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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (2 page)

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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Un compañero de Gisele, un mulato al que todos llamaban Nené, realizó una llamada desde su móvil. La llamada de Nené a la policía de Río puso en marcha el procedimiento que acabaría llegando hasta mí. No pasaron más de veinte minutos desde la llamada de Nené cuando la policía hizo acto de presencia con un dispositivo formado por tres agentes del Departamento de Homicidios, un fotógrafo y dos agentes de uniforme. Los camilleros esperaban a unos metros de donde los polis formulaban a la brigada de limpieza preguntas que no iban a llevar a nada a la policía, pero sí a los de la limpieza, que por orden del inspector Lucas Bastos habían acabado con su trabajo esa mañana. Qué suerte que Gisele encontrara el cadáver de un tipo con un traje de Armani empapado de agua salada y con arena en los bolsillos. Día libre. Playa acordonada. El sol cada vez caía más fuerte. Calor. Gotas de sudor en todas las patillas. Uno de los polis, bajo la atenta mirada de Bastos, que era quien estaba al mando, se colocó los guantes y buscó en los bolsillos del traje que al muerto le quedaba tan bien. Solo arena. Ni llaves, ni monedas, ni ningún documento.

Los camilleros recibieron por fin la orden de Bastos, quien con un breve asentimiento les pidió que cargaran con el cadáver y lo trasladasen a la clínica forense. También les pidió a sus hombres que esperaran a una brigada policial que vendría a recoger cualquier cosa de la playa que pudiera servir de prueba: colillas de cigarros, latas… Nunca se sabe dónde puede haber oculta una prueba, y, si al final no encontraban nada, que por lo menos pareciera que se habían esforzado en ello.

Los agentes uniformados y dos de la secreta se quedaron junto al vacío de la arena donde apenas unos minutos antes yacía un elegante cadáver que en esos momentos ya viajaba dentro de una ambulancia que se abría paso entre el tráfico de Río con las sirenas encendidas. ¿Para qué correr tanto, si solo llevaban un muerto? Pues para qué iba a ser: para acabar rápido e ir a por algo fresco lo antes posible. Bastos entró en el coche junto al fotógrafo. Se iban a comisaría. Charly Cavaleiro ya no necesitaba ir al laboratorio a revelar su carrete. El viejo Charly, más de treinta años fotografiando muertos, heridos y apaleados, añoraba los días en que se encerraba en su laboratorio de luz roja para revelar fotografías que iba colgando en un macabro tendedero en el que se revelaban a fuego lento todo tipo de desgracias. Los avances tecnológicos habían desplazado los métodos tradicionales, con lo que hacía ya algunos años que a Charly le bastaba con conectar la máquina digital a su ordenador e imprimir en impresora láser. El resultado era de calidad; le dolía admitirlo, pero lo digital funcionaba mejor que lo analógico. De hecho, lo que Charly añoraba de esos tiempos no era la forma de trabajar, sino todo lo demás: lo joven que era, la novia que tenía, lo bien que soportaba su cuerpo salir cada noche hasta las cinco y llegar al trabajo a las ocho y media, resacoso, pero vivo. Con el paso de los años el entorno de su vida se fue haciendo un poco más aburrido pero se trabajaba mejor, aunque más. Resulta irónico que a medida que la tecnología avanza para facilitarnos el trabajo, el trabajo se acumula cada vez más. Algo falla, desde luego.

El procedimiento siguió su curso. Lucas Bastos tecleó en su ordenador lo ocurrido aquella mañana en la playa. Escribía rodeado de un caos de policías y administrativos que iban de un lado a otro con papeles o vasos de plástico llenos de humeante café, sorteando otras mesas donde otros polis redactaban informes, escribían correos personales o buscaban vuelos baratos en internet. Los había que leían la prensa, los que hablaban con otros compañeros y los que hablaban por teléfono. Debía de haber unas cien personas en aquella sala amplia, diáfana, con muchas ventanas a través de las cuales se divisaba una avenida céntrica de Río y varios ventiladores fijados en la pared que resultaban insuficientes para combatir el calor.

Marcelo Machado era médico forense. Acababa de desayunar a lo grande, como a él le gustaba: dos huevos fritos, lechuga, dos salchichas muy hechas, mayonesa, pan para acompañar, las noticias frescas del día, agua y dos cafés. El negro sabía vivir. Podía renunciar a cualquier ingrediente del desayuno excepto a dos: las noticias y el café. No concebía empezar el día sin estar bien informado de los planes de Lula o los próximos compromisos de la
canarinha
.

Se levantaba una hora antes para poder disfrutar de un tranquilo desayuno en el bar de César Ferreira, ubicado a solo dos calles de la clínica. El doctor Machado era un tipo metódico al que le gustaba disponer de una hora para leer la prensa sin que el reloj le viniera con prisas. Con el estómago lleno y bien informado de lo mal que iba el mundo, Marcelo Machado llegó a la clínica forense, un edificio algo vetusto de tres plantas que en los 60 había albergado un teatro. No era un médico más, era el director, cargo que aceptó a regañadientes porque le representaba más responsabilidad pero no mejor sueldo. Pese a que desde que ostentaba su nuevo cargo podría haberse dedicado a pasar más tiempo en su despacho o incluso en cócteles celebrados por entidades pertenecientes al Ayuntamiento, a Machado, un médico de raza, lo que realmente le hacía feliz era ponerse su bata blanca y bajar a la sala de autopsias a abrir cuerpos en busca de balas y órganos dañados. En busca del «cómo», del «cómo» lo habían matado.

Su ayudante habitual, tras seis años siendo su mano derecha, se había trasladado a una clínica privada donde las millonarias de Río iban a retocarse el culo y la nariz. Hortensia Alegría era desde hacía pocos meses la ayudante del doctor Machado. No respondía en nada a la idea que a cualquiera le viene a la cabeza cuando oye el término «brasileña». Hortensia era blanca, rubia y de ojos claros.

—Jamás he visto una brasileña tan parecida a una noruega —le dijo Marcelo el día que la conoció.

Estaba muy contento con ella. Acababa de licenciarse y su entusiasmo por el oficio todavía permanecía intacto. Al doctor Machado le facilitaba mucho el trabajo.

—Doctor Machado, el muerto ya está preparado.

Bajaron por las escaleras que llevaban a la sala de autopsias, que ocupaba el espacio de lo que habían sido unos camerinos. Machado iba delante, Hortensia le seguía con un portafolio que contenía el informe del muerto que iban a analizar y del que le hacía un resumen al doctor. Fue encontrado en la playa hacía tres días. Indicios: le dieron una paliza y lo asfixiaron. El policía que llevaba el caso era el inspector Lucas Bastos, del Departamento de Homicidios.

—Un buen amigo mío —le dijo Machado mientras empujaba la puerta con el brazo extendido y se hacía a un lado para que Hortensia pasase primero—. Empezamos juntos la carrera de Medicina. Él lo dejó en segundo. No sé si con ello habremos ganado un buen policía, pero puedo asegurar que nos hemos ahorrado un médico nefasto.

En medio de la sala, bajo una tormenta de luz blanca que varios fluorescentes de considerable potencia irradiaban desde el techo, un muerto desnudo, boca arriba, sobre una enorme mesa metálica. Colgando del pulgar de su pie derecho, la fecha y el lugar donde fue encontrado. Era todo cuanto se sabía de él.

Hortensia y el doctor Machado se miraron. Él le guiñó un ojo por encima de la mascarilla. Era la señal de que empezaba la función. Le pidió a su ayudante un bisturí.

Lucas Bastos llevaba una mala racha cerrando casos que no habían sido resueltos. Era como si cada vez hubiera más delincuencia y menos policía, o que los malos cada vez fueran mejores y los buenos cada vez le echaran menos ganas, lo cual sería lógico; casi nadie se hace policía por vocación. Bastos iba para médico. Yo me licencié en Sociología en la Universidad de Barcelona. Y con nota, que conste. Llegó un momento en que los dos tuvimos que hacer algo para ganarnos la vida. Bastos no tenía carrera y Sociología no es precisamente un ariete para abrirse paso en el mercado laboral. Si no sabes qué hacer, hazte poli. Las pruebas de acceso son cada vez más fáciles. Una vez superadas dispones de mucho tiempo libre y un sueldo que, en vista de los tiempos que corren, no está mal. Además, nunca te disparan. Es un trabajo muy tranquilo que consiste básicamente en redactar informes, hacer preguntas y delegar en expertos (psicólogos, forenses, balística…) el trabajo práctico.

Llamaron al teléfono de Bastos mientras este estaba cerrando un caso más sin haber aclarado nada. Junto a él, rugía el motor de una sencilla impresora a punto de quedarse seca.

—Soy Bastos.

—Buenos días, inspector.

Sonrió al reconocer la voz de su amigo Marcelo Machado. Se hicieron amigos en primero de Medicina y sus trayectorias profesionales les habían mantenido vinculados gracias a los asesinatos que se iban cometiendo en Río. El doctor Machado había realizado más de cien autopsias de cadáveres cuya muerte tenía que esclarecer Bastos. La última se la había realizado al tipo del traje de Armani. Aprovechando que había un muerto en común, Bastos se citó para comer con Machado en el bar de César Ferreira. A la una y media los dos estarían ahí. Finalmente fueron tres: Charly Cavaleiro se sumó a la cita. Los tres eran amigos desde hacía años. Habían cerrado juntos muchos bares de Río, en condición de solteros, de casados, de divorciados, de casados en segundas nupcias y de, en el caso de Charly y Machado, divorciados por segunda vez. Bastos seguía casado con su segunda esposa.

Charly era siete años mayor que ellos. Ya tenía cincuenta y cuatro. Estudió Fotografía y trabajó para varios diarios locales. También fue fotógrafo de bodas y hacía ya años que daba por sentado que nunca cumpliría su sueño de trabajar para
National Geographic
. La estabilidad económica se la había dado su trabajo en la policía, donde entró pocos meses después de que Bastos fuera ascendido a inspector en un caso flagrante de tráfico de influencias.

Charly era mulato, pelo negro rizado con bastantes entradas. Llevaba unas gafas de montura negra, cuadradas. Machado era negro y muy corpulento. Medía casi metro noventa. Bastos era en realidad blanco, el bronceado que lucía era de rayos UVA. Pelo castaño, nariz pequeña y ojos claros. Machado se fundió en un abrazo con Bastos primero y con Charly después. Hubo suerte: la mesa preferida del doctor Machado, la que se encontraba junto a una enorme cristalera a través de la cual se podía contemplar el nervio de una amplia avenida, estaba libre. Sobró tiempo para una relajante sobremesa en la que Charly y Bastos tomaron licor de manzana. Machado, en su condición de médico, se vio obligado a tomar solo un café. Hablaron de fútbol. Les encantaba a los tres. Bastos y Machado tenían una foto en la que ambos aparecían con Rivaldo. Charly no aparecía en la foto; era el autor. Tenían ganas de que empezara el Mundial 2006 para defender el título logrado en Corea y Japón. Perdón, de defender, nada; en términos futbolísticos, en Brasil solo se puede hablar de atacar. En la
canarinha
atacan hasta los laterales. Estaban ansiosos de que llegara el verano de 2006 para darles una lección a ingleses, franceses, alemanes y argentinos. Sobre todo a los argentinos.

A las cuatro menos cinco decidieron que se hacía tarde. Invitó Machado, como siempre que se comía en el bar de César Ferreira. Caminaron hacia la clínica bajo el sol de media tarde. Después del atracón, a Bastos y Charly les hubiera sentado bien una siesta, pero no sabían qué era. Sabrían de samba y de fútbol, pero la siesta es patrimonio español. En el resto del mundo solo los bebés, los enfermos y los perros duermen después de comer.

Charly y Bastos esperaron en un pasillo de la clínica a que Marcelo acabara de atender en su despacho una llamada más o menos urgente. Cada vez que visitaba los dominios del doctor Machado, Bastos no podía remediar pensar en cómo le habría ido la vida si se hubiera esforzado más en la carrera de medicina. Cuando el grandullón de Machado le hablaba de incisiones cutáneas, pinzas de disección o secciones vertebrales, se imaginaba que en realidad quien lo decía era él. Bastos sentía que su trabajo de policía, comparado con el de su amigo Machado, era de una miseria vital que le entraban ganas de dejarlo.

Los tres bajaron por las escaleras a la sala de autopsias. Allí les esperaba la doctora Hortensia Alegría junto al mismo cadáver que apenas tres días antes Charly fotografiaba en la playa. Machado se encargó de las presentaciones pertinentes. Los polis y la doctora se estrecharon las manos y se mostraron encantados de conocerse.

—Estaba más guapo con el traje —comentó Charly respecto al fiambre.

A un lado del cadáver, los dos médicos; al otro, los polis. Que al cadáver le habían metido mano se notaba a una legua. Tenía cortes por todas partes. Bastos esperaba impaciente una nueva lección de medicina forense de las que impartía su buen amigo.

—Los signos de violencia son evidentes —dijo el doctor—. Ha sido un asesinato.

—Era de esperar —dijo Charly—. Un tipo que puede pagarse esos trajes no muere por propia voluntad.

—Si permitís que me introduzca en vuestro terreno —dijo Machado—, diría que estamos ante un caso de ajuste de cuentas. No es el típico pardillo que estaba paseando por la playa borracho y lo han asaltado cuatro
meninos
. A este lo llevaron a la playa para matarlo, y le ha matado alguien que le odiaba mucho, a tenor de lo mucho que se han ensañado con él.

Machado, todo un caballero, delegó en la doctora Hortensia Alegría la explicación del resultado de su análisis. Tres costillas rotas. Por el tipo de fractura no quedaba duda de que a ese tipo lo habían cosido a hostias. También le faltaba un diente y tenía una ceja abierta. Presentaba varias fracturas en distintos huesos de la cara, incluyendo la nariz. El pómulo izquierdo lo tenía destrozado. Había arañazos en la parte trasera del cráneo, provocados por alguien que le agarró fuertemente de la cabeza.

—Si lo han matado a golpes —dijo Bastos— nos ahorraremos tener que ir a balística. El nuevo director y yo no congeniamos demasiado. Porque no habéis encontrado ninguna bala en su cuerpo, ¿no?

—Balas, precisamente no… —contestó Hortensia.

El tono no engañó a nadie: indicaba que el cuerpo venía con sorpresa, como los huevos Kinder. Los dos polis fijaron sus pupilas en las de la doctora Alegría, que se dirigió hasta un armario metálico que había en un rincón de la sala. Usó una llave para abrirlo. Dentro del armario había varios cajones. Usó una llave distinta para abrir el cajón superior.

—Nos fallan los porteros —dijo Machado—. Brasil nunca ha sido tierra de porteros. Nos sobran delanteros y centrocampistas, pero de porteros andamos mal. Es una realidad histórica. Alemania e Italia sí tienen buenos porteros. Y Camerún, por supuesto. Camerún ha sido cuna de grandes porteros.

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