un partido de entrenamiento de primavera. ¿Qué hay de nuevo?

Elizabeth salió del hospital con talante deprimido y se sentó junto a él con un movimiento brusco.

—¿Qué puedo decir acerca de lo ocurrido en la noche de ayer? —preguntó Marc.

—Nada —respondió Elizabeth—. Fue como leer un libro al que le han arrancado el último capítulo. ¿Quién lo arrancó, Marc?

—Quizás he traído el último capítulo conmigo —dijo Marc, eludiendo la pregunta.

—Gracias, pero creo que durante un tiempo no estaré de humor para que me arrulles con otras historias a la hora de dormir —comentó—. La última me produjo pesadillas.

Elizabeth estaba muy taciturna y Marc apenas pudo arrancarle algunas palabras. Dobló a la derecha para salir de Independence y detuvo el coche en una de las calles laterales del Mall, de cara al Jefferson Memorial y a la puesta de sol.

—¿Se trata de la noche pasada? —inquirió Marc.

—En parte —contestó ella—. Cuando te fuiste como te fuiste, me sentí muy tonta. ¿Supongo que no me explicarás qué fue lo que sucedió?

—No puedo —dijo Marc, alterado—. Pero créeme que no fue nada relacionado contigo. Por lo menos eso es casi…

Se interrumpió bruscamente.

Nunca abochornes al FBI.

—¿«Por lo menos eso es casi…» qué? ¿Casi cierto? ¿Por qué era tan importante esa llamada?

—Pongamos punto final a esta conversación y vayamos a cenar.

Elizabeth no respondió.

Puso el coche nuevamente en marcha. Dos coches arrancaron al mismo tiempo que el suyo. Un sedán «Ford» azul y un «Buick» negro. Ciertamente, hoy quieren sentirse muy seguros, pensó. Quizás uno de ellos estaba buscando un sitio donde aparcar y eso era todo. Le echó una mirada a Elizabeth para comprobar si ella también lo había notado. No, ¿por qué habría de notarlo? Sólo él podía ver lo que se reflejaba en el espejo retrovisor. Condujo hasta un pequeño y cálido restaurante japonés de Wisconsin Avenue. No podía llevarla a su casa mientras desde el maldito FBI la estuvieran controlando con micrófonos ocultos. El camarero oriental seccionó con destreza los gordos camarones y los cocinó sobre la plancha de metal que descansaba en el centro de la mesa. Al terminar la cocción hizo saltar cada camarón en sus respectivos platos, y les sirvió pequeñas y deliciosas escudillas de salsa para bañar los trozos. Elizabeth se espabiló bajo los efectos del
sake
tibio.

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