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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (13 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Él siguió la mirada.

-Durante el kanior -dijo con el asombro reflejado en la voz-, mientras Ruana cantaba, la sangre se borró del cuerno. No sé como.

-Os estaba absolviendo -dijo ella-. El kanior es un enorme poder. Lo era -corrigió con la lacerante verdad.

Ella le había puesto fin. Miró hacia los paraikos. Los que podían caminar estaban acarreando para los demás agua desde el risco, donde debía de haber un arroyo o algo similar. Sus compañeros de viaje también les estaban prestando ayuda. Mientras los miraba, por fin, rompió a llorar.

Y de pronto, mientras ella lloraba, Imrairh-Nimphais inclinó con cuidado la cabeza armada del cuerno y la acarició con gentileza. El gesto, totalmente inesperado, abrió de golpe las esclusas del corazón de Kim. Miró entre las lágrimas a Tabor y vio que él le hacia una seña de permiso; entonces se abrazó al cuello de la gloriosa criatura a la que había llamado y ordenado que matara y, acercando su cabeza a la de Imraith-Nimphais, se deshizo en llanto.

Nadie se atrevió a molestarlas, nadie se les acercó. Al cabo de un rato, no sabia cuánto, Kim se separó. Miró a Tabor, que le sonrió.

-¿No crees que lloras tanto como mi padre? -le dijo él.

Por primera vez en muchos días, Kim se echó a reír y también el hijo de Ivor.

-Ya lo sé. Ya sé que soy una llorona. ¿No es terrible?

Él sacudió la cabeza.

-No, si eres capaz de hacer lo que has hecho -dijo despacio.

Con la misma rapidez con que había surgido, desapareció su aire de adolescente.

Ahora era de nuevo el jinete de Imraith-Nimphais quien hablaba.

-Debemos marcharnos. Soy el guardián de los campamentos y me he ausentado durante demasiado tiempo.

Ella había seguido acariciando las sedosas crines. Se alejó un poco y, al tiempo que lo hacia, la visión que la había estado eludiendo se deslizó en los límites de su conciencia y se fundió lo bastante nítidamente para que ella pudiera ver adónde tenía que ir. Miró al Baelrath; estaba apagado, despojado de todo poder. No se sorprendió. Aquella conciencia provenía de su condición de vidente, del alma que compartía con Ysanne.

Dudó un momento mirando a Tabor.

-Tengo que pedirte otra cosa. ¿Querrás llevarme contigo? Tengo que viajar un largo trecho y no dispongo de mucho tiempo.

La mirada de él era distante, pero tranquila y sencilla.

-Ella te llevará -dijo-. Tú conoces su nombre. Te acompañaremos, vidente, a donde debas ir.

Había llegado, pues, la hora de las despedidas. Miró en torno y vio que sus tres guías estaban juntos, no muy lejos de ella.

-¿Adónde tenemos que ir? -preguntó Faebur.

-A Celidon -respondió ella.

Estaba viendo muchas cosas con claridad, y en su voz había urgencia.

-Ha habido una batalla; allí encontraréis el ejército, los que hayan sobrevivido.

Miró a Dalreidan, que se mostraba dubitativo e irresoluto.

-Amigo mío -dijo de forma que todos pudieran oírla-, esta mañana le dijiste a Faebur unas palabras que encerraban la más absoluta verdad: nadie es un exiliado en Fionavar en estos momentos. Vuelve a casa, Dalreidan, y vuelve a usar tu verdadero nombre en la Llanura. Diles que te envía la vidente de Brennin.

Por un momento, él permaneció temblando, todavía remiso. Luego asintió lentamente con la cabeza.

-¿Volveremos a vernos? -preguntó.

-Eso espero -dijo ella avanzando para abrazarlo.

Luego abrazó también a Faebur.

-¿Qué vas a hacer tú? -preguntó mirando a Brock.

-Iré con ellos -contestó-. Hasta que mi rey y señor regrese a casa, serviré al aven y al soberano rey lo mejor que pueda. ¿Tendrás cuidado, vidente? -su voz sonaba ronca.

Ella se le acercó, comprobó con un gesto familiar el vendaje de la cabeza. Luego se inclinó y lo besó en los labios.

-Cuidate tú también, mi buen amigo.

Después se dirigió a Ruana, que permanecía expectante. No se dijeron nada en voz alta.

Pero mentalmente ella lo oyó murmurar:

Que el Tejedor sostenga entre sus manos durante mucho tiempo tu hilo, Vidente.

Eso era, más que ninguna otra cosa, lo que necesitaba oír: el postrer perdón al que no tenía derecho alguno. Miró la enorme y barbada cabeza del patriarca, sus sabios ojos que le habían mandado ese mensaje.

Y el tuyo, replicó en silencio. Tu hilo y el de tu pueblo.

Luego se dirigió muy despacio a donde la esperaba Tabor, montó a la grupa sobre Imraith-Nimphais, le dijo a donde tenía que ir y emprendieron el vuelo.

Faltaban pocas horas para el alba cuando Tabor la dejó en tierra. No en un escenario de guerra sino en el único lugar de Fionavar donde había conocido momentos de paz. Un lugar tranquilo. Un lago como una joya en cuyas aguas se reflejaba la luz de la Luna. Una cabaña junto al lago.

Tan pronto como ella hubo desmontado, se remonto en el cielo. Ella sabia que quería volver con toda celeridad. Su padre le había encomendado una tarea de la que ella le había distraído por dos veces.

-Gracias -dijo ella.

No se le ocurrió nada más. Agitó la mano en señal de adiós.

Vio que él hacia lo mismo, aunque a duras penas, pues la luz de la Luna y de las estrellas brillaba a través de él. Luego, Imraith-Nimphais agitó las alas y ella y su jinete se alejaron. Por unos momentos, brillaron como una estrella, y luego desaparecieron.

Kim entró en la cabaña.

SEGUNDA PARTE - La Torre de Lisen
Capítulo 4

Con la espalda apoyada sobre la baranda de la cubierta de popa, Paul contemplaba cómo Lancelot luchaba con su sombra. Había estado haciendo lo mismo durante la víspera, desde el mismo momento en que abandonaron Cader Sedat, y había seguido haciéndolo durante la mañana y la tarde del segundo día en el mar. En aquellos momentos el sol quedaba tras ellos. Lancelot, de espaldas al sol, avanzaba y retrocedía por la cubierta deslizando y moviendo los pies intrincadamente, de forma que apenas podían seguirse con la vista los golpes de la espada, convertida en un borrón confuso.

Casi todos los hombres del Prydwen habían empleado algún tiempo en mirarlo, algunos con disimulo, otros, como Paul, con abierta admiración. Incluso había acabado por alcanzar a ver algunos disciplinados ejercicios en las piruetas que Lancelot estaba haciendo. Y, mientras lo contemplaba, Paul se dio cuenta de algo más.

Se trataba de algo más que de simples ejercicios de entrenamiento naturales en alguien que acababa de ser despenado de la Cámara de los Muertos. Paul había empezado a entrever que en aquellos movimientos repetidos sin descanso una y otra vez, Lancelot estaba disimulando, lo mejor que podía, las emociones que lo invadían. Vio cómo aquel hombre de oscuros cabellos ejecutaba los ejercicios sin aspavientos y sin desperdiciar energía de ninguna clase. Ahora y siempre había en Lancelot tranquilidad; daba la sensación de ser como un estanque que hubiera absorbido sin esfuerzo las ondas de una vida turbulenta. En cierto modo se desprendía de él una sensación de seguridad, y esa seguridad se había hecho patente desde el instante mismo en que había aparecido entre ellos, tras levantarse de su lecho de piedra para traer a su vez desde el mundo de los muertos a Matt Soren.

Pero Paul Schafer era demasiado sabio para percibir tan sólo esa seguridad en lo que estaba sucediendo. Era Pwyll el Dos Veces Nacido, había hablado con dioses y los había llamado, había pasado tres noches en el Arbol del Verano, y los cuervos de Mornir no estaban nunca lejos de él. El Prydwen navegaba rumbo a la guerra, y el entrenamiento de Lancelot era más que adecuado al papel que le tocaría jugar cuando desembarcaran.

También estaban navegando rumbo a algo más, rumbo a alguien más: Ginebra.

En los movimientos físicos de Lancelot, compulsivos pese a lo disciplinados que pudieran ser, Paul podía leer como en un libro abierto, y los temas de ese libro eran un amor absoluto y una traición absoluta, además de una tristeza que rompía el corazón.

Arturo Pendragon, en la proa, junto a Cavalí, oteando el este, era el único del barco que no había perdido el más mínimo tiempo en contemplar el duelo a espada de Lancelot y su sombra. Los dos hombres no habían hablado ni una palabra desde que abandonaron la destruida Cader Sedat. Paul no podía ver entre ellos ni odio, ni cólera, ni rivalidad. Sólo veía la reserva y el autocontrol que mantenían sobre sus corazones.

Paul recordaba -jamás podría olvidarlas- las palabras que habían intercambiado en la isla: Lancelot, recién despertado, había preguntado con extrema cortesía: «¿Por qué nos has hecho esto, señor, a nosotros tres?».

Y Arturo, al final, en las puertas de aquella sala destruida y bañada en sangre había dicho: «Oh, Lance, ven. Ella está esperándote».

No había entre ellos ni odio ni rivalidad, sino algo peor, más doloroso: el amor y las defensas para protegerse de él, puesto que sabían perfectamente lo que iba a suceder.

Sabían que la historia se repetiría una vez más, como tantas otras veces, en cuanto el Piydwen arribara a puerto.

Paul apartó la mirada de aquella ágil e hipnotizante silueta que cubierta arriba y cubierta abajo repetía una y otra vez las rituales fintas con la espada. Se volvió y desde babor miró el mar. Se daba cuenta de que también él tendría que protegerse el corazón.

No podía permitirse el lujo de perderse en el entretejido sufrimiento de aquellos tres.

Tenía que sobrellevar sus propias cargas, tenía que encarar el destino que le aguardaba, el papel que le correspondía jugar, y su propia e inenarrable angustia. Y esa angustia tenía un nombre, el nombre de un niño que ya no era un niño, el nombre del muchacho en el que aquél se había convertido en el bosque del dios hacía sólo una semana, accediendo así a la madurez y al dominio de su poder. El nombre del hijo de Jennifer. Y de Rakoth Maugrim.

Darien. Ya no se llamaba Dan desde aquella tarde junto al Árbol del Verano. Había ido hasta allí con la apariencia de un niño que acababa de aprender a hacer rebotar piedras sobre el agua, y se había convertido en alguien muy distinto, en alguien mayor, más salvaje, que manejaba fuego y cambiaba de apariencia; en alguien confundido, ofendido e inimaginablemente poderoso. El hijo del dios más oscuro. La carta salvaje de la baraja.

Fruto del azar, había dicho de él su madre, quizás con mayor conocimiento de causa que ninguno de ellos. Y en eso no podía haber ninguna seguridad. Pues si Daríen era fruto del azar, si en verdad lo era, podía hacer cualquier cosa. Podía elegir cualquier camino. Nunca, había dicho Brendel de los lios alfar, nunca había habido una criatura viviente en ninguno de los mundos que ocupase semejante lugar entre la Luz y la Oscuridad. Nadie podía compararse con este muchacho en la antesala de la madurez, un muchacho agraciado y guapo cuyos ojos eran azules excepto cuando devenían rojos.

Tenebrosos pensamientos. Y no parecía que pudieran iluminarse, ni siquiera con el recuerdo de Brendel: Brendel, a quien tendría que contarle, o permanecer a su lado mientras otros se la contaban, la historia del Traficante de Almas y del sino de todos los lios alfar que habían navegado rumbo al oeste en respuesta a su canción desde el Bael Rangat. Paul suspiró mirando el oleaje que se levantaba en el mar al paso del navío.

Sabía que allá abajo estaba Liranan, el elusivo dios del mar, nadando en su elemento.

Paul sentía deseos de llamarlo de nuevo, para plantearle preguntas, para encontrar además consuelo al ver brillar de nuevo las estrellas del mar en el lugar donde el Traficante de Almas había muerto. Pero sólo era un espejismo. Estaba demasiado lejos de la fuente de su poder, cualquiera que fuese, y ni siquiera estaba seguro de saber canalizar ese poder aunque pudiera alcanzarlo.

Realmente en esos momentos sólo sabía con plena seguridad una cosa. En el futuro sobrevendría un encuentro, el tercero, que se le aparecía en sueños y durante sus ensoñaciones diurnas. En cada uno de los latidos de su sangre, Paul sabía que se encontraría con Galadan otra vez, sólo una. Su hado estaba estrechamente entretejido en la urdimbre del de Galadan, y sólo el Tejedor sabía cuál de los dos hilos estaba marcado para ser cortado cuando se cruzaran.

Detrás de él resonaron unos pasos sobre la cubierta, que rompieron el ritmo de los avances y retrocesos de Lancelot. Luego una voz alegre e inconfundible dijo:

-Mi señor Lancelot, si fuera de tu agrado, creo que podrías encontrar algo mejor con lo que medirte que tu propia sombra. -Era Diarmuid dan Ailell.

Paul se volvió para mirar. Lancelot, sudando ligeramente, contemplaba a Diarmuid con un aire cortés pintado en su rostro y apostura.

-Me complacería mucho -dijo con una sonrisa-. Hace mucho tiempo que no combato a espada con alguien. ¿Hay a bordo espadas de madera, espadas de entrenamiento?

Ahora le tocaba el turno de sonreír a Diarmuid, cuyos ojos resplandecían bajo los rubios cabellos aún más claros por la luz del sol. Era una expresión que la mayoría de los hombres de a bordo conocían muy bien.

-Por desgracia, no -murmuró-, pero me atrevería a afirmar que los dos somos lo suficientemente hábiles para combatir a espada sin hacernos el menor daño, o por lo menos un daño serio -añadió corrigiéndose.

Se hizo un pequeño silencio, roto tan sólo por una tercera voz que salió del otro extremo de la cubierta.

-Diarmuid, no es hora de juegos, y mucho menos de juegos peligrosos.

El tono de mando en la voz de Loren Manto de Plata era, si cabe, más autoritario desde que el mago había dejado de ser un mago. Hablaba y miraba con una autoridad inapelable, con una decisión aún mayor desde que Matt había sido rescatado de la muerte y Loren había jurado mantenerse al servicio de su viejo amigo, que había sido rey en Banir Lok antes de convertirse en la fuente de un mago en Paras Derval.

Pero la influencia de su autoridad -de la de cualquiera, a decir verdad- parecía siempre terminar en el punto donde comenzaban los deseos de Diarmuid. En especial de esa clase de deseos. Contra su voluntad, Paul sonrió mientras miraba al príncipe. Por el rabillo del ojo vio que Erron y Rothe intercambiaban apuestas con Carde, y sacudió la cabeza con aire divertido.

Diarmuid desenvainó la espada.

-Estamos en alta mar -dijo a Loren en un tono exageradamente razonable- y navegar un día más o menos depende de los vientos y de la pericia de nuestro capitán en arribar a tierra. -Intercambió una mirada con Kell, que estaba al timón-. No hay ocasión más apropiada que ésta para jugar. ¿Dispuesto, señor?

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