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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (4 page)

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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—Yo quiero ser como este tío —le oyó decir Lola cientos de veces.

Cualquier otro adulto que le hubiera oído decir esto a un chaval de dieciséis hubiera salido al corte haciéndole ver que la vida es una cosa y otra cosa es el Súper 8, que el actor tiene un papel escrito a medida, que desde antes de empezar ya sabe que todo acabará bien, que lo mima el director, la cámara, la maquilladora, que cuando las cosas se ponen difíciles aparece un doble para sacarle del fuego las castañas que hagan falta. Todo lo contrario que en la vida real. Lola, sin embargo:

—Si quieres ser como él, no te prives de intentarlo —le decía, guardando la bobina dentro de la lata—. Aunque más vale que no se lo cuentes a nadie fuera de mi piso porque la mayoría te intentará convencer de que solo hay una manera de vivir la vida: siendo responsable, formando una familia, ser fiel a una sola mujer en un mundo plagado de ellas, trabajar, creer en Dios y pagar impuestos. Yo decidí escaparme de todo lo que me proponían. Espero que tú tengas el valor de decidir qué camino eliges. Ya te digo ahora que no es fácil.

—Yo quiero ser como los tipos que veo en tu pared cuando se apagan las luces.

—¿A qué se dedica tu padre, Álex?

—Es contable.

—Contable… ni más ni menos que contable. Mejor no le expongas cuáles son tus verdaderas ambiciones. Lo que define a una persona es su profesión, y no su horóscopo. Los contables ni siquiera saben bailar. Su alma está teñida del color gris del orden excelso. A ellos todo tiene que cuadrarles.

Sin duda, la tutora ideal.

Fuera del piso, Lola le demostró a Álex sus dotes para aprovechar al máximo todo lo que la ciudad ofrecía sin pagar ni un duro a cambio.

—Lo hago para divertirme —le dijo—. Y, como principio, solo actúo contra los que más tienen. No estafaré nunca al bar de la esquina. Es en los restaurantes y hoteles pensados para que los ricos disfruten donde me gusta portarme mal.

Uno de los trucos que había utilizado Lola delante de Álex era el de entrar a comer en un buen restaurante llevando en el bolsillo un sobre con una cucaracha muerta en su interior. Cuando al segundo plato le quedaba poco más que el condimento, sacaba el insecto y, con disimulo, lo dejaba en el plato. Llamaba al camarero y le exigía de malos modos que avisara al
maître
.

—¡Y que venga con el libro de reclamaciones!

Delante del
maître
fingía estar a punto de vomitar y pedía una ambulancia. Cuando le decían por segunda vez que la cena corría a cuenta del restaurante y que estaba invitada a cenar la próxima vez que viniera, a Lola se le empezaba a pasar el mareo.

—Qué bueno estaba el magret de pato —decía ya fuera, normalmente entre risas.

En hoteles, en restaurantes, en estaciones de tren. Las lecciones de interpretación que recibió Álex de Lola no las impartían en el Instituto del Teatro. Y ella no actuaba ante un público que había venido dispuesto a dejarse engañar: lo de Lola era fuego real.

Una tarde, a dos semanas del comienzo del curso 79 - 80, con los libros de tercero de bachillerato recién comprados y su nombre incluido en las listas de segundo, Álex llamó hasta tres veces a la puerta del piso de Lola sin obtener respuesta. La puerta que se abrió fue la del vecino, un chico joven con claros síntomas de acabar de despertarse de una siesta más larga de lo conveniente.

—Hola —dijo bostezando—. ¿Eres Álex?

—Según para quién —respondió Álex, haciendo suya la respuesta que había oído en boca de un protagonista Súper 8 tras serle formulada la misma pregunta.

—Lola me dijo que, tarde o temprano, oiría llamar a su puerta a un joven alto, muy guapo y de ojos azules que se llamaría Álex. Deduzco que eres tú.

—Y yo deduzco que tú eres adivino —respondió Álex, de nuevo aferrado al tono Súper 8.

—Me dijo que eras más amable y educado.

—Se olvidó de matizar que era solo en Navidad. ¿Qué más te dijo?

—Se ha ido.

—Ya lo sé, no contesta.

—Se ha ido para siempre, listillo. Se ha mudado.

Álex no daba crédito a lo que oía. Por unos segundos pareció haber olvidado cómo debía mover los labios para poder hablar.

—A mí… no me… ha dicho nada…

—Me dijo que cuando vinieras te lo dijera. Ella cree que es mejor así.

El desconcierto de Solsona iba en aumento. Se negaba a asimilar la noticia que el vecino de la siesta le acababa de clavar como un puñal de finísimo filo y dientes afilados.

—¿Te dijo adónde ha ido?

—A Madrid. A trabajar para una productora de cine. Ella sabe mucho de cine. Siempre ha trabajado para distribuidoras de películas. Su casa siempre está llena de latas de…

—Qué me vas a contar… —interrumpió Álex.

Álex empezó a bajar las escaleras cuando el vecino le llamó. Se giró a medio camino entre los pisos cuarto y tercero.

—No la eches de menos.

—Esa es una decisión que tengo que tomar yo, ¿no crees?

—Yo también me acostaba con ella. Le costaba poco acostarse con alguien.

—Gracias por contármelo. ¿Me puedo ir o me quedo un rato más aquí para que puedas seguir tocándome las pelotas?

El vecino sonrió. Le hacía gracia ver a un joven tan desafiante.

Ya en la calle, Álex posó el culo sobre el capó de un coche e hizo un rápido análisis de la nueva realidad, para la que no estaba preparado. Volver al colegio después de un año de sexo y Súper 8 en pleno horario escolar no le estimulaba lo más mínimo. Lola le había enseñado a falsificar las notas, con lo que podía seguir llevando a casa felices calificaciones y el suficiente de dibujo. La mayoría de edad se había bajado en 1978 de los 21 a los 18 años, hecho que le hacía ganar a Álex un tiempo precioso. Era septiembre de 1979, lo que significaba que a él le quedaban solo catorce meses para alcanzarla. Pasados los catorce meses, se alistaría como voluntario en el arma de Aviación para cumplir con el servicio militar, que era lo que realmente establecía la mayoría de edad en la España de la época, y, al volver de la mili, se inventaría un currículo creíble para lanzarse a buscar trabajo.

—Ese era el plan que estableció, inspector Prats —me dijo su padre el día que fui a comunicarle personalmente que su hijo había sido encontrado muerto en Brasil—. Y lo llevó a cabo.

Dejé la taza de café sobre la mesa del comedor de los Solsona, que seguían viviendo en el mismo piso de alquiler en el que se instalaron tras la luna de miel.

—¿Quieren más café?

—No, gracias —contesté a la vez que el psicólogo que me acompañó por si alguien se desmoronaba en casa de los Solsona. Por suerte, los padres de Álex hicieron alarde de una entereza encomiable.

Observé la fotografía que había en el segundo estante de un mueble de madera: Álex Solsona con un gorro azul de waterpolo en la cabeza.

Álex no cometió la torpeza de decirles a sus padres que dejaba los estudios sin haber aprobado ni una asignatura de segundo de bachillerato. Para no destapar la farsa, salía de casa todas las mañanas que había clase… pero en lugar de acudir al instituto se iba al Club Natació Catalunya, club del que era socio desde pequeño y en cuyas instalaciones podía pasarse toda la mañana sin preocuparse por no tener ni un duro en el bolsillo. Sus padres no acertaron en reparar que la masa muscular de su hijo aumentó considerablemente aquel año.

—Lo atribuí al crecimiento —dijo la señora Solsona.

—Yo no me fijo en esas cosas —dijo el padre—. Soy contable.

Quienes sí se fijaron en ello fueron los técnicos de waterpolo de las categorías inferiores del club. Álex pasó las pruebas que le invitaron a hacer e ingresó en el equipo. Su progresión como waterpolista fue notable, llegando a ser un goleador destacado hasta que dio el salto al primer equipo. En la División de Honor pasaba más minutos en el banquillo que en el agua, y para un tipo con un ego tan grande, que los sistemas tácticos de su entrenador le escatimaran protagonismo era demasiado difícil de asumir. Se convenció de que para ser feliz no necesitaba ser suplente de nadie y colgó el bañador. Después de jurar bandera en Barcelona —los voluntarios escogían destino—, puso en práctica las habilidades aprendidas con Lola y falsificó un currículo que le abrió las puertas de varias oficinas. Corrían los primeros ochenta y eran tiempos de bonanza económica; buen tiempo para buscar trabajo, a lo que se sumaba la consolidación de la mujer en el mercado laboral, toda una ventaja para un seductor empedernido como Solsona; pocas jefas iban a negarle una oportunidad al macizorro de los ojos azules. ¡Si es que era encantador el muy cabrón! Ahora sonrío, ahora arqueo las cejas, ahora la miro fijamente a los ojos, y ahora el trabajo va a ser mío.

Con trabajo y un pequeño piso de alquiler, Álex Solsona pudo aferrarse a lo grande a un principio que practicó al límite: si puedes divertirte hoy, no esperes a mañana. Era perfectamente consciente de que la naturaleza se había lucido con él, y no iba a ser tan tonto como para no sacarle partido a ello. Metro ochenta, ni una entrada, ni una cana, ni una arruga, ancho de espaldas, ni un gramo de grasa, y por si todo ello no bastara, dentro del chasis había ingenio, carisma, astucia y una demoledora capacidad de seducción. Álex era tan capaz de ligar en la discoteca como en el metro, con la peluquera y con la turista canadiense. Guapos y cachas los hay a montones, de tipos con el atractivo de Álex Solsona no andan muy sobradas las aceras. Le dijeron varias veces que parecía estar tocado por algo parecido a un don. Solsona era, sin duda, el tipo de hombre que muchos de nosotros querríamos ser. Alguna noche, al menos.

El hombre del alma Súper 8 se sintió siempre atraído por los tipos más peculiares de ahí donde iba, aquellos que, por un motivo u otro, tuvieran alguna característica que les diferenciara de los demás. Tenía la habilidad de ganarse primero el afecto y después la confianza, lo que le permitía sonsacar información de vidas ajenas. Lo conseguía preguntando mucho y hablando poco de sí mismo. Se lo trabajaba para conocer a la gente clave de todos aquellos restaurantes y locales que frecuentaba: camareros, porteros, encargados y clientes habituales. Jamás hacía cola, siempre tenía mesa sin necesidad de previa reserva y las copas que pagaba no eran ni la mitad de las que se bebía. Durante aquellos años de agitada vida nocturna, a Álex le presentaron a mucha gente, lo que le sirvió para poder constatar que hay personas que, cuando cae la noche, rompen tanto con la imagen y la vida que llevan durante el día que deberían expedirles dos carnés de identidad. Sobre todo los ricos. Los chalados con dinero y vocación de inconformistas solían ser personas muy interesantes. Lola se lo había dicho a finales de 1979, poco antes de desaparecer de su vida.

—Me dan asco los niños de papá, los clásicos tipos que crecen amparados por la seguridad que les da saber que, por muy inútiles que sean, tienen un despacho asegurado en el negocio de un padre que ha preferido ponérselo fácil en vez de inculcarles la cultura del esfuerzo. Te parecerá un prejuicio absurdo, pero no podría ser amiga de alguien que trabaja en la empresa de papá. En cambio, estos memos son ideales para divertirse. Su manera de ganarse a la gente es invitando a copas y están obsesionados en gustar a los demás, por lo que siempre acaban convirtiéndose en juglares que hacen las delicias del resto. Lo inteligente no es tener dinero, sino vivir a costa del que lo tiene.

Palabra de Lola: ley para Álex.

Solsona supo granjearse la falsa amistad de hijos de papá con la cartera de piel llena de billetes y la Visa multiusos: tan útil para operar en cajeros como perfecta para alinear las rayas de coca, una droga a día de hoy tan desprestigiada como los tatuajes, pero que daba un cierto toque de distinción a quienes la consumían en los ochenta, de entre los cuales Álex nunca formó parte. Solsona era de la vieja escuela, como Bogart y los protagonistas de serie B que tanto le inspiraron cuando seguía sus andanzas en el tabique blanco. Podía beberse doce whiskys en una noche, pero por su sangre jamás corrió ni un miligramo de droga, y no sería por falta de oportunidades, porque Solsona practicaba el estilo de vida del Conde Drácula: vivía de noche y por la mañana se refugiaba en una oficina, habitáculo al que si le quitas los teléfonos y el fax es lo más parecido a una tumba. Solsona acudía impuntualmente cada día al trabajo tras una noche dedicada a casi todo excepto a dormir. Las ocho horas laborales se le hacían interminables, no solo por el deterioro físico que la resaca conlleva, sino porque su trabajo de administrativo que atiende llamadas y ordena archivadores nada tenía que ver con la vida de los hombres Súper 8 que siempre soñó llevar. Álex tenía que esperar a que oscureciera para que su vida tuviera un mínimo aire cinematográfico. Como la noche que conoció a Cassandra.

El cielo no se decidía a soltar la tormenta pese a las reiteradas amenazas en forma de rayos cuya luz blanca rasgaba la noche de Barcelona. Frente al cine ABC había una cabina ocupada por un repartidor de pizzas que había dejado la moto apoyada en la pared transparente de la cabina. Era miércoles, faltaban pocos minutos para las diez de la noche y un Audi de alta gama se detuvo frente al cine. El conductor apagó el motor y activó los
warning
. Repasó su aspecto en el retrovisor, supervisando ambos perfiles. El afeitado estaba perfectamente apurado. Sonrió para ver los dientes en el retrovisor; también perfectos. Con la mano derecha se mesó suavemente el pelo. Qué sensación más agradable la de estar convencido de ser aplastantemente atractivo.

En el salpicadero del Audi, el reloj digital marcaba las 04:45. Iba muy atrasado, o un poco adelantado, según en qué dirección se mirara. Álex apretó un par de pequeños botones que había debajo del salpicadero para intentar poner la hora correcta. La fecha tampoco era correcta: según el Audi, era miércoles 17 de noviembre de 1982.

—Esperemos que el indicador de gasolina sí funcione —musitó Álex.

Era miércoles, sí, pero el último de octubre de 1994, un año en el que todavía era habitual ver a gente llamando desde una cabina porque a la industria de la telefonía móvil aún le quedaba un lustro para desembarcar de la manera exitosa en que lo hizo.

—Tú me llamas desde la cabina a las diez menos cinco, y a las diez en punto estaré allí —le había dicho Cassandra por teléfono.

—¿Por qué lo tenemos que hacer tan complicado? —preguntó él—. Quedamos a las diez en la cabina y listos.

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