Hortensia dejó el armario abierto a sus espaldas, con el cajón superior sobresaliendo, y volvió a colocarse a la derecha del doctor. Llevaba en su mano derecha una pequeña bolsa de plástico con cierre hermético. Alargó el brazo por encima del pecho del muerto y Bastos cogió la bolsa. Sosteniéndola a la altura de los ojos, la observó detenidamente. Estaba repleta de monedas.
—Hemos encontrado dieciséis monedas dentro de su cuerpo —explicó Machado—. Su esófago y su tráquea están hechos puré.
—Se las han hecho tragar —explicó innecesariamente Hortensia.
—¿No te parece que esto tiene pinta de ajuste de cuentas, inspector? —preguntó Machado.
—Queda claro que no es obra de los
meninos
—dijo Charly—. Ni yendo de pegamento hasta el culo se desharían de una cantidad de dinero como esta. Ellos matan por una sola moneda.
Una de las monedas había llamado la atención de Bastos, que miraba el contenido de la bolsa como si estuviera hipnotizado. La abrió e introdujo dos dedos que fueron a por su presa apartando las monedas brasileñas; la que le había llamado la atención era extranjera. La pescó y la extrajo. Dejó la bolsa con el resto de monedas sobre la mesa metálica, junto al brazo extendido del muerto. Sostuvo la moneda sobre la palma de la mano, observándola bajo un chorro de luz blanca. Al inclinar ligeramente la mano, un destello cobró vida y extendió cual alfombra un brillo sobre la moneda de dos euros. Bastos le dio la vuelta.
—España —leyó.
El procedimiento se iba acercando cada vez más a mí.
—¿Y ese cabezón quién es? —preguntó Charly, observando la moneda por encima del hombro de su colega.
Bastos buscó en la moneda el nombre del cabezón. No lo encontró.
—Debe de ser el presidente de España —dijo Bastos—. O Cristóbal Colón.
Machado, esta vez en su condición de riguroso lector de periódicos, les informó de que el cabezón de la moneda era Juan Carlos I, el rey de España.
—Pues ya tenemos a nuestro primer sospechoso —dijo Charly—: el cabezón I de España.
Todas las monedas nacionales menos una española. Habría que esperar unos días para saber si era solo una casualidad o los asesinos tenían alguna relación con el país donde reinaba el cabezón. Porque eran asesinos, en plural. La complexión del muerto era atlética. En un cuerpo a cuerpo, solo alguien como el increíble Hulk, rápido y fuerte, podría haberle propinado una somanta de palos como aquella y hacerle tragar monedas, que fue lo que le mató. Lo dedujeron Hortensia y Machado al descubrir las lesiones causadas en esófago, lengua y boca. Las monedas obstaculizaron la respiración, y sin oxígeno el cerebro no tarda en morir más de cinco o seis minutos.
—Se están analizando sus huellas dactilares para comprobar si corresponden a algún ciudadano brasileño —informó Bastos—. Tardaremos todavía unos días en saberlo.
—No es brasileño —dijo Marcelo Machado. El doctor guardaba otra sorpresa.
—¿Te lo ha dicho él? —preguntó Charly.
—Podríamos decir que sí.
La enigmática respuesta de Machado convirtió a Charly y Bastos en dos signos de interrogación con traje y zapatos. Mudos, esperaron a que su amigo forense les aclarase lo que había querido decir. Hortensia rodeó la mesa, se colocó entre los dos polis y les pidió que se apartaran. Necesitaba espacio porque iban a darle la vuelta al cadáver, y había que hacerlo con manos expertas, puesto que lo habían abierto y cosido por varios puntos y, dependiendo de cómo se manipulara, el muerto se podía romper. Machado dirigió la operación «ponlo del revés», que ejecutaron en pocos segundos. Con el cadáver boca abajo, los dos polis dieron de nuevo dos pasos al frente y se colocaron junto a Hortensia, flanqueándola.
—La madre que me parió… —musitó Bastos.
—Este desgraciado es una pista viviente —dijo Charly, observando la espalda del cadáver.
—No me parece muy viviente —apuntó Hortensia.
Tatuajes. La espalda llena de tatuajes. De escudos. De nombres. De fechas. De palabras que no sabían qué significaban, pero que algo debían de significar en español, que era el idioma que hablaba aquella espalda.
—Supongo que los que le mataron no lo vieron nunca con el torso desnudo —dijo Charly—. Si no, además de llevarse sus documentos, lo habrían quemado.
Bastos seguía con la mirada fija en los tatuajes. Mal iríamos si todas aquellas palabras en español no llevaran a la identificación del cadáver.
—Habrá que hacerle llegar a la policía española las huellas de este cabrón —dijo Bastos.
Charly sacó su sofisticada máquina digital y empezó a fotografiar, uno a uno, todos los tatuajes de la espalda. Bastos salió de la sala. Desde las mismas escaleras oscuras y estrechas por donde antes habían bajado, realizó una llamada desde su móvil a un administrativo de la comisaría al que le había pedido una lista de desaparecidos. Le preguntó si alguno era español.
—Aquí lo tengo, inspector —le dijo el administrativo tras haber dejado a Bastos casi cinco minutos con el hilo musical—. Hay un español en la lista. Su novia denunció hace tres días su desaparición. ¿Quiere el nombre del fiambre?
—Léeme mejor su descripción física.
—Metro ochenta, ancho de espaldas, cuerpo atlético, pelo corto y castaño, suele vestir trajes caros y lleva muchos tatuajes en la espalda.
—Es nuestro fiambre —dijo Bastos—. Voy para comisaría. Cuando llegue quiero ver sobre mi mesa un listado de españoles que hayan visitado Brasil el último mes. También necesito el nombre y el teléfono de la novia del muerto.
—Inspector, ¿puedo facilitárselo mañana por la mañana? Tengo clase de cocina a las siete.
—Ya me has oído: cuando llegue, las dos cosas sobre mi mesa.
La vida, en realidad, es muy fácil. Se trata únicamente de hacer lo que te dicen tus padres. Estudia, pórtate bien, aprende inglés, matricúlate a carreras con salida profesional, ese no te conviene, toma ejemplo del otro, el alquiler es tirar el dinero, no te metas en líos, drogas no, si bebes no conduzcas, tener hijos es maravilloso, hay que leer más y la violencia no es el camino. Te han dado todas las directrices para encaminarte hacia el éxito o, yendo muy mal, hacia el empate. Cualquier decisión que tomes fuera de estos parámetros puede acarrearte fatales consecuencias, a no ser que seas muy afortunado o tengas un talento desmesurado para aquello que intentes.
Los padres de Álex Solsona no hallaron la fórmula de hacer entrar en vereda al menor de sus hijos, quien desde muy joven les dejó clara su devoción por la ruleta rusa.
—No tiene término medio —solía decir su madre—: o triunfará en Hollywood o cumplirá una condena.
Hasta los trece años, Álex Solsona había sido un niño ejemplar. Sacaba buenas notas y no daba problemas. Era especialmente rápido en matemáticas, que es donde uno pone verdaderamente a prueba su coeficiente intelectual. Cualquier mentecato puede llegar a ser juez (ejemplos los hay a mansalva) si invierte las horas necesarias. Prueba de leer quinientas veces el texto más complejo y acabarás siendo capaz de soltarlo casi con absoluta literalidad. Para sacar adelante una ecuación de quinto grado, o tienes muy bien engrasadas todas las neuronas, o estás abocado al fracaso.
Si se preguntaba por Álex Solsona a sus maestros de básica, todo eran elogios. Educado, guapo, con unos ojos azules impresionantes, niño encantador, muy listo, carismático, deportista excepcional, poseedor de un cerebro que carburaba bien, personalidad suficiente para debatir con cualquiera sobre todo aquello con lo que no estuviera conforme, solidario con los compañeros…
Las opiniones que se recabarían sobre Álex Solsona en el instituto en el que dejó inconcluso el bachillerato estarían en las antípodas de las hasta ahora leídas: chulo, engreído, respondón, habitual de salones recreativos en horario escolar, carne de reformatorio, vago, pinta, listillo, vacilón. Lo dicho: las antípodas.
El cortocircuito que se produjo en la trayectoria del joven Solsona lo provocó una mujer cuyo nombre fue el primer tatuaje que Álex se hizo en la espalda a finales de los 70, cuando los tatuajes aún respondían a la necesidad de mostrar una actitud.
Se llamaba Lola. Cuando conoció a Solsona casi le doblaba la edad. Corría 1978, Solsona estaba a punto de cumplir los dieciséis y ella veintisiete. Era una mujer muy avanzada a su tiempo. Aunque educada en pleno franquismo, su mentalidad sería a duras penas entendida por una minoría en pleno siglo XXI. A diferencia de la mujer tipo española de su época, Lola no quería ser madre ni formar una familia. Ya que la habían traído al mundo sin consultarle antes, como mínimo quería vivir la vida siguiendo sus propias reglas, y no las que le dictaran desde la caverna franquista primero o desde la libertad contenida de los primeros años de democracia después.
—La vida es una discoteca —solía decir, para matizar seguidamente—: si te lo sabes montar bien.
Lola se cruzó un par de veces con el guapo pipiolo de ojos azules y anchas espaldas que ya era Álex a tan pronta edad y, al tercer día, le cortó el paso. Visto de cerca, el moderado acné y el libro de física y química que llevaba bajo el brazo delataban su juventud, pero también unos rasgos y una sonrisa que hasta la fecha Lola solo había visto en películas de 35. Más que una promesa, ese pájaro era una realidad.
—Te invito a un café —le espetó Lola, ni corta ni perezosa.
Álex la miró extrañado, pero no se encendió en su interior ninguna alarma que aconsejara desconfiar de esa mujer.
—Nunca he probado el café —dijo Álex.
—¿A un batido de vainilla?
—Mejor a un café —respondió Álex al detectar cierta sorna en el tono de la pregunta.
—Lo haremos en mi casa.
El inocente Solsona pensó que a lo que se refería Lola era solo al café, y dos horas después de la veleidosa proposición indecente, Álex Solsona se dejaba la virginidad en el colchón de un frío ático dos meses antes de cumplir los dieciséis, toda una hazaña en una época en la que la mayoría de los hombres españoles perdían la virginidad yéndose de putas con un par de compañeros de la mili.
Pero la aportación de Lola a nuestro héroe fue muchísimo más que descubrirle lo que era un beso con lengua, una caricia o una felación, banalidades que, por otro lado, bien hubiera podido alquilar en un burdel. El gran hallazgo de Solsona en el ático de Lola fue una pared desnuda, un tabique pintado de blanco radiante sin cuadros colgados ni estantes fijados. Solo color blanco. No era necesario pasar un dedo por aquella pared para que uno se percatara de que estaba limpia a más no poder. Su pulcritud contrastaba con cualquier otro rincón del piso de Lola, que no era precisamente una mujer muy dada a las tareas del hogar. Bolas de polvo campaban a sus anchas por cocina, baño y dormitorios. Los platos se amontonaban día sí y día también en el fregadero, y el montón de ropa sucia que tan a menudo desbordaba un cesto de tamaño medio era la constatación de la irregularidad con la que hacía la colada.
Solsona no tardó demasiado en averiguar a qué se debía lo que parecía verdadera adoración por un tabique. Lola se lo descubrió un miércoles por la mañana, a la misma hora que los compañeros de Álex se pudrían de aburrimiento declinando palabras en latín. Para dotar de una mínima magia al momento, Lola vendó los ojos de Álex con una camiseta roja y bajó las persianas al máximo.
—¿Seguro que no ves nada? —le preguntó.
Álex Solsona negó con la cabeza. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, trataba de adivinar qué eran los ruidos que hacía Lola a su espalda. Apartaba muebles. Abría cajas. Manipulaba un objeto más o menos pesado. Encajaba piezas.
—No te quites la venda hasta que yo te lo diga.
Detectó el efecto de una nueva luz al otro lado de la venda. El inconfundible ruido del proyector Súper 8 cuando las dos bobinas empezaron a rodar no dejó lugar a equívocos. Sin esperar la orden de Lola, Álex se despojó de la venda y miró ensimismado la pared blanca, transformada en una enorme pantalla de cine en la que aparecía un número cuatro dentro de un círculo. Luego el tres, el dos, el uno. La imagen de cada número iba acompañada de un corto pitido. Cuando finalizó la cuenta atrás, el logo de la Warner Bros tal como era a principios de los cuarenta.
—¿Has visto
Casablanca
, Álex?
—No.
La peculiar relación de Álex y Lola duró casi lo mismo que el segundo de bachillerato del curso 78 - 79, al final del cual los padres de Álex le regalaron un reloj calculadora —el último grito en relojes de la época— por la colección de notables que había ido acumulando su vástago. Notable en Matemáticas, notable en Literatura, notable en Física y Química…
—En dibujo ponme un suficiente —le indicó Álex a Lola—. Nunca se me ha dado bien. Mis padres podrían sospechar.
—En gimnasia supongo que un sobresaliente.
—La duda ofende…
—¿Religión?
—Un notable está bien.
—Dos sobresalientes, seis notables, un bien y el suficiente de dibujo. —Lola le dio a Álex el boletín falsificado—. ¿Te parecen buenas notas?
—Perfectas. ¿Ponemos la película?
A Álex le apasionaba ver las películas proyectadas en la pared de la casa de Lola. Caló tan hondo en él el ritual y la atmósfera del Súper 8 (apagar luces y bajar persianas, la imagen enorme, las partículas de polvo flotando en el haz de luz que emanaba del objetivo, el ruido de las bobinas), que cuando a principios de los ochenta el vídeo arraigó en España mandando al altillo latas y proyectores, Solsona se prometió a sí mismo que, como muestra de lealtad al Súper 8, no tendría un vídeo jamás, promesa que incumpliría adquiriendo un Sony Betamax en las rebajas de enero del 84.
Además de algunos grandes clásicos del cine que, difícilmente, uno se muere sin haber visto, las películas que más le interesaban eran todas aquellas de serie B de marcada estética setentera protagonizadas por atracadores de bancos, policías rebeldes que no acataban ni una sola orden de sus superiores, cazadores de recompensas solitarios que vivían al margen de la ley, estafadores de todo tipo, chicas espectaculares que acababan besando al protagonista y enseñaban mucha pierna, persecuciones de bajo presupuesto donde los coches se salían de la vía pero casi nunca explotaban… Solsona se empachó de ver películas de ese corte en una edad en la que la personalidad es tremendamente moldeable.