Seis aciertos y un cadáver (7 page)

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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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—¿Estás bien? —le preguntó Linda, poniendo la mano libre de cartera por encima de su hombro—. ¿Quieres que nos vayamos? ¿Quieres que volvamos mañana?

Por cuestión de tacto, nadie dijo nada, pero todos habían hecho un hueco en sus agendas para estar en la sala de autopsias a esa hora y que no se fuera a llevar a cabo la identificación cuando ya estaban frente al cadáver les iba a parecer poco menos que una broma macabra.

—Estoy bien —dijo ella. Fueron sus primeras palabras en toda la mañana. Mirando a Machado, añadió—: Cuando usted quiera, doctor.

Cavaleiro suspiró de alivio; la larga espera en el vestíbulo iba a servir de algo. Con una ligera inclinación de cabeza, Machado le pidió a Hortensia que destapara el cadáver. La doctora Alegría cogió el extremo de la manta verde y destapó al finado desde la cabeza hasta el abdomen. Silencio sepulcral en la estancia. Linda dejó la cartera en el suelo y se colocó detrás de Cristina por si esta se desmayaba. Todas las miradas iban del muerto a la chica, de la chica al muerto. Cristina dio dos pasos hacia delante, con la mirada fija en el rostro del cadáver, un rostro que transmitía la más absoluta tranquilidad. No más problemas. No más recibos. No más prisas. No más sueños sin cumplir. Cristina escudriñó minuciosamente al finado. Estaba calvo. Lo habían rapado para practicarle la autopsia, y el pelo hace variar la geometría de un rostro. Por un cortísimo instante albergó la esperanza de que pudiera tratarse de un desconocido, pero al mirarlo un par de segundos más, el cielo se le acabó de caer encima.

—Es Álex —dijo ella, con un hilo de voz que resonó como un trueno en la fría sala.

Hortensia esperaba la orden del doctor para volver a cubrir el cuerpo. Esta no llegaba. El doctor Machado sacó del bolsillo de su bata blanca un sobre marrón del que extrajo unas fotografías. Eran fotos de la espalda del cadáver tomadas por Charly.

—¿Reconoce estos tatuajes? —le preguntó a la chica, dándole las fotos.

La respiración de Cristina volvió a acelerarse. Asintió. Quiso decir que sí, pero la maldita palabra «sí», un ridículo adverbio compuesto de dos míseras letras, no le llegaba a la boca. Linda se acercó más a Cristina, quedando prácticamente pegado a su espalda. Las fotos se le cayeron de las manos, quedando esparcidas por el suelo. Machado le pidió a Hortensia que cubriera el cadáver. Tela verde sobre lo que un segundo antes era tétrica imagen. Bastos le preguntó a la chica si se encontraba bien. No contestó. Su respiración seguía acelerándose. Los que sabían de medicina —Machado y Alegría— detectaron un ataque de ansiedad. Las gafas en el cuello de su polo oscilaban como un péndulo. Varias voces le preguntaron si se encontraba bien. Las piernas no iban a resistir más. Sus rodillas se doblaron y solo los reflejos de Bastos y Linda impidieron un posible golpe de la cabeza contra el suelo en una sala de la que Cristina Vidal ya se había ido. Había perdido el conocimiento.

Hortensia fue a por la misma camilla con la que habían trasladado el cadáver de Álex de la cámara frigorífica a la sala de autopsias. Entre Machado y Linda colocaron a la chica sobre la camilla.

—Sabía que iba a pasar —dijo Linda—. Es una chica demasiado frágil.

—Yo también sabía que iba a pasar —dijo Machado—. Llevo años en esto y he vivido esta escena demasiadas veces; suele acabar así. Cuando no acaba así, el que ha venido a identificar el cadáver queda incluido en la lista de sospechosos.

—Cuando se recupere tendremos que hacerle unas preguntas —dijo Bastos.

—Hoy no —replicó Linda de forma tajante.

—¿Le suena el término «obstrucción a la autoridad»? —le espetó Bastos a Linda.

—¿Y a usted el de abuso de autoridad? —replicó Linda, encarándose al policía—. Inspector Bastos, no me diga lo que va a hacer mi clienta, puedo soltarle de carrerilla una decena de artículos por los cuales ahora mismo Cristina Vidal puede irse a su casa a descansar sin tener que contestar a ninguna pregunta.

—Estamos en la investigación de un asesinato, lo que Cristina nos diga puede ser de vital importancia para ponernos tras la pista del asesino. Haga el favor de apartarse, Linda, este no es su terreno de juego.

—Bastos, le recuerdo que este país es lo suficientemente corrupto como para hacer caer de su puesto a un inspector honrado solo con un par de llamadas de mi bufete. Váyase a comisaría, seguro que hay cientos de casos por resolver, esto es Río de Janeiro. —Dirigiéndose a Machado, dijo—: Doctor, necesito una ambulancia para que lleve a Cristina a su casa. No quiero que se despierte aquí. Habrá un médico esperándola en casa. Si tiene algún inconveniente en ayudarme, dígamelo y con un par de llamadas lo tendré todo organizado.

No hubo interrogatorio. Las cosas se hicieron a la manera de Fernando Linda. Una ambulancia vino a buscar a Cristina. Subieron con ella Linda y un guardaespaldas armado. La ambulancia no ofrecía la misma sensación de seguridad que el Volvo blindado conducido por el afable chófer de la familia, que además de ser afable llevaba una Walther PPK en la sobaquera. El viejo chófer tenía la orden de disparar a matar a todo aquel que se acercara a Cristina con posibles malas intenciones. Si se llevaba por delante a alguien que no debía, poco tenía que preocuparse por un juicio ganado de antemano. Todos los países están dirigidos desde la sombra por una veintena de familias, tal vez cuarenta, no más, y en Brasil, el padre de Cristina Vidal era de los que cortaban el bacalao.

Como no iba a haber interrogatorio, Cavaleiro y Bastos volvieron a la comisaría. Impresoras a todo trapo. Trajín de hombres y mujeres armados de un lado a otro. Calor de noviembre en Río. Vasos de plástico blancos con manchas de café en su interior. Ventanas enormes. Ventiladores en techo y paredes. Como si siguiera las instrucciones de Linda, Bastos estuvo un buen rato en su mesa archivando casos sin resolver. Después se fue a la máquina del café del pasillo, donde se formó un corro de agentes que hablaban y reían animadamente. Entre estos estaba Cavaleiro, el fotógrafo metido a ayudante de Bastos. Hablaban sobre la aparición de una nueva figura en un barrio controlado por narcos. Le llamaban Baby Muerte y apuntaba buenas maneras. Lo de Baby por su edad: no más de diez años; lo de Muerte porque se había cepillado a dos agentes de la policía militar y se había escabullido bajo una lluvia de balas cuando creían tenerle rodeado.

—La cantera sube fuerte —dijo Bastos.

—Baby Muerte ya no es una promesa, inspector —dijo un detective—. Es una realidad. La estrella del barrio.

El móvil de Bastos vibró dentro del bolsillo de su pantalón. Le llamaban de Administración. Tenían un listado de españoles llegados a Río los dos últimos meses. Quince páginas a un solo espacio, cientos de nombres. Bastos y Charly se encerraron en un despacho, se repartieron los folios, cogieron sendos rotuladores fosforitos y empezaron a marcar. No sabrían nada del muerto hasta que pudieran interrogar a Cristina Vidal, pero los tatuajes de la espalda parecían dejar bastante claro que el tal Álex, como lo había llamado Cristina, tenía una estrecha relación con Barcelona. Los de la científica habían enviado por internet a la policía española las huellas dactilares del muerto para que pudiéramos identificarlas.

El procedimiento llamaba a mi puerta.

—Dios santo —exclamó Charly con la mirada puesta en el listado que tenía delante—. Sí que vienen españoles aquí.

A Bastos le interesaban los nombres de quienes hubieran abandonado Río después de la noche del asesinato. No olvidaba que estaba solo cubriendo una posibilidad. Una moneda española no tenía que significar necesariamente que el asesino fuera español. Podría ser una moneda de la víctima. Podría ser la moneda de un brasileño que hubiera estado recientemente en España. Sí, podría ser eso, lo que le llevó a pensar en pedir a Administración otro listado de brasileños que hubieran estado en España recientemente. O tal vez… pero, bueno… ¿quién no se ha encontrado alguna vez en su casa una moneda extranjera sin saber de dónde diablos ha salido? El abanico de posibilidades era amplio de narices.

—Esto es una mierda —dijo Bastos, tirando los papeles sobre la mesa. Llevaban ya dos horas marcando nombres sin demasiado sentido—. Vamos a comer algo. Tengo hambre.

Otro caso que se quedaría sin resolver. Papeleo, expediente abierto, investigación a ciegas y, al final, caso archivado. Sucedía demasiadas veces. Casi siempre, a no ser que hubiera un testigo, una cámara que hubiese captado al asesino, un móvil demasiado evidente o que el asesino fuera un chapucero de tres al cuarto. Total, ¿y qué?, con la de muertes sin resolver que había en la base de datos de la policía carioca, a nadie le iba a venir de un posible español. El mundo era una mierda se detuviera o no al asesino de aquel tipo. Así que… ¡a comer!

La tarta estaba buenísima. Charly y Bastos compartían mesa con un detective de Homicidios y una joven agente que acababa de incorporarse a Narcóticos a la que Charly le sacaba más de veinte años, lo cual no le impedía a ese mujeriego empedernido tirarle los tejos con todo descaro.

—Pásate cuando quieras por mi mesa y te enseñaré una galería de fotografías que cortan la respiración. Tengo la intención de exponerlas algún día, y también de colgarlas en internet para que el resto del mundo se dé cuenta de que en Río no solo hay Carnaval y
caipirinhas
.

—Igual me paso esta tarde —dijo la agente.

A Bastos no dejaba de sorprenderle la facilidad de Charly para epatar a las mujeres. El móvil volvió a vibrar en el bolsillo del inspector. Engulló el último trozo de tarta antes de contestar. Llamaban de comisaría: la policía española confirmaba que el ciudadano hallado muerto en la playa de Río era español.

Pocas horas después, sería mi móvil el que iba a sonar en Barcelona.

Dani Prats rumbo a Río

Mi colega y tocayo Dani Ramos frenó su coche a unos metros del portal. Llevaba semanas insistiendo en que quería enseñarme lo que allí se cocía. Frente al edificio, ubicado en el corazón de la Zona Franca, había una pequeña plaza provista de bancos, un par de columpios, tobogán y un pequeño pipí-can del que hacía uso un pequinés. En uno de los bancos orientados hacia el portal había tres chavales jóvenes con el culo en el respaldo y las bambas en el asiento.

—Fíjate en esos tres, Prats —me dijo Ramos—. Fingen estar perdiendo el tiempo en la plaza; son los vigías. Si hay problemas, llaman desde el móvil al piso. Si reciben la orden de no dejar subir a nadie, interceptan disimuladamente al que hacia allí se dirija y, caminando a su lado, le piden que vuelva en otro momento. Ya han reparado en nuestra presencia y no les debe de hacer mucha gracia.

Un Volkswagen negro de matrícula reciente aparcó en doble fila frente al edificio. Había tres ocupantes. Dani Ramos bajó el volumen de la radio por acto reflejo; no íbamos a ver mejor el Volkswagen por haber interrumpido el boletín informativo. El conductor, un tipo que lucía el inconfundible porte pijo que tanto abunda por el paseo de la Bonanova y alrededores, salió del coche y llamó al interfono. Le abrieron la puerta sin preguntarle quién era.

—Este no es un novato, ya ha estado aquí antes —dijo Ramos—. Los que vienen por primera vez dejan los cuatro intermitentes encendidos, pero luego, al salir, esos chavales del banco les piden que la próxima vez nada de intermitentes. No hay que llamar la atención.

El pijo del Volkswagen no tardó más de dos minutos en salir.

—Está todo muy organizado —me informó Ramos—. El piso está en la primera planta. Llamas a la puerta y se abre una pequeña ventanilla a través de la cual un tipo te pregunta cuánto quieres. Le das la pasta y, al acto, él te entrega la coca. Narcóticos controla cerca de treinta y cinco pisos como este en Barcelona. Nos pagan una generosa comisión y hacemos la vista gorda. Pero a estos se les va a acabar pronto el chollo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté—. ¿No nos resultan lo suficientemente rentables?

—Todo lo contrario, Prats: tienen más visitas que la Sagrada Familia; solo les falta salir en las guías turísticas.

—Si la visita de turistas a la ciudad sigue aumentando, o me mudo a un pueblo o me suicido.

—Al tío que está al mando del piso, un camello de poca monta, se le han subido los humos y quiere reducirnos la comisión. A los compañeros de Narcóticos que llevan la negociación se les han hinchado las pelotas y en breve se la van a liar; le desmantelarán el negocio y le caerán unos buenos años en la sombra.

—Vienen a vernos —advertí.

Dos de los vigías venían hacia el coche con andares chulescos. El trato entre la policía y los camellos era que ellos nos untaban con buenas comisiones y nosotros hacíamos la vista gorda y no aparecíamos por allí. Pese a que el trato se iba a acabar en breve por decisión unilateral, aquella tarde en la que Ramos me ponía al día del asunto el acuerdo seguía en pie y no procedía que dos polis anduvieran husmeando por la plaza.

—Nada de placas, Prats —me dijo Ramos—. Mostramos pistola antes que placa.

Soy poco dado a la violencia, pese a que tengo un trabajo absolutamente relacionado con ella. Ramos, en cambio, se manejaba muy bien cuando la tensión aumentaba. Se le habían abierto varios expedientes de todo tipo, estaba en el punto de mira de muchos superiores y vivía al borde de la expulsión del Cuerpo. Innumerables las veces que tuve que mentir a jueces y polígrafos para salvarle el pellejo. Al principio costaba más, pero poco a poco, juicio a juicio, aprendí a mentir mejor. El problema era que, por culpa de Ramos, varios compañeros sufríamos un severo marcaje de las comadrejas de Asuntos Internos, deseosas de que alguno de nosotros cayera en la delación. Que los negocios sucios de Ramos me estuvieran causando problemas constantemente me había hecho sopesar, no pocas veces, la posibilidad de solicitarles a mis superiores el traslado a otra comisaría, pero al final siempre acababa echándome atrás porque, a pesar de todo, el concepto que tenía de Dani Ramos era el de un buen tipo con el que me gustaba trabajar.

Uno de los vigías se agachó para ver la cara de Ramos. Mi compañero bajó la luna, mostrándole la cabeza rapada y su cuidada perilla. La cara de Ramos era el reflejo de un alma sin miedo a casi nada.

—¿Algún problema con el coche? —le preguntó el chaval.

El otro vigía se puso delante del vehículo con los brazos cruzados. Venían a intimidarnos, y no se les daba mal. Sabían poner cara de duros. El que estaba junto a la ventanilla tenía una calavera tatuada en el cuello.

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